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El candidato del miedo Opinión

El candidato del miedo


Hay una delgada línea que separa a un líder político –quizá valga también para otros líderes– de ser olvidado o simplemente ignorado, con ser recordado in extenso. ¿Quién recuerda hoy, siquiera los historiadores, las posturas de los candidatos presidenciales que disputaron la elección de 1886 que ganó Balmaceda? A Balmaceda lo recordamos como un héroe trágico, un Presidente que chocó contra las prácticas parlamentarias de la época, sin contar con un apoyo mayoritario en el Congreso.

Más de un siglo después, nos encontramos frente a una elección de la cual nos podríamos preguntar algo similar: ¿la ciudadanía, el país, va a permitir que el candidato de la extrema derecha cruce esa línea y se convierta en una persona recordada en nuestra historia?

Sentado frente al diario, a las noticias, mirando Twitter, me distraigo pensando en el votante de este candidato. A algunos no los cuestiono, mal que mal lleva años prometiéndoles mejoras y ampliaciones de derechos. Es sin duda el candidato que mejor le habla a su electorado, el que tiene el discurso más certeramente dirigido. A las personas que no entiendo son otras. Esas personas que han desarrollado sus vidas en democracia, que quizá vivieron los últimos años de la dictadura, a las más educadas del país, que estudian en colegios bilingües, que pueden viajar y volver alabando el modelo europeo o el estadounidense. A las que no comprendo son a las personas que se dejan seducir por el miedo.

Entiendo, sin embargo, el miedo a perder privilegios, tanto como entiendo algunos miedos atávicos de los cuales nos cuesta desprendernos. Pienso también que con privilegio, seguridad y espacios de poder incuestionados, debe ser muy cómodo transcurrir la existencia. Incluso entiendo la necesidad de no alterar sus estructuras sociales, las obsesiones de clase, esos comportamientos pueriles en que a veces incurren.

Y es que pienso en sus obsesiones, esos caballitos de batalla que les quitan el sueño. Esta semana conocimos que dos parlamentarios dieron cátedra de cómo se comportan cuando administran poder en un sistema que defiende valores con los que no comulgan, requiriendo de universidades del Estado que informen sobre los nombres de los académicos que imparten clases o realizan actividades sobre temas que no comprenden y a los que, por lo tanto, les temen. Estos miedos hablan más de ellos que de nuestra institucionalidad.

Votar estas posturas no los salvará de la causa del miedo, porque no la suprime, solo la esconde, la empuja a espacios de marginalidad.

De las cosas que más me confunden de este tipo de elector es su miopía, ignorancia o derechamente desinterés de lo que para parte importante de la población significa que las posturas “valóricas” del candidato se instalen en la agenda pública y luego se conviertan en políticas estatales, implementadas con recursos públicos y con horas de trabajo de funcionarios, y que permitan al Estado actuar utilizando el miedo, la arbitrariedad o la ilegalidad.

Miedo a qué, se podrá preguntar alguien. Miedo a perder los valiosos pero aún insuficientes espacios de representación política y seguridad que esta sociedad nos ofrece o, más bien, que ha debido ser obtenida a tirones. Miedo a ser atacados en las calles (cosa que ya sucede, pero que aún no es reconocida como una prerrogativa privada o pública, ni cuenta con la bendición del Presidente). Miedo a ser discriminados en los espacios que habitamos (o sea, todos), por nuestra orientación sexual, nuestra identidad de género, por declararnos feministas, por creer en la igualdad de género, por querer regular nuestro patrimonio común o proteger a los miembros de nuestras familias. Miedo a ocupar un espacio académico que trate temas que algunos diputados no comprendan.

Me pregunto cómo es la vida familiar o social más intima y transparente de estas personas. ¿Acaso no tienen amigos, hijos, sobrinos, nietos, hermanas y hermanos que se declaren feministas? ¿Cómo pueden mirarlos a los ojos con tranquilidad, profesarles amor, respeto y empatía mientras permiten que un grupúsculo de chambelanes y monaguillos les digan qué pensar, a quién amar, cómo vestirse o qué pensar? ¿Podrán protegerlos luego de lo que con sus votos desatarán sobre sus vidas?

Ojalá quienes lean esta columna me tachen de exagerado, histérico, incluso de hipocondriaco. No es sensato conversar de las elecciones y escuchar tristes comentarios de personas que consideran salir del país por temor a su integridad física o la posibilidad de desarrollar sus proyectos de vida en armonía. Es miedo, opera como motor del voto y que luego da cuenta de los más tristes momentos de la historia humana.

La democracia solo opera cuando los valores y prácticas que la mueven son concordantes con un Estado de Derecho y la protección de los derechos fundamentales. Dejémonos de esta pantomima, para lograr que el candidato del miedo no sea más que un susurro de quienes creen que creando miedo podemos vivir mejor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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