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Advertencias de una “Edad Oscura” Opinión

Advertencias de una “Edad Oscura”

Jorge Insunza G
Por : Jorge Insunza G Abogado y exdiputado
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El malestar que rodea el proceso constitucional, el sentimiento ácrata o antipoder que expresa, es respecto de una política que se vuelve inútil, que es incapaz de construir acuerdos y procesar diferencias, vale decir, de resolver los asuntos públicos.


El discurso de Churchill del 18 de junio de 1940, tras la caída de Francia, se hizo famoso por el talante que exigía el momento. Su llamado a la resistencia de Gran Bretaña, ya solos frente a Alemania, sostuvo su decisión de no claudicar, de no rendirse. Sin embargo, hay un pasaje –algo enigmático– que retrata la profundidad de su visión y la fuente histórica de sus aprensiones. Hacia el final señalaba que “Hitler sabe que tendrá que derrotarnos en esta isla o perder la guerra. Si podemos hacerle frente, es posible que toda Europa sea libre y que la vida del mundo avance hacia amplios terrenos bañados por el sol. En cambio, si fallamos, todo el mundo, incluido Estados Unidos, incluido todo lo que hemos conocido y apreciado, se hundirá en el abismo de una nueva Edad Oscura, que parece más siniestra y tal vez más prolongada bajo las luces de la ciencia pervertida”.

Churchill aludía a los períodos que siguen a la caída de los imperios, al colapso de una civilización que eso constituye: la desintegración de las instituciones, la dispersión del poder en distintas modalidades de feudos, la disolución de la cultura vigente. La vieja Pax da paso a sucesivas crisis y la configuración de un nuevo orden puede demorar años o incluso varias décadas. Muchos imperios nunca se recuperaron o pasaron a tener una configuración completamente distinta. Churchill se refería a la Edad Media que sucedió al Imperio Romano de Occidente, pero los historiadores registran muchos períodos similares, en épocas muy distintas. Hay muchas “Edades Oscuras”.

En el caso de Churchill, él temía la disolución del Imperio Británico, pero también era una alerta sobre la amenaza del nazismo a la civilización de la Ilustración y a los valores liberales de la era moderna. No es casual que hablara así cuando era Francia la que caía. No era solