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El torniquete y el violador: sobre el fallo del tribunal del caso Antonia Barra Opinión

El torniquete y el violador: sobre el fallo del tribunal del caso Antonia Barra

Amaya Pavez L y Antonia Santos P
Por : Amaya Pavez L y Antonia Santos P Dra. Amaya Pavez Lizarraga, Universidad de Santiago de Chile Dra. Antonia Santos Pérez, Universidad Arturo Prat
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El juicio abierto por el caso de Antonia Barra nos hizo dudar inicialmente de las posibilidades de la justicia a la hora de atender una denuncia de violencia sexual. La violencia que sufren las mujeres es reiteradamente negada y en ocasiones incluso justificada en función del comportamiento de las víctimas. Continuamente hemos asistido a la historia de arbitrariedad que conocemos y que nos ha acompañado durante nuestras vidas, durante nuestra historia.

Parece que el derecho a vivir una vida plena, autónoma y libre es perseguir una utopía. Año tras año, décadas, siglos demandando igualdad, libertad y justicia. El 22 de julio, durante la audiencia de formalización contra Martín Pradenas, sentimos que el tiempo se plegaba, llevándonos al pasado lejano por la banalización de la violencia, la justificación espuria y la parcialidad de la decisión. Una historia antigua confrontada al contexto actual, porque en Chile hace un tiempo que el discurso de la igualdad de género se instaló en la opinión pública. Las nuevas generaciones de jóvenes han levantado la voz y las viejas generaciones de mujeres las han acompañado, el Estado también intenta hacerse cargo de la inclusión de género en las instituciones, al menos por el imperativo de las directrices del derecho internacional de los derechos humanos.

El día 22 caímos en la conciencia de que los avances en la igualdad sustantiva de género eran un maquillaje fácilmente removible. Quedó en evidencia la inescrutable cultura patriarcal que está en la base de nuestra sociedad chilena del siglo XXI. El Chile de la OCDE, con un desarrollo humano muy alto posicionado en el lugar 42 a nivel mundial.

El fallo inicial nos dejó perplejas, evidenciando que las escasas normas que nos protegen de la violencia se pueden interpretar de manera laxa y nos hizo creer que las mujeres chilenas estamos muy lejos de alcanzar lo que Celia Amorós denominó como el derecho a lo genéricamente humano. Durante la audiencia, las intervenciones, en especial de la defensa, y la resolución del juez de garantía estuvieron permeadas de premisas, prejuicios y creencias que subyacen a la estructura de género del patriarcado, el sexismo, el pacto de la fraternidad, la devaluación de lo femenino y de las mujeres, el doble estándar de valoración según sexo-género. Un entramado cultural que se despliega natural e invisiblemente en la soledad que acompaña a las mujeres que son violentadas porque la feminidad es culpabilizada de incitar a la violencia, victimizando al victimario. La percepción del desamparo social y simbólico que acorrala entre el repudio y el suicidio.

El no haber decretado prisión preventiva para Martín Pradenas contrastaba con otros casos moralmente menos graves tales como, los presos de la revuelta del 18 de octubre o aquellos que infringen la cuarentena. El caso de Roberto Campos, detenido en octubre, con prisión preventiva, por participar en los destrozos de un torniquete en la estación San Joaquín, sirve de muestra, aunque posteriormente la medida fue cambiada por arresto domiciliario. Ante este mensaje inicial de impunidad en la valoración de la violencia contra las mujeres, las voces de protesta e indignación de la ciudadanía se dejaron sentir a pesar del confinamiento por la pandemia del COVID-19. Los balcones, ventanas y terrazas se prendieron para gritar en contra de la violencia sexual contra las mujeres.

Dos días después, el 24 de julio, la Corte de Apelaciones de Temuco revocó la decisión del juez de garantía sobre las medidas cautelares dictadas en contra de Martín Pradenas y ordenó su ingreso en prisión preventiva durante la etapa de investigación. Este hecho pone en evidencia que cuando la normativa vigente se interpreta conforme a los estándares de derechos humanos y desde un enfoque de género, se atienden los derechos de las mujeres y se dimensiona la gravedad de la violencia sexual. En un breve periodo, dos decisiones referidas a una misma causa adquieren un sentido diferente y demuestran que la violencia sexual contra las mujeres no puede ser juzgada como un delito contra la propiedad.

En Chile necesitamos una ley de violencia integral de género que garantice la protección de las víctimas y que sancione de manera efectiva a los agresores. La cultura y las leyes son dinámicas y deben responder a la convivencia social. La inquisición fue legal, la esclavitud, los derechos feudales, ¿por qué, entonces, no se modifican las leyes para proteger a las mujeres y respetar su condición humana? ¿Qué más tiene que pasar para ser escuchadas? ¿Cuántas más tienen que morir o ser maltratadas? La evidencia de las desigualdades y la inequidad de trato es vasta, las investigaciones son claras y la hegemonía ciega.

Este momento de crisis sanitaria y social que vivimos devela la capacidad de los poderes de Estado para modificar leyes. Es un imperativo avanzar en un cambio legal que propicie una apertura de conciencia apoyado en la convicción de que necesitamos un cambio cultural que erradique los estereotipos de género. Las leyes que nos rigen deberían contener el derecho internacional de los derechos humanos, el Estado nos tiene que garantizar el principio de no discriminación y debe formular políticas de igualdad que nos permita ejercer una ciudadanía activa y plena a la que tenemos derecho. Mientras haya violadores impunes las mujeres estaremos dispuestas a romper barreras.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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