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Motochorro Opinión

Motochorro

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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En la vereda frente al Parque se había restablecido no sé si la calma o el vacío, y tras entender que había ocurrido lo irremediable, intenté adaptar mis neuronas al tipo de ciudad en que estamos viviendo ahora, que si transitas al mediodía de un día aun frío pero soleado por un barrio patrimonial, puede venir desde detrás por la vereda un motochorro y hacerte lo que le parezca.


A mi primer motochorro lo conocí hace unos días, sentí el ruido de su moto detrás mío, por la vereda, mientras caminaba yo con toda la dignidad de la que soy capaz por el parque, me refiero al Parque Forestal de Santiago, y al pasar él a centímetros le alegué enojado con un gesto del brazo y un grito, es que ya no son solo las bicis por las veredas, ahora en moto, pero este chico que iba enfundado en su traje de motoboy con una mochila cuadrada roja y la cabeza oculta por un casco gris hizo como un dribling elegante, aproximándose mucho a la entrada de un edificio hermoso que hay por ahí, la fachada la han martirizado estos años con grafitis pero ahora Irací & Orrego lograron repintarla y quedó bastante bien el color, bueno, en los peldaños de esa entrada estaba sentado un joven con su celular, y el motochorro con un ademán casi de ballet le arrebató ese celular al joven que se quedó con las dos manos sujetando la nada y con aire pasmado, también yo quedé como paralizado en unos instantes eternos, y la muchacha que caminaba en sentido contrario al mío lo mismo, incluso en sus ojos noté algo como una chispita de alegría, de entusiasmo ante el evento, no había mucha más gente alrededor y sería tipo mediodía, y mientras esa paralización embargaba a la escena, el motochorro se alejó con gran habilidad hacia la calle, perdiéndose entre los autos.
Empezamos a dar gritos, el despojado más que nadie, yo algunos, y se lanzó él a correr a gran velocidad tras la moto, lo vi perderse a lo lejos aunque fue inútil. La chispita de alegría entusiasta ante la desgracia ajena la había visto yo hace un año en otros ojos cuando en una escena parecida, aunque en un barrio más popular y en medio de una multitud, puedo reconocer hoy con pena que el celular era yo mismo quien lo llevaba en las manos, o sea, lo había alzado para hacer una toma fotográfica que me parecía artística, y un compadre macizo, sin moto pero a gran velocidad, vestido de negro y con un gorro me pescó de la mano el celular y dribleando escapó por entre la gente mientras yo gritaba como un barraco, algunos miraban, vi algunos vagos ademanes de ayuda pero en general nada, y lo empecé a seguir corriendo y redoblando mis gritos mientras en la multitud nadie parecía muy afectado, y entonces sorprendí aquí y allá esa llamita de entusiasmo en las pupilas de los transeúntes, a mi regreso al lugar de los hechos una señora junto a su marido que llevaban un carrito de compra me aleccionó acerca de cómo no dejarse robar, y su rostro se veía luminoso, relajado y casi triunfante, mientras en mi mente iba yo componiendo los pasos y tramitaciones y gastos de los cojones que me esperaban, es que el celular es como un órgano del cuerpo o un trozo del cerebro y sencillamente no puede uno andar sin él, somos parte del gran robot planetario, una parte ínfima y minúscula, eso sí, sin acceso a los controles ni a los archivos totales del big data que son manjar para otras bocas.
Entretanto y más allá de esos deprimentes recuerdos, en la vereda frente al Parque se había restablecido no sé si la calma o el vacío, y tras entender que había ocurrido lo irremediable, intenté adaptar mis neuronas al tipo de ciudad en que estamos viviendo ahora, que si transitas al mediodía de un día aún frío pero soleado por un barrio patrimonial, puede venir desde detrás por la vereda un motochorro y hacerte lo que le parezca porque estamos en verdad no sé si en un persa permanente, o en un mercado global, en una sociedad de oportunidades, en un país tropical, en una urbe babélica, en una economía de emprendedores, en una guerra de todes contra todes donde cada cual agarra lo que puede y como puede antes de morir, es que ya no hay vida eterna y no es necesario ya tratar de portarse bien para ir al cielo, hay que disfrutar y follar y robar que el mundo se va a acabar, tampoco existe ya la República, ese entendimiento ciudadano que apela a la corrección, al respeto, a la tolerancia, a la vigencia de la ley y de las normas de educación, ese país estructurado se encuentra hoy desestructurado y lo que cuenta no es ya el bien común, ¿se acuerda alguien del bien común?, sino la libertad individual entendida como astucia, rapiña, velocidad… ese sería el ambiente…
Pero a mí esos pensamientos negativos y fugitivos no me atrapan, así es que recompuse mi andar y seguí en lo que estaba, en mi paseo, en mis pensamientos que a ratos me llevan a mover los labios, aunque leí en un artículo especializado que eso es normal cuando uno discurre en exceso y necesita ordenarse, no es de perturbados, pero igual trato de no hacerlo para no generar inquietud, y contemplé nuevamente los rayitos de sol dorado, los brotes en las ramas de los árboles, el ir y venir de personas de pintas modernizadas, y en fin, no hay que sacar el celular en la calle.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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