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El colapso de la salud mental Opinión

El colapso de la salud mental

Francisco Flores R.
Por : Francisco Flores R. Magister en psicología, mención Psicoanálisis y Diplomado en Filosofía y Psicoanálisis (Buenos Aires ). Director ONG Mente Sana.
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Las recientes cifras de junio de la Superintendencia de Seguridad Social, señalaron que las licencias médicas por causas de trastornos psíquicos, para el período enero-mayo, crecieron en un 25% respecto del año pasado. 500 mil personas con permiso legal por tales motivos. Como la punta de un iceberg de una gran masa flotante. No es necesario estar en un panel de expertos para afirmarlo. Si se suman las rechazadas, más en Isapres que en Fonasa (28% y 10%, respectivamente) o los que ni siquiera consultan, la cifra extrema su magnitud.

Pero esto no tiene nada de nuevo. Son décadas de desidias. El informe MINSAL 2017 estimaba en 666 mil (sic) las personas que por estas causas se atendían en la atención primaria, y 145 mil en alguna especialidad afín. En total más de 810 mil pacientes. Sin contabilizar los de la atención privada. Un estudio de la propia OMS, la misma de la pandemia, estimó en un millón los chilenos con síntomas de ansiedad y en ochocientos mil, con depresión, sin integrar otras patologías afines.

Esto anima la discusión sobre si son, estas patologías, efectos indeseados de la llamada modernización social con sus rápidos procesos de individuación, o acaso este tipo de modernización es una cierta patología. Ya el mismo Freud hacía notar que la psicología individual es simultáneamente psicología social. Mucho se ha escrito al respecto y las esquirlas del estallido social aún no terminaban de caer, cuando la pandemia nos encerró.

El gasto de salud en este ámbito es del 2,1%. ¿Eso es mucho o poco? El promedio mundial, es decir, del conjunto de países pobres y ricos, es del 3%. Un cincuenta por ciento superior. En el caso de los países OCDE, el promedio triplica al chileno, con un 6%. Chile pertenece al exclusivo grupo del 40% de países que no cuentan con una legislación específica al respecto.

¿Por qué, a pesar de todo lo consignado oficial e institucionalmente ocurre esta desidia o renegación de esta realidad? Con estas cifras, que son solo algunos de los más relevantes en el campo de la salud mental, cualquier otra patología con estos indicadores, y ahora agravados por la pandemia sanitaria y económica-social, sería considerada una emergencia, una epidemia dada su extensión. Asintomáticos no son las personas que lo padecen sino las instituciones y autoridades, que perciben esta realidad, incluso a través de informes oficiales, pero para luego desmentir esa misma percepción, como si esta no existiera. Mecanismo defensivo conocido como renegación. Un saber que subsiste pero donde sus consecuencias son desmentidas.

Una explicación a la mano es apelar a la invisibilidad de sus padecimientos, a lo privado de sus dolencias, que no atochan ni urgencias ni recintos hospitalarios. Aunque esto mismo puede ser puesto en duda, ya que un tercio de las personas que consultan en los Cesfam, por ejemplo, es por un sufrimiento de está índole. Las razones parecen ser otras.

Al contrario del tiempo del capitalismo industrial, donde el trabajo muscular constituía el recurso principal, y la mente podía divagar incluso que no estaba ahí, hoy lo que se necesita es el uso no solo de las capacidades cognitivas sino la energía nerviosa como tal, mediante la movilización ininterrumpida de las fuerzas mentales y psíquicas. Por eso hoy el agotamiento es primeramente extenuación psíquica, déficit de la economía de la atención. Descansar o parar es entonces suspender este circuito. Y eso resulta intolerable. Lo vivimos hace unas semanas en el momento de la euforia de la meseta pandémica, donde la ansiedad por recuperar la dinámica productiva hizo caer el castillo de naipe.

El propio malestar social o sufrimiento psíquico, puede incluso cumplir un rol de estímulo o puja hacia el consumo, una especie de antídoto para hacer frente a la angustia y la soledad relacional y comunicativa. Pero solo hasta el punto en que ese padecer se convierta en un obstáculo para el flujo productivo, donde entonces interviene el peso e influencia ad hoc de la industria farmacéutica, que cronifica pero modera los sufrimientos, restituyendo a los sujetos a la cadena.

Se estima que en Chile se consumen en el mercado formal, 4 millones de cajas de tranquilizantes y ansiolíticos; 4 millones y medio de antidepresivos y casi 2 millones y medio de inductores del sueño. La “cajita feliz” la denominó en un reporteje de revista Paula. Cifra que se condice con el estudio de la Revista Médica de Chile, de hace casi una década, donde el consumo de antidepresivos se incrementó en un 470% en un lapso de doce años. Este es uno de los pocos registros acerca del rol de la industria farmacéutica en este ámbito, la cual tiene ventas anuales por sobre los US$1.000 millones, donde un 75% corresponde a medicamentos del llamado mercado ético o de recetas retenidas, dentro de las cuales están los psicotrópicos. No es posible asumir el dolor social solo desde el diván o con una receta.

Ahora en esta nueva realidad inaugurada por COVID-19, estas cifras seguirán en incremento y extendiéndose en el período pospandemia, cuando las vivencias y la sobreadaptación forzada de este tiempo, adquiera para muchos un carácter postraumático. Es cierto que hay esfuerzos, pero los más relevantes son casi siempre personales y de compromiso profesional.

Recientemente el gobierno anunció la puesta en marcha de un programa denominado SaludableMente, destinado a fortalecer la oferta pública y privada de salud mental, incluyendo una plataforma digital de consulta, con apoyo y recomendaciones de esta materia, como la principal medida. Esto puede ser como un vaso de agua en el desierto. Al menos hasta ahora. Cierto es que el programa incluye una comisión asesora, conformada por profesionales destacados y de idoneidad profesional, que tiene un plazo de tres meses para elaborar propuestas y plan de acción. Pero el problema histórico no es de diagnósticos ni de capacidades sino de voluntades.

El informe final del MINSAL del 2017, junto con varios otros, es certera evaluación de la realidad actual y de los ámbitos pendientes. Como muchos otros intentos, un punto de partida. No es necesario aquí la hoja en blanco.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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