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Antes que se mueran quienes saben Opinión

Antes que se mueran quienes saben

Alfredo Zamudio
Por : Alfredo Zamudio Director en misión en Chile del Centro Nansen para la Paz y el Diálogo.
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Podemos transformar este archipiélago de personas que no se encuentran, en un país más colaborativo, más humano, más incluyente. En ese camino, tenemos la posibilidad de construir una comunidad de desacuerdos, donde no nos dé susto pensar diferente, pero donde nuestras diferencias no nos hagan vivir en mundos separados. Esas conversaciones, que pueden ser muy difíciles, también nos sirven para reforzar y cuidar la democracia. 


En mi vida adulta he trabajado con ayuda humanitaria y derechos humanos en algunos conflictos complejos. He aprendido que toda guerra tiene un fin, pero el silencio que viene después, no es un silencio vacío, sino que está lleno de emociones. “Sé que la guerra terminó”, me decía una mujer en Sarajevo, Bosnia, en diciembre de 1995, “pero dentro de mí escucho aún las bombas”. Saber qué hacer con esas memorias es una tarea que puede durar toda una vida.

Las memorias que aquí comparto no son únicas, pero son algunas de las que guardo. Hace 50 años, cuando tenía 12 años, terminó mi infancia y empezó todo lo que vino.  Para mí no es historia, es memoria. Recuerdo con olores, colores y sentimientos la humillación de ser pobre, de ser alguien que ya no importa. Recuerdo cómo era dormir en un suelo de tierra, el hambre, las heridas en mis pies, de tanto caminar con zapatos viejos y rotos. Aunque estuve a la deriva, recibí ayuda de amigos y familiares que hicieron posible salir con vida de esos tres años de mucha soledad y discriminación después que mi padre fue detenido en Arica el 12 de septiembre de 1973 y los tres años que fue preso político de la dictadura, hasta el momento cuando salimos al exilio, gracias a Frode Nielsen, el embajador de Noruega y los buenos oficios de Roberto Kozak y Lissen Elkin, del CIME (hoy OIM).

Antes que terminara nuestra pesadilla, en diciembre de 1974 fui hospitalizado en el hospital de Iquique, recibido como indigente, con dolores de cabeza y desmayos. Ahí conocí a un joven conscripto, un soldado, que estaba paralizado de la cintura para abajo, y quien no decía mucho, pero jugamos ajedrez. “Mi hijo vio cosas en Pisagua”, nos contó su padre, insinuando que la parálisis de su hijo tenía que ver con lo que contaba. Y no dijo nada más. Eran días muy difíciles de la dictadura, con mucho miedo, no se podía confiar y había que tener cuidado con quien hablaba. Se quedaron unos días, esperando transporte militar para llevarlo a Santiago.  Nunca más supe de él. Recuerdo la impresión que me causó, porque fue la primera vez que vi que quienes tienen armas y aplican violencia, también les afecta.

En el camino desde ese entonces hasta ahora, en todas las situaciones de conflicto en las que me ha tocado trabajar, me he encontrado con sentimientos similares: un profundo alivio que las guerras terminen, dolor por su impacto, incertidumbre de cómo volver a relacionarse, dudas sobre si uno puede confiar en los demás. No es fácil, pero es posible, construir con quien tiene un pasado diferente.

Una parte importante de cambiar la historia es la posibilidad de recuperar el poder que la violencia nos ha arrebatado. Hay dolor. Hay rabia. Hay traumas. No existe una receta mágica para hacer algo con esos sentimientos, porque el dolor está siempre presente y algunos de nosotros sentimos su presencia constante. No importa cuánto tiempo haya pasado, si uno cierra los ojos, el dolor está por ahí. Es un color, una imagen, una voz. Y el trauma no es sólo individual, también puede ser colectivo. Aunque el trauma colectivo no es fácil de identificar, por distintas razones, tal vez no hay espacios para contar o para ser escuchado. El dolor colectivo es más invisible, porque tal vez no es conveniente para las contingencias de la política, que el dolor se manifieste.

Pero sí hay algo que ha cambiado. El victimario ya no tiene poder sobre nosotros. ¿Podríamos transformar al monstruo en un ser humano, que puede estar entre nosotros? Si así fuera,¿por qué hacerlo? La respuesta está en el calendario, que nos indica que el tiempo ha pasado. Los que antes eran victimarios, se están muriendo y se llevan sus secretos. Necesitamos sus memorias, sus recuerdos, necesitamos que nos cuenten.  No se trata de justificar, ni perdonar lo imperdonable, ni de olvidar lo inolvidable, sino de resignificar lo que nos ha pasado. No podemos cambiar la historia, solo darle un espacio. Eso no significa cambiar justicia por verdad, sino que además de justicia, también verdad.

La historia nos muestra que el reencuentro de los pueblos no es un camino en línea recta, pero sabemos que el diálogo nos puede dar las coordenadas para navegar en esas dificultades. Si tenemos un mejor mapa para los desafíos de hoy y de mañana, sabremos dónde construir puentes, dónde tener más cuidado y cómo llegar seguros a nuestro punto de destino.

Por el camino del diálogo podemos llegar al futuro compartido que necesitamos y que podemos construir. Debemos crear puntos de encuentro, también para aquellos que mataron, asesinaron, torturaron. Eso no significa banalizar el dolor, sino hacer más para que se cure. Hay gente que sabe, que nunca ha hablado, tal vez porque no desean, tal vez porque no se atreven, tal vez porque no saben dónde hablar.

Podemos transformar este archipiélago de personas que no se encuentran, en un país más colaborativo, más humano, más incluyente. En ese camino, tenemos la posibilidad de construir una comunidad de desacuerdos, donde no nos dé susto pensar diferente, pero donde nuestras diferencias no nos hagan vivir en mundos separados. Esas conversaciones, que pueden ser muy difíciles, también nos sirven para reforzar y cuidar la democracia.

Cuando escuchar certezas es lo único que importa, invitar al diálogo es un acto disruptivo, casi revolucionario. Podemos reencontrarnos. Para lograrlo, los conocimientos no son lo único que importa. Las memorias y las emociones de nuestro país también necesitan un espacio donde existir.

En otras palabras: Para saber dónde vamos, tenemos que darle espacio a lo que hubo, para transformar lo que hay y prepararnos para lo que viene.

*Inspirado en la charla organizada por el Centro UC para el Diálogo y la Paz, 27 de junio de 2023

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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