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Ni una rifa más: la educación como un derecho Opinión

Ni una rifa más: la educación como un derecho

Rosa Gaete-Moscoso
Por : Rosa Gaete-Moscoso Directora de Carrera de Educación Básica Facultad de Educación - Universidad Alberto Hurtado
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La virtualización de la enseñanza ha planteado enormes desafíos, entre los cuales, la dimensión material ha dejado a la vista, una vez más, las inequidades de las y los estudiantes de nuestro país. Así como un grupo minoritario puede seguir sus clases a distancia, puede realizar sus trabajos y puede aprovechar, buenamente, sus condiciones para lograr avanzar en sus aprendizajes, otro grupo, ostensiblemente mayor, no tiene qué comer.

Como la canción de Schwenke y Nilo –“Con datos de la Unicef”–, se vuelve más dramática la diferencia entre los “siete niños que no tienen que comer” y aquellos que navegan en internet, consultan a sus padres cuando tienen dudas, escuchan a su profesora telemáticamente y ese largo etcétera que constituye la brecha educativa, símbolo indignante de la sociedad desigual en la que vivimos.

¿Y qué han hecho las escuelas y establecimientos educativos? En la desesperación han proliferado las rifas y tómbolas, campañas para recolectar aparatos tecnológicos y repararlos gracias al aporte de un apoderado o un vecino que ofrece su trabajo para tratar de acortar esa brecha. Y mientras se organizan las comunidades educativas para conseguir cómo entregar mejores oportunidades de aprendizaje a sus estudiantes, una parte de ellas se organiza para levantar una olla común o para comprar materiales “educativos” y de esparcimiento, como libros, lápices, hojas para pintar e instrumentos para hacer algo de música.

¿Por qué las comunidades educativas se ven obligadas a estas acciones? Pues las razones están a la vista. Al igual que en la salud, el Estado se ausenta y desentiende. Sus representantes solo levantaron la voz para anunciar el imponderable del regreso presencial a clases, desoyendo las cifras alarmantes de aumento de contagio que ya se presagiaban en el mes de marzo. Y a pesar de todo lo aprendido durante el año pasado, no se preparó un escenario de virtualización, aunque era evidente que este tendría lugar nuevamente.

Durante todo el año 2020 se trabajó a pulso. Se inventaron maneras de llegar a todos los niños y las niñas. Los casos abundan en las redes sociales de docentes que usaron todos los medios posibles para otorgar alternativas, por muy mínimas que fueran, para que sus estudiantes avanzaran en sus aprendizajes escolares. También ya se veía cómo esos docentes, junto a directivos y apoderados, construían una red de apoyo basada, únicamente, en sus precarias posibilidades. Todo eso fue aprendizaje.

Sin embargo, ese aprendizaje parece no haber redituado en nada en la política pública que debiese estar ocupada de estos temas. Si hubiera una concepción educativa basada en el derecho, individuos y colectivos no debiesen verse forzados a recolectar dinero, alimentos e insumos, porque toda esa base debiese estar proporcionada por el Estado.

No queremos ni una rifa más. El drama que está detrás de cada rifa es sinónimo de desamparo. Algunos dirán que es proactividad, autonomía o autogestión. Yo me pregunto si los enfermos y sus familias que se denigran para pagar sus tratamientos estarían de acuerdo en llamar tan lindamente esa acción que te lleva a depender de ti y de tu entorno inmediato, fragilizando, con cada respiro, nuestro ya magro contrato social y la precaria adhesión entre quienes somos parte de un mismo país.

No, no queremos ni una rifa más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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