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No toda crisis es un golpe de Estado Opinión BBC

No toda crisis es un golpe de Estado

Marcela Ríos Tobar
Por : Marcela Ríos Tobar Socióloga, politóloga, ex ministra de Justicia.
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Concordar sobre el uso de conceptos no es un ejercicio meramente académico o intelectual. Se trata de un esfuerzo político y, sobre todo, ético y estratégico, especialmente en un país que vivió uno de los golpes de Estado más brutales del siglo XX y cuya experiencia histórica se ha transformado en ejemplo mundial icónico de lo que significa el derrocamiento ilegal de un gobierno. Entender, por tanto, cómo y por qué se produce este resultado, es el primer paso para prevenir su repetición, proteger las instituciones y enfrentar tempranamente crisis que socavan los cimientos de la legitimidad y funcionamiento democrático.


En semanas recientes, exautoridades han planteado que la crisis social y política que tuvo lugar en Chile en 2019 constituyó un “golpe de Estado no tradicional”. Un giro argumentativo riesgoso, si se quiere contribuir a cuidar y fortalecer las democracias en una coyuntura mundial en la que enfrentan nuevas amenazas y un franco retroceso. Prevenir el deterioro de las democracias y, por supuesto, el derrocamiento de gobiernos legítimos, requiere una comprensión acabada de las distintas y reales amenazas que se enfrentan en los distintos países, así como los factores y actores detrás de intentos desestabilizadores o sediciosos.

Solo un entendimiento profundo de esos factores permite identificar mecanismos eficaces para enfrentarlos. Por lo mismo, mezclar todo tipo de crisis política, incluyendo fenómenos de protesta social, con un golpe de Estado, fenómenos con propósitos, tácticas y consecuencias distintas, en nada contribuye hacia dichos objetivos.

Concordar sobre el uso de conceptos no es un ejercicio meramente académico o intelectual. Se trata de un esfuerzo político y, sobre todo, ético y estratégico, especialmente en un país que vivió uno de los golpes de Estado más brutales del siglo XX y cuya experiencia histórica se ha transformado en ejemplo mundial icónico de lo que significa el derrocamiento ilegal de un gobierno. Entender, por tanto, cómo y por qué se produce este resultado, es el primer paso para prevenir su repetición, proteger las instituciones y enfrentar tempranamente crisis que socavan los cimientos de la legitimidad y funcionamiento democrático.

Parte de la confusión puede estar radicada en quién y cómo define fenómenos complejos y multicausales como los golpes de Estado. En redes sociales se ha recurrido preferentemente a definiciones meramente formales de uso común, como la que entrega la RAE, que define un golpe de Estado como la “usurpación violenta del gobierno de un país”.

Sin embargo, una definición conceptualmente acertada no puede ser solo semántica, sino que debe entregar una explicación del proceso y sus variables constitutivas, a fin de diferenciar un proceso o resultado político de otro. No se trata de la afinidad que tengamos con las causas o protagonistas en una determinada coyuntura de crisis, ni tampoco solo de los niveles de intensidad de la disrupción del orden establecido.

Una revisión de fuentes académicas entrega una conceptualización más precisa de lo que se entiende por un golpe de Estado. Así, por ejemplo, el Diccionario de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de Oxford (2018), define un golpe de Estado (coup d´ état) como “el derrocamiento repentino, ilegal por la fuerza de un gobierno, usualmente por los militares o parte de ellos”.

Por su parte, los académicos Leiv Marsteintredet y Andrés Malamud, en un artículo dedicado específicamente al uso indiscriminado del concepto, agregan a esa definición una condición adicional necesaria para identificar la existencia de un golpe de Estado. Se trata de identificar quiénes son los actores intervinientes o impulsores de un “derrocamiento ilegal de un gobierno”. Para estos autores, un golpe de Estado se produce no solo cuando un gobierno es derrocado, sino cuando quienes impulsan dicha usurpación son “otros actores estatales”, militares o civiles.

A su vez, Franz Xavier Barrios-Suvelza analiza la forma en cómo el concepto de golpe de Estado se ha venido desvirtuando. Desde un enfoque de teoría legal y la ciencia política, plantea que el consenso académico ha permitido restringir la definición a partir de tres variables básicas e imprescindibles que deben estar presentes para que un proceso político sea entendido como tal. Ellas son el objetivo del accionar político (derrocar un gobierno), quiénes son los perpetradores de la acción (actores estatales, ya sea militares o civiles) y las tácticas utilizadas para impulsarlo (a través del uso de la violencia y fuera de la ley). Esta definición permite descartar una serie de eventos que, aunque graves, no constituyen golpes de Estado, porque no contienen estas condiciones básicas.

