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Sobre subsidios y retiros previsionales, ¿quién pagará?: Moya Opinión

Sobre subsidios y retiros previsionales, ¿quién pagará?: Moya

Nelson Soza Montiel
Por : Nelson Soza Montiel Periodista y Magister en Economía
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Más allá del realismo mágico en el que deambulan muchos parlamentarios y gran parte de quienes creen que el financiamiento de las enormes presiones de gasto fiscal que se nos vienen provendrá de un maná financiero, solo hay dos vías probables de atender todos estos gastos: elevar a no menos de diez puntos porcentuales el aporte previsional de cada trabajador y subir las tasas de impuestos a la renta de los asalariados (Segunda Categoría).


Una conocida calificó hace unos días en redes sociales como “pelotudeces” las advertencias de diversos economistas sobre un sobrecalentamiento económico provocado por unos elevados niveles de consumo alimentados por los retiros de las AFP y los subsidios monetarios frente a una oferta de bienes y servicios considerablemente menor. Los estudios doctorales de esta conocida al parecer no le impidieron soslayar la clase número uno de economía: si tienes un nivel de producción insuficiente para atender la demanda, tarde o temprano habrá más inflación y caída del ingreso.

Bueno: la ignorancia de muchas personas que (suponemos) toman decisiones racionales es lo que más hemos visto en estos últimos dieciocho meses. Quizás no sería tan mala si ella quedase recluida al ámbito de las opciones que cada cual toma en su propio ámbito. Pero la masividad de esta ausencia casi total de lógica, irradiada y masificada por las redes sociales, se ha convertido en una segunda pandemia que alcanzó a nuestra “ilustrada” clase política, a los parlamentarios, a los medios de comunicación y a no pocos representantes de organizaciones ciudadanas.

La (i)rracionalidad del consumo

Cada cual ha aportado un pequeño eslabón a una larga cadena de expectativas tan irracionales como irresponsables con el futuro inmediato y mediato de nuestro país.

Tomemos dos ejemplos:

Los retiros del diez por ciento de los fondos previsionales han minado el exiguo remanente de que dispondrá al menos la mitad de la población al término de su vida laboral, convencida de que Moya aportará el saldo requerido para alcanzar una pensión básica solidaria, o algo más. Porque los seis puntos porcentuales que serían abonados a cada cuenta individual no elevarán de manera significativa las pensiones actuales. Sucede que la venta de más de 20 mil millones de dólares asociados a estos retiros ha desvalorizado los fondos restantes: en los últimos doce meses a julio pasado la rentabilidad de estos cayó en casi un 15 por ciento, y la mayor parte de esta pérdida es atribuida a la variación negativa de acciones y otros títulos nacionales –en buena parte provocada por la venta precipitada de estos activos–. Es seguro que un cuarto retiro agravará esta depreciación.

Ejemplo dos: dueños de camiones y de taxis colectivos y muchos automovilistas (y en las últimas semanas también algunos parlamentaros) han empujado la exigencia de una rebaja sustantiva del impuesto específico a los combustibles. Esto, en los mismos meses en que las ventas de autos nuevos y usados han registrado récords históricos. Y cuando ya no es inusual ver en muchas comunas de ingresos medios no ya dos sino tres vehículos en los estacionamientos caseros. La ecuación es sencilla: rebaje los impuestos específicos y las cifras de autos circulando por nuestras atestadas calles se dispararán todavía más. Es un círculo perverso perfecto montado a contrapelo de la contaminación del aire, los atochamientos y la neurosis de los conductores.

Los retiros de los ahorros previsionales han demostrado una vez más que ni las expectativas ni el consumo se comportan de forma racional. Aquellos pocos que, en vez comprar un auto orientaron esos recursos a comprar una segunda vivienda, han presionado al alza los precios de los materiales de construcción, generando una espiral especulativa que va desde las empresas inmobiliarias a toda la cadena de proveedores de materiales de construcción. Pudiendo aguardar a que amainase el festival consumista, han contribuido a elevar los precios y por esa vía dándose con su módico aporte a elevar las presiones inflacionarias.

