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Crónica de los desbandes: distopías progresistas

Crónica de los desbandes: distopías progresistas

Carlos del Valle R. y Mauro Salazar
Por : Carlos del Valle R. y Mauro Salazar Académicos del Doctorado en Comunicación U. de La Frontera
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Ante la hostilidad de la época, y nuestra expulsión del presente por «oligarquías del laissez faire» y progresismos laxos, solo nos queda un gesto mordaz. Un rictus o una mueca que en este caso sería la risa como espasmos del diafragma que son –vaya teología– «espasmos del alma».


La derrota de la izquierda reformista en 1973 y la sobreabundancia de mitos, leyendas y disputas hermenéuticas. La vía italiana y las lecciones extraídas desde la Unidad Popular. Enrico Berlinguer y su célebre Lecciones de Chile, advirtiendo que la «vía pacífica» carecía del momento hegemónico. El ineludible tributo a la obra de Antonio Gramsci allende los Andes. Los años del plomo en Italia y la caída del «compromesso Storico» tras el secuestro de Aldo Moro (DC) a manos de las “Brigadas Rojas”. La experimentación del Eurocomunismo y la irrupción de los teóricos del éxodo bajo el (post)operaísmo –Negri y un largo exilio– para contrarrestar la crisis del obrero masa, y la debacle insalvable del marxismo vulgar.

El inicio de la cadena de suicidas y la deriva de la razón metafísica. En 1979, Nicos Poulantzas (43), tras una serie de desplazamientos hacia un «socialismo democrático» y un «poder relacional» que derivó en un “marxismo de la indeterminación”, se lanzó desde el piso 22º de la Torre de Montparnasse de París abrazado a sus libros. Dentro del «martirologio de izquierdas», Poulantzas no habría podido superar su condición de «escombro ideológico». Cuando el marxismo abjuró de «lo cómico», la tragicidad capturó toda su potencia imaginal y devino un objeto escatológico. El escritor Roberto Bolaño solía decir que hay hombres que se sienten acompañados entre libros y requieren de bibliotecas. Cuando la “filosofía de la historia” colgaba de las cornisas y la «totalidad» agonizaba, se precipitó el «reventón» historicista en las manos estructuralistas de Louis Althusser. Y así, estranguló a Hélene y fue encerrado junto al “materialismo aleatorio” en un hospital psiquiátrico de París. Luego de su muerte, en 1990, vino el desbande de los viejos revolucionarios hacia un mundo de conversos.

En otro registro tanático del pensamiento crítico, de “rizoma” y “multiplicidad”, en noviembre de 1995, acorralado por una insuficiencia pulmonar, el “filósofo de la fuga”, Gilles Deleuze (70), ponía fin a su vida. Poco antes que terminara el siglo XX, Michel Foucault, había calificado a Deleuze como el “espíritu filosófico de Francia”. Antes, el propio Foucault había sido advertido del virus que circulaba por San Francisco a fines de los años 70. Pese a estar bajo alerta –según reza la leyenda– hizo caso omiso y murió de sida en 1984.

Luego el eclipse de las grandes causas populares en América Latina. El debilitamiento de la estructura de clases, y la notoria apostasía neoliberal de la actual “Izquierda Parlamentaria” en menos de 40 años. Una sorprendente desarticulación cultural y política afectó a los actores históricos que habían emplazado el periodo de acumulación de mercancías en su fase desarrollista-fordista. El gran proyecto histórico de las militancias dirigido a transformar la arquitectura capitalista, luego del cese dictatorial, naufragó en todas sus experimentaciones. Tal desarticulación, como quiera que hayan sido los factores históricos, generó un flagelo de credibilidad respecto a la posibilidad de remover la arquitectura capitalista. Todo fue consumado en la célebre “década infame” –años 80– bajo las políticas devastadoras de los ajustes fiscales en la región.

Más tarde se precipitó la «renovación socialista» como respuesta al vacío de teoricidad de la Unidad Popular. El exilio fecundo y cruel se plasmó en un gramscismo elital de la demografía MAPU. De un lado, el boom de Von Hayek en tierras poscomunistas y, de otro, la penetrante traducción politológica de la deconstrucción en el campo de la hegemonía laclausiana.

Todos estos aspectos, cual más, cual menos, afloraban para repensar la relación entre democracia y socialismo, sin sopesar los desbandes de la relación entre «democracia y mercado», ni menos hurgar en los acompañamientos sibilinos que hay entre «democracia y populismo», toda vez que fue superada cualquier comprensión primitiva o defectual del término –populismo– al estilo de los estudios pioneros (modernización) en la Argentina del peronismo histórico.

