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Las derechas y la irrupción del pueblo (I) Opinión

Las derechas y la irrupción del pueblo (I)

Javier Molina Johannes
Por : Javier Molina Johannes Investigador. Doctorando en Estudios Latinoamericanos
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Chile, octubre 2019. Irrumpen multitudes, distintas ciudades del país estallan. Se juntan gritos, pancartas, corporalidades, performances, deseos, sueños: se produce imaginación colectiva. Ciertas voces se escuchan a lo lejos: ha llegado un enemigo gigantesco, vienen los extraterrestres, el fantasma que recorría Europa hace un siglo y medio, un poder extranjero. En fin, un país ejemplar, fuera de serie, un oasis, está siendo atacado. Ese terruño que decían se codeaba más con los países primermundistas que con sus propios vecinos, ese, Chile, retorna [sic] a Latinoamérica.

Se reacomoda la geopolítica, como si hubiese habido un enorme terremoto que nos trajera de vuelta a nuestro barrio. Estábamos viviendo una ilusión, algo así como un milagro de pujanza económica que nos permitía compararnos con Finlandia, Australia, Suecia, un grupo privilegiado de Estados saqueadores. Ese Primer Mundo al cual todo buen ciudadano aspira. Mientras, en nuestro barrio la inestabilidad económico-política hacía de las suyas, exponía olas de corrupción, peleas de poca monta y disputas por el ejercicio del poder polarizadas. 

Chile, en tanto, parecía que había logrado cierta estabilidad –una transición permanente– entre Bachelet y Piñera (x2), habíamos superado la crisis asiática años atrás, no caíamos en los tintes populistas –tan mal vistos por amplios sectores– y así otros tantos privilegios de vivir en este lado de la cordillera. O al menos eso alardeaban los grandes expertos, esos serios economistas que salen en la televisión y, luego, buscan ser candidatos presidenciables. Gente así, de bien, con corbata, gobernó bastante tiempo hasta que llegó. Sí, venía del más allá: irrumpió el pueblo. O eso también nos dijeron.

Lamentablemente, para las derechas, llegó el pueblo. Y sí, porque ahora volvíamos a convertirnos en un país bananero –y no por aquel papelito de los mineros que mostraba Piñera–, sino por la expresión masiva de las masas en las calles. Así, un país relativamente silencioso –silenciado– se expresaba, algo quería decir, y era tanta energía expresiva que parecía una algarabía, devino grito. Un álgido momento de pensamiento popular colectivo, una asamblea permanente. Los cerros llenaron el plan, las periferias al centro y, así, las distintas ciudades se inundaron por ese río que se reencauzaba. Mientras la oligarquía gobernante desesperada. Una fiesta, un caos: la catástrofe.

Por su parte, la intelectualidad orgánica de los distintos sectores nos dijo “retorna el pueblo”, “irrumpe un nuevo sujeto”, “Chile despertó” y un larguísimo etcétera para tratar de asir esa potencia popular. Parece que tras la derrota electoral del plebiscito de salida, muchos y muchas han olvidado este acontecimiento. Está aún abierto, y la disputa sigue.

Ahora bien, las derechas se rearticularon rápidamente sobre el discurso hegemónico que vienen promoviendo hace décadas: optando, principalmente, por la demonización del pueblo. Sin embargo, algunos sectores al interior disputaron –y siguen haciéndolo– esta interpretación. Lo veremos más adelante. Por ahora, cabe enfatizar que esta criminalización del movimiento social, y de las luchas políticas en general, se plasmó, al menos, ya en 1984 con la promulgación de la Ley Antiterrorista, con Guzmán a la cabeza. Imponer la noción de terrorista, que hasta el día de hoy, con retoques más, retoques menos, sigue vigente. 

En este sentido, estas técnicas usadas en dictadura se mantienen, lo que problematiza al conjunto del sistema político-jurídico actual. Quizás por eso, todavía hoy, algunos ultraderechistas “republicanos” pueden celebrar con descaro tras quitarle el presupuesto al Museo de la Memoria, al Instituto Nacional de Derechos Humanos y a distintas instituciones y organizaciones implicadas en su defensa. Siguen viéndolos como humanoides [sic] y la “supuesta búsqueda”, como la denominó uno de sus diputados, sería innecesaria. Incluso, dicen que llamaría a la división. Parece que se olvidan –y disfrutan haciéndolo– quiénes son los victimarios de los(as) detenidos(as) desaparecidos(as). Por eso, Walter Benjamin decía que cuando el fascismo triunfa, ni los muertos pueden descansar.

Por su lado, desarrollando otra línea, uno de los hermanos de aquel fervoroso republicano que celebra quitándoles el presupuesto a estas entidades, desde la Fundación para el Progreso, ataca la noción de populismo, tachándola como dañina para la sociedad chilena. Así, tal cual, repitiéndolo hace años. Una radicalización contra el pueblo –que no ha sido la única interpretación de las derechas– y lo popular, en general. Cualquier deriva que se le acerque nos situaría, nuevamente, en Latinoamérica –¡cuánto desprestigio!–. 

Así y todo, esta comprensión de las masas como peligrosas, salvajes, inconscientes, etcétera, está bastante difundida. Ha tenido muy buena publicidad en los medios tradicionales –tradicionalistas–, por lo menos, durante todo el siglo XX y lo que va del XXI. De hecho, ha coaptado a amplios sectores, como cuando ciertas izquierdas denostaron, desde una posición moralista, a los sectores populares que votaron Rechazo –sin problematizar las condiciones materiales de cada situación–. Esto, tendría bastante en común con esa demonización del pueblo.

Por eso, la pretensión de la ultraderecha de borrar nuestra escasa memoria es una táctica que tiene en el horizonte destruir la comunidad política, descomponer la democracia. Y cabe destacar que se están aprovechando de la situación, porque el campo está abierto. Hay un poder destituyente generalizado, que se presenta a veces como incoherencia, pero que de ella tiene poquísimo.

Recordemos, la servidumbre voluntaria no existe. Hay mecanismos infinitesimales que pueden hacernos ver como que deseamos la servidumbre, pero no. El problema son los marcos interpretativos, los que han sido precarizados. Por ello, presentamos brevemente uno de los elementos que promueve el negacionismo: destruir la democracia, rechazar al pueblo, criminalizar a la población. Esta tríada es una de las claves en el horizonte de la ultraderecha tanto chilena como transnacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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