Se ha consolidado en nuestra sociedad la convicción de que el Estado tiene recursos prácticamente ilimitados para cubrir todas las necesidades causadas por la pandemia. A pocos meses de las elecciones, la fanfarria populista cruza trasversalmente al Congreso. Mientras la deuda pública aumentó en casi 29% entre el primer trimestre de 2020 y el segundo de 2021, los parlamentarios cruzan apuestas a quién da más gasto fiscal para seguir con subsidios que a estas alturas no es claro que estén llegando solo a las familias más necesitadas.

Pero la cuestión de fondo es quiénes y cómo cubrirán los gastos que pospandemia deberemos enfrentar si se quiere atender las demandas en materia de un nuevo sistema de salud, de un déficit habitacional que ya se empina por las 800 mil viviendas, de una cobertura educacional ampliada, de la provisión de agua para vastos sectores rurales hoy desprovistos de este derecho, o de nuevos sistemas de riego para el campesinado. Todo eso sin considerar el ajuste del cinturón presupuestario destinado a reducir el endeudamiento público ocurrido estos dos últimos años –un infaltable parámetro con que es medida la salud financiera de los países–.

Es también evidente que a muchas de las cinco millones de personas cuyos saldos previsionales quedaron en cero tras el tercer retiro, deberá ser el Estado quien les cubra lo necesario para jubilarse siquiera con una pensión básica. Ni hablar de que el promedio de las pensiones mejorará sustantivamente con un aporte previsional de seis puntos porcentuales adicionales –sobre todo si solo una parte de este se destina a financiar un pilar solidario–.

¿Cómo se financiará la agenda social? 

Un factor central en la lógica del financiamiento a las reformas que deriven en una sociedad más equitativa será el factor de solidaridad implícito en su financiamiento. Por ejemplo, mientras la mayoría de las propuestas en materia de pensiones apunta a engrosar el aporte al pilar solidario, las encuestas han revelado que al menos dos de cada tres trabajadores activos no están dispuestos a que siquiera la mitad del mayor aporte previsional vaya a un fondo de reparto o solidario. Lo cual habla muy mal de quienes ya hicieron dos o más retiros de su diez por ciento y al mismo tiempo esperan que sea el Estado –o sea, todos– el que les resarza el dinero con el que compraron otra vivienda o renovaron su auto.

El ”paga Moya” es un chilenismo asociado a la convicción –muy arraigada en vastos sectores– de nuestra sociedad. Es una suerte de aforismo que sugiere que nadie paga los errores, omisiones o inacciones cometidos por la política pública a lo largo de nuestra zarandeada historia. Pero sabremos también que detrás del “paga Moya” aflora, resignada, la conclusión de que será el Estado el que termine pagando.

Más allá del realismo mágico en el que deambulan muchos parlamentarios y gran parte de quienes creen que el financiamiento de las enormes presiones de gasto fiscal que se nos vienen provendrá de un maná financiero, solo hay dos vías probables de atender todos estos gastos: elevar a no menos de diez puntos porcentuales el aporte previsional de cada trabajador y subir las tasas de impuestos a la renta de los asalariados (Segunda Categoría). Incluyendo a una parte de quienes hoy están exentos. Lo del “impuesto a los ricos” suena bien a los oídos de quienes quieren (u ofrecen) pan y circo, pero tiene un efecto recaudador muy reducido (por la cantidad de personas que quedarían afectas a esta tasa) y además temporalmente limitado. No está de más recordar que quienes perciben ingresos por sobre los $16 millones mensuales (afectos a la mayor tasa de impuesto a la renta) suman 3.700 contribuyentes y aportan el 38 por ciento de lo que se recauda por esta vía.

Dado el bajo nivel de ingresos de la mayor parte de la población, solo uno de cada cinco trabajadores asalariados paga el impuesto a la renta de Segunda Categoría.