El debate sobre qué es un golpe no es reciente ni se circunscribe a Chile. Por el contrario, cuándo el derrocamiento de un gobierno puede definirse como golpe de Estado es una preocupación académica y política de larga data. Recordemos los debates respecto del impeachment de Dilma Rousseff en Brasil en 2016 o la forzada renuncia y exilio de Evo Morales en 2019. Es ciertamente común que el derrocamiento de un gobierno se explique políticamente como golpe de Estado. Sin embargo, es mucho menos habitual que una crisis social (y/o política) que no tiene como consecuencia una interrupción o derrocamiento de un gobierno, es decir, el término anticipado de un mandato presidencial o la interrupción del Estado de Derecho, incluyendo el funcionamiento de poderes clave como el Ejecutivo, Legislativo o Judicial, sea entendida y descrita como un “golpe de Estado”.

Convengamos entonces que un proceso político como el denominado estallido social, donde existieron tácticas de violencia fuera de la ley, junto con protesta masiva y pacífica, pero donde los protagonistas o instigadores no fueron agentes del Estado y, sobre todo, en el cual no se produjo el derrocamiento de un gobierno constitucional, jamás podría ser entendido bajo el concepto de golpe de Estado, incluso cuando ese concepto fuese estirado conceptualmente al máximo. Un golpe de Estado es, por el contrario, “el derrocamiento ilegal de un gobierno por otros actores estatales”, como señalan Marsteinstredet y Malamud.

Esto no invalida la discusión sobre los grados de violencia o las hipótesis sobre intenciones que pueden haber tenido algunas personas o grupos en el contexto de un proceso masivo de protesta. Desde la academia y la política es imprescindible seguir estudiando seriamente y debatiendo respecto de los factores que explican el estallido de 2019 en Chile. ¿Qué factores incidieron en que una protesta inicialmente de estudiantes secundarios en contra del aumento en el costo de transporte en la capital del país terminara generando una verdadera revuelta social, movilizaciones masivas y sostenidas desde distintos sectores sociales, en prácticamente todas las ciudades del país, detrás de un conjunto heterogéneo de demandas sociales y políticas?

Por cierto, se trata de movilizaciones que incluyeron además violencia extendida contra la propiedad pública y privada, así como la violación masiva de derechos humanos por parte de agentes del Estado, tal y como ha sido establecido por diversos informes de organismos de DD.HH. nacionales e internacionales y por los tribunales de justicia en diversas causas.

No cabe duda de que la revuelta social acaecida en Chile durante el 2019 tuvo manifestaciones importantes de violencia, pero no fue solo o mayoritariamente violenta: constituyó una explosión de malestar masivo y extendido cuyas causas deben ser entendidas, procesadas y enfrentadas por las instituciones del Estado y el sistema político. Entender las fuentes del malestar no significa legitimar la violencia, sino poder construir caminos para evitarla y enfrentarla en el presente y futuro.

Para bien y para mal, ese estallido de malestar dejó una huella profunda en términos políticos, sociales, económicos, urbanos, culturales y para los derechos humanos. Sin embargo, no podemos tergiversar sus consecuencias. El Presidente democráticamente electo terminó su mandato el 11 de marzo de 2022, tal y como establecía la Constitución. El Congreso nunca dejó de funcionar, como tampoco lo hicieron los otros poderes e instituciones del Estado. Ni las Fuerzas Armadas, ni el Poder Legislativo, ni ninguna otra institución o grupo al interior de las instituciones del Estado buscaron derrocar al gobierno.

Afortunadamente, hoy los golpes de Estado son mucho menos frecuentes en el mundo que en el siglo anterior, pero eso no significa que no sigan ocurriendo. Tanto en América Latina, pero sobre todo en el continente africano, hemos tenido dolorosos y recientes ejemplos de interrupciones repentinas, violentas e ilegales de gobiernos constitucionales. Evitar la usurpación violenta del poder por parte de civiles y/o militares, requiere que sigamos debatiendo respecto de las razones que facilitan y permiten los golpes de Estado, identificar quiénes y por qué razones participan, los impulsan y promueven.

Confundir los factores y actores que promueven y participan de protestas sociales, o diversos tipos de crisis políticas, no contribuye a fortalecer la resiliencia e impedir la destrucción de nuestras democracias. En medio de la conmemoración de los 50 años del golpe que derrocó ilegalmente a un gobierno democrático, nadie puede olvidar quiénes participaron, cuáles eran sus objetivos y, por supuesto, cuáles fueron sus trágicas consecuencias.

No toda crisis es un golpe de Estado.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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