La comediante Pamela Leiva se subió al escenario de la Quinta Vergara precedida de un show de dimes y diretes, colegas que se bajaban y otros que se subían. Leiva no les dio en el gusto a quienes esperaban ver en acción al público.
Al contrario, su rostro conocido, su lenguaje coloquial y repleto de chilenismos que a veces inundan sus relatos, ofrecieron un espectáculo simpático, desinhibido y con mucho efecto para lograr el agrado de ese llamado “monstruo de la Quinta” que no es más que un grupo de sujetos que a veces ríen, se enojan por quién sabe qué razón en específico, o simplemente se compadecen.
Por lo general, cuando no está con sed de sangre, el festival televisivo trata de agarrarse de la compasión para ganar aplausos o para sumar más. Y ya que a Leiva le fue bien, había que sumar otro elemento para que todo fuera totalmente televisable: su sacrificio, su pasado, su sueño de estar en Viña del Mar. El sufrimiento casi como algo fundamental para legitimar la presencia en el show nacional por excelencia.
Todo merece ser fundamentado; toda decisión editorial necesita tener algo que escape de la frivolidad. Si la comediante habla una hora de sus relaciones sexuales, luego, hacia el final, tiene que justificar lo anteriormente dicho con su procedencia, sus dificultades, las vallas que tuvo en el camino.
La clásica Gala fue eso también. En un ambiente enrarecido en que ya no estamos sumergidos en la rabia parlanchina del Estallido, sino en una especie de enojada calma post plebiscito, junto a una incredulidad o desinterés por el nuevo proceso constituyente, la ceremonia que da inicio a la semana festivalera trató de surfear este desconcertante lugar de la historia patria creando una “frivolidad responsable”. Por eso es que los participantes de la alfombra roja se pasearon por ella como sin culpa.
En el humor no fue sólo Pamela quien debió ser parte del carnaval de la condescendencia. El reemplazo de Yerko Puchento, Diego Urrutia, fue presentado en la Quinta Vergara como si fuera alguien incapaz de hacer su trabajo. El animador, Martín Carcamo, pedía por favor que se lo recibiera bien, poniendo por encima de su carrera de comediante la “valentía” por haber llegado a ese lugar en una semana.
Más que un show de comedia, parecía un espectáculo de superación. Sacar la lágrima o la frase emocionada es un deporte nacional de años, una manera de darle sentido a la relación con el otro. Mientras más ha sacrificado, más derecho tiene a triunfar.
¿Necesita el Festival eso para crear un relato? Claro que sí. Mientras más historias se juntan en torno al certamen y su importancia, más significado va cobrando este. Sin embargo, el exceso de justificación de toda acción, a la larga, termina matando la necesaria inutilidad del espectáculo. La necesaria frivolidad a secas.