Toda persona que gana hasta 710 mil pesos mensuales (después de restar sus propias contribuciones previsionales) está exenta, y el segundo tramo (710 mil a 1.57 millones)  tributa una tasa media de 2.2% (la tasa para ese tramo es de un 4%, pero tras aplicar la tasa correspondiente es posible deducir un monto fijo de $28 mil pesos al mes). Este segmento representa un 10% del total de contribuyentes y aportó alrededor de $ 70 mil millones en 2020.  

Estudios de la OCDE han revelado que la recaudación por concepto del impuesto a la renta aporta, en el caso chileno, 1,4 puntos del PIB contra 8.1 puntos en la OCDE. Una muestra más representativa, que incluye la carta tributaria total de los trabajadores chilenos (impuesto a la renta y aporte previsional), es aún más decidora:

  • Las contribuciones a la seguridad social de los trabajadores representan la totalidad de la contribución fiscal en el nivel de ingresos promedio, mientras que en la OCDE alcanza al 24% promedio.
  • En 2019, un trabajador soltero solo comenzó a pagar el impuesto a la renta personal cuando ganaba 1,01 veces el salario medio. Tratándose de un trabajador medio casado con dos hijos, su aporte tributario fue en 2019 de un 7%, contra un 26,4% promedio de la OCDE. Esto explica que Chile figurase con el aporte tributario para las rentas del trabajo más bajo de los 36 países que conforman la OCDE.

Un artículo publicado en 2021 por Adolfo Fuentes y Rodrigo Vergara [1], comparando la estructura tributaria de los impuestos a la renta en Chile con los de España, Nueva Zelanda, Australia y Noruega (el primero, por cuestiones de afinidad cultural, los otros dos por tener una canasta exportadora similar a la nuestra, y el último, por representar un paradigma del Estado de Bienestar con alto gasto social), concluyó que en todos ellos “se empieza a pagar impuesto a la renta con ingresos relativamente bajos y las tasas de impuesto suben mucho más rápido que en Chile. Por ejemplo, si consideramos las escalas a tipo de cambio nominal, una persona que en Chile tenía un ingreso imponible de $2 millones al mes pagaba una tasa media de 3,9% en 2017. Sin embargo, utilizando el mismo ingreso, si se usara la escala de impuestos de esos países, pagaría entre 13,2% y 18,9 por ciento”.

Tres cosas afloran más o menos nítidas de esas y otras cifras que debieran considerar quienes siguen aguardando el “maná” que financie la agenda social de Chile: 1) las tasas del impuesto a la renta deberán tarde o temprano ajustarse al alza (incluyendo un acortamiento del tramo exento y reduciendo tal vez a la mitad los ocho existentes); 2) el aporte previsional requerido para elevar las pensiones “no da el ancho” si se queda en los seis puntos porcentuales adicionales, y 3) la carga tributaria a la renta se concentra en un grupo pequeño de asalariados.

Otro trabajo de académicos criollos ha aventurado que si recaudásemos acá en impuesto a la renta lo mismo que la mediana de la OCDE, podríamos obtener 5,4 puntos del PIB adicionales (unos US$ 16 mil millones). Una fracción de ello bastaría para financiar la agenda social.

La decisión de acortar el tramo de ingresos exento de tributar renta o de reducir las “cantidades a rebajar” para cada tramo y las distintas tasas que gravan a las rentas más altas, está más fundada en justificaciones políticas que en razonamientos técnicos. Pero no veo a muchos parlamentarios (no, al menos, del actual Congreso) dispuestos a impulsar unas correcciones tan políticamente incorrectas. Sobre todo, si las elecciones están a la vuelta de la esquina.

Algunos bien pensados arguyen que, por último, el pago del impuesto a la renta en los tramos exentos podría inculcar una mayor conciencia sobre su rol efectivo como contribuyente en la sociedad. Algo así como una solidaridad 2.0, que traspase la generosidad desde sus aportes a las ollas comunes a la eliminación de los campamentos. Eso, claro, con unas viviendas sociales que no deban ser devueltas al Serviu tras sus primeras lluvias.

 

 [1] Impuestos a la Renta de Personas en Chile: simulaciones siguiendo esquemas de otros países OCDE, Centro de Estudios Públicos, 2021.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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