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Vivir en un país azotado Opinión

Vivir en un país azotado

Es cierto que con un terremoto 9.0 nuestros edificios pueden colapsar, pero no se caen. Pura ciencia nacional. Entonces apuntalemos nuestra ciencia, dándole un sentido. Y ahí surge otro azote: el “terremoto educacional”. Una crisis generacional. El azote cultural de la desconfianza y la anomia. Y urge lo contrario: investigar, desarrollar habilidades, capacidades, motivar, invertir para “reforzar el edificio”. Pues todo eso se ha vuelto indeseable o, lisa y llanamente, incomprensible.  


Nuestra respuesta como sociedad a los desastres naturales del último siglo siempre ha sido más que proporcional, constituyendo nuestra cultura telúrica. De ahí la institucionalidad que nos permitió abordar correctamente, hasta cierto punto, nuestra complejidad geográfica. 

Tras el terremoto de 1906, el “Plan Valparaíso” permitió reconstruir la ciudad nunca fundada de manera colosal, aplicando la ley de la Comuna Autónoma, en que los  municipios comenzaban a urbanizar, gobernando asentamientos que desde el punto de  vista sanitario-ambiental eran desastrosos. Nuevas normas para higienizar en el Almendral, mal que mal, perviven hasta hoy. 

El salto tras el terremoto de Talca (1928) fue mayor. La devastación significó el inicio de la planificación urbana en Chile. Nació la obligación de un permiso de edificación para poder construir –y bien– con la promulgación en 1931 de la Ley General y su Ordenanza, estableciendo lineamientos preventivos ante desastres como estos. Así, la respuesta al azote evolucionó. Luego del terremoto de Chillán (1939) se creó la Corfo para coordinar la reconstrucción, poniendo en marcha la planificación industrial que nos caracterizó hasta fines del siglo pasado.  

A costa de azotes aprendimos. El 2010 sufrimos un tsunami, cuyos precedentes descansaban en las crónicas del cataclismo de Valdivia (1960), lo que nos hizo estudiar definitivamente mejor nuestras costas y quedar más preparados que el día anterior al 27F. Un año antes entraba en erupción el Chaitén, provocando el desborde del río Blanco, que arrasó la ciudad. Hoy sabemos más de vulcanología (y de arraigo) gracias al conocimiento empírico, tras este azote. 

Podremos siempre apelar a nuestra resiliencia, orgullo ingenieril, capacidad instalada y tradición de ciencia y progreso no despreciable. El problema es que el riesgo al azote ha aumentado de manera exponencial y para nadie es novedad que vivimos una reconstrucción permanente. No basta ser reactivos. Marejadas, salidas de ríos, edificios de lujo al borde del abismo, ¿qué nos pasó? 

Sin planificación no hay ingeniería que aguante

Sufrimos un azote multidimensional hace cincuenta años. La institucionalidad que promovía un modelo particular de desarrollo mutó violentamente. Significó a la postre mucha inversión y un tremendo salto en infraestructura, pero también un azote cultural y ambiental que solo hoy comenzamos a dimensionar. Padecemos de ambos procesos históricos, que suman cero a la luz del nuevo contexto socioambiental. Un país azotado por una contradicción que le impide planificar es un tremendo riesgo frente a amenazas globales, mucho más complejas.  

Es cierto que con un terremoto 9.0 nuestros edificios pueden colapsar, pero no se caen. Pura ciencia nacional. Entonces apuntalemos nuestra ciencia, dándole un sentido. Y ahí surge otro azote: el “terremoto educacional”. Una crisis generacional. El azote cultural de la desconfianza y la anomia. Y urge lo contrario: investigar, desarrollar habilidades, capacidades, motivar, invertir para “reforzar el edificio”. Pues todo eso se ha vuelto indeseable o, lisa y llanamente, incomprensible.  

Urge un consenso frente a lo que tenemos, lo que necesitamos y algo más complejo: sobre qué queremos ser. Perdernos ahí nos expone a nuevos riesgos. Urge promover y socializar la ciencia, aumentar la transferencia de conocimiento, incrementar el interés público en el desarrollo sostenible, regenerando confianzas para fomentar una nueva cultura resiliente y enfrentar los azotes que nos están explotando en la cara. Estamos  conminados a hacerlo.  

Urge revertir el déficit en infraestructura. Invertir en innovación y tecnología a la par de acuerdos para sostener la vida en nuestras ciudades. Necesitamos ciencia para modelar el riesgo, ingeniería hidráulica que regenere los servicios ecosistémicos, en equilibrio con asentamientos precarios y una nueva realidad hídrica; impulsar la economía circular para no colapsar los rellenos sanitarios; contener el tratamiento de residuos industriales que genera la actividad minera y la expansión urbana; desalinizar para mitigar la escasez hídrica; remediar suelos contaminados para contener la demanda de ciudad; reordenar  nuestra matriz energética a partir de nuevos commodities y saltar al futuro, creando bienes públicos y equipamientos por aportes, impuestos o royalties.

El objetivo es la descarbonización del país y el planeta: necesitamos que no sea a costa de nuestros recursos geográficos, paisajísticos, culturales y naturales. Urge un consenso social y acuerdos tempranos con las comunidades para lograrlo “de abajo hacia arriba”. 

¿Cómo lo hacemos?  

El mejor modelo participativo es la transparencia, la información y la transferencia de conocimiento. El involucramiento temprano desde el conocimiento de las experiencias y necesidades del territorio. Los municipios saben de eso. Las universidades pueden hacerlo. La educación se trata de eso, porque es la única vía para reconstruir confianzas, articular nuevos actores y promover políticas claras basadas en la cultura. Ahí se fundan las bases del conocimiento para un desarrollo sostenible. El tan anhelado pacto social es un tejido lento que parte con los niños, a ellos sí les queda tiempo. Por su lado, cada una de las partes del sistema que constituye “la industria” tiene que tener un rol y un sentido para nuestra supervivencia, o simplemente no sirve.  

No queremos seguir aprendiendo a punta de azotes. Pero tenemos que entender la latencia en la que estamos, donde igual que con un terremoto, todo puede caer con demasiada facilidad si no aplicamos lo aprendido. No solo es una gran oportunidad para volver a creer en la ciencia, la industria o las escuelas. Es volver a creer en nosotros. Si no somos capaces de constituir un acuerdo para hacerlo, seguiremos reaccionando tarde, mal y traumados con tanto azote.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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