Décadas más tarde fueron aplastadas las fuerzas de la «marea rosa» (pink tide); Rafael Correa, Dilma Rousseff y Cristina Fernández –autocracias mediante– padecieron la lawfare conservadora. El espectro de la Uribe noche –Colombia– y en horas furiosas el paramilitarismo asedió a Petro. Hace varios meses el autoritarismo abismal de Bolsonaro pudo romper el acuerdo institucional y el cuerpo celeste desaparece bajo el anarcoderechismo de Milei.

Tres décadas antes la «transición pactada» en Chile cultivó un infinito ethos de liberalización y “lumpenconsumismo”, exportado para toda la región como un “milagro de crecimiento” centrado en abrazar la «austeridad fiscal» (1990). De un lado, el inevitable y fatídico apego a la institucionalidad pinochetista mediante el paradigma de la gobernabilidad (realismo y modernización) y, de otro, el ritual populista de élites sin “retrato de futuro” que masificaron un mundo de accesos, consuelos simbólicos y consumos culturales. Tal diagrama fue implementado por un «progresismo anfibio» que tenía como misión expulsar las subjetividades indóciles –cogniciones rebeldes– y borrar toda huella de “inadaptación ontológica” u “obstinación dialéctica”.

En la fervorosa racionalidad chilena, la tenacidad por liberalizar los gravámenes regulacionistas de cualquier prevención estatal, precipitó un «consenso managerial» donde todos los agentes de la posdictadura abrazaron el contrato de las mercancías (estética de accesos). Esto era un proceso de época que se podía mitigar o exacerbar; la segunda opción fue la elegida. Años más tarde vino la irrupción de una generación (2011) que entremezclaba “discursos napoleónicos”, “memorias fugitivas” y mesocracia reformista. En su épica proponía un horizonte crítico que pondría fin a los vicios jacobinos y testimoniales heredados del pequeño siglo XX. Tal convivencia, inicialmente napoleónica, se dio en llamar «Frente Amplio». Finalmente, y apremiados por los semiólogos de la economía (focalización, mercado de capitales, acuerdos de libre comercio) y el peso de Estados postsoberanos, se impuso un tiempo de afasias, que abandonó para siempre los pecados de la «dialéctica» y abraza el hedonismo estetizante de los 30 años de Concertación –espectro aylwinista– bajo un nuevo contrato de realismo y agencias de seguridad.

Este parece ser el testamento de la nueva generación. En plena debacle, el movimiento octubrista-derogante (2019) se diluyó entre indultos, la impolítica de su anarcobarroquismo y las incertezas de sus motivaciones, entre la rabia erotizada, la ausencia de realismo, y el fetiche de un campo popular que nos empapó de una irrefrenable “cultura del rechazo” que nadie se explica. Amén de tantas cosas, fuimos aprendices de brujas de la revuelta, de su abismante paroxismo.

En suma, la «lira destituyente» –sin política afirmativa– abundó en lirismos  para la restauración higienizante del reciente acuerdo constitucional (diciembre de 2024) entre custodios de la modernización y transitólogos resurrectos (socialistas y mundo conservador en una nueva axiomatización del portalianismo). En horas álgidas, donde la insurrección imaginal expresaba masivamente sus anhelos por un texto constitucional de vocación popular. Y cuando no integró ninguna articulación hegemónica, la clase política se blindó tras un movimiento restaurador –mitos del realismo– reflejado en el Acuerdo por la Paz Social (2019) «liderado» por la coalición de turno. Al final del proceso, la movilización popular (2019) fue desterrada –reducida a fuego, malestar y anomia– a nombre de una comunión de expertos e intereses partidistas.

Ante la hostilidad de la época, y nuestra expulsión del presente por «oligarquías del laissez faire» y progresismos laxos, solo nos queda un gesto mordaz. Un rictus o una mueca que en este caso sería la risa como espasmos del diafragma que son –vaya teología– «espasmos del alma».

Luego de las «sucias manos materialistas», ningún lenguaje es literalmente literal. La idea hilarante es responder al exilio fomentado por el culto californiano hacia el nuevo cuerpo político, con un gesto de infinita ambigüedad. Por fin, el Frente Amplio soltó los pecados trascendentales de la dialéctica –risa socialista– y abrazó el tiempo lúdico de las porcelanas. Hoy la risa carnavalesca y el consuelo de una socialdemocracia –blanda– sin poemas políticos es la comodidad del presente. Finalmente, los borregos del esteticismo, y los personajes de la comedia, que abjuraron velozmente de lo trágico-dialéctico. El Leviatán nunca nos deja de mirar. Todo se consumó en Palacio –incluido el sublime histérico– con la caída de la Convención Constitucional el 4 de septiembre (2022).

Más tarde una tormenta cultural llamada “body positive” ha perpetrado un «neoliberalismo constitucional», en un presente sin horizontes

“Mía es la vergüenza, yo daré el justo pago”, Antiguo Testamento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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