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Cavar su propia tumba o la derecha poselecciones

Daniel González Erices
Por : Daniel González Erices Facultad de Artes Liberales Universidad Adolfo Ibáñez
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Los deudos de la serie de Netflix House of Cards quizá concordarán en el asombro y la decepción que aún causan tanto su meteórico auge como su estrepitosa caída. La aplaudida versión estadounidense de la homónima producción de la BBC, televisada por esta última a principios de los 90 y basada en la novela de Michael Dobbs, tuvo un improvisado final que no hizo justicia a la calidad de sus cinco temporadas previas. El escándalo protagonizado por el hasta entonces unánimemente admirado Kevin Spacey, a la luz de una seguidilla de denuncias en las que fue sindicado como el victimario de más de una decena de abusos sexuales, obligó al área creativa de la plataforma a encontrar una salida razonable ante su irrevocable despido.

El timing no pudo ser peor en múltiples sentidos. El actor aprovechó estas circunstancias para hacer pública su orientación sexual, lo que, en el marco de las acusaciones, en realidad terminó siendo un flaco favor para la causa. Asimismo, la controversia no pudo ocurrir en un peor momento para fines del material narrativo: la serie se aproximaba de lleno, por fin, a explorar el insaciable deseo de poder en el núcleo de la antagónica relación matrimonial entre Claire, interpretada de forma magistral por Robin Wright, y el maquiavélico Frank Underwood, encarnado por Spacey. El futuro de ambos a la cabeza de la Casa Blanca se volvía incierto, oponiendo los intereses individuales de la primera dama con los del presidente. Con todo, los guionistas optaron por la vieja y poco arriesgada solución de aniquilar a Frank.     

Sin embargo, el clímax de la historia fue el final de la cuarta temporada, secuencia logradísima bajo toda consideración. En la escena, dos secuestradores que se hacen identificar como miembros de ICO, una organización terrorista islámica, decapitan finalmente a James Miller, ciudadano estadounidense y padre de la familia capturada por los asesinos. Estos han decidido degollarlo en respuesta a la negativa del gobierno norteamericano por liberar al líder del grupo extremista. En una sala privada, Frank, Claire y otros altos personeros observan en directo el video en que se transmite el homicidio. Todos apartan su vista de las imágenes, menos Frank y Claire. Para ellos, todo ha salido de acuerdo con su plan. Los espectadores lo saben. Horas antes, en una de las habitaciones principales de su residencia en la Casa Blanca, la pareja conversaba sobre cómo asegurar su permanencia en el poder de cara a una posible investigación que los pondría en el ojo del huracán. La luz tenue, los colores fríos, la cámara levemente fuera de foco posada en la argolla matrimonial, sus calmados tonos de voz, son todos detalles que apuntan a generar la atmósfera para un diálogo de antología: “Crearemos caos”, dice Frank. “Más que caos”, contesta Claire, “miedo”. Sin quererlo, daban así principio a su propio fin.

Ya antes de su nombramiento oficial, fue conocida la decisión del Presidente electo, Gabriel Boric, por designar como ministro de Hacienda a Mario Marcel, actual presidente del Banco Central. Si bien la prudencia sugiere que una golondrina no hace verano, podría entenderse como un síntoma saludable en torno al Gobierno entrante, aunque sea en relación con un fenómeno en específico. Quien asumirá como nuevo responsable de la cartera no ha sido la figura radical de izquierda que algunos ya profetizaban. Se trata de un reconocido economista a quien el Gobierno de Sebastián Piñera confió la dirección de la autoridad monetaria, ratificándolo en su cargo en octubre de 2021. 

Porque la memoria es frágil, es preciso recordar que, hace apenas un par de meses, la coalición liderada por José Antonio Kast y el Partido Republicano aseguraba en plena campaña presidencial que los chilenos nos jugábamos la posibilidad de convertirnos en una sucursal de Nicolás Maduro. El paso del tiempo ha confirmado, de este modo, cuán nefasta fue la campaña del terror y el ahínco por crear una sensación de miedo constante en la población con miras a ganar las elecciones. No obstante, como alguien concluía acertadamente en las redes sociales, el rechazo al fascismo fue mayor que el miedo al comunismo. Y en este último proceso electoral, Chile corrió un riesgo gratuito catalizado por los partidos que comulgaban con el candidato perdedor. Lo que la derecha debiese comprender a estas alturas es que su desacertada inclinación al extremo ha sido lo que ha puesto en jaque su futuro –esto, teniendo en cuenta la forma en que continúa dilapidando sin piedad el poco capital político efectivo y no simbólico que le queda, buscando entre sus filas nuevas caras como el ciego que anda a tientas en la oscuridad. 

House of Cards es una fábula moralizante desde varios puntos de vista. Como ficción y como realidad, sin siquiera haberlo imaginado en el peor de sus sueños o en la mejor de sus pesadillas, sus creadores jamás pensaron que el ascenso y desplome de Frank Underwood sería el mismo de Kevin Spacey. Pero uno y otro están unidos por un elemento en común: la ambición mezquina, aquella a la que Tomás de Aquino definía como un “deseo de honor inmoderado o desordenado” y que Maquiavelo creía como “una pasión tan poderosa que nunca podría ser satisfecha”. La misma que, en definitiva, induciría a alguien a crear miedo para alcanzar sus objetivos de la manera menos noble. Esta es la profecía a la que debieran prestar atención los simpatizantes del (ahora casi irrelevante) Partido Republicano.       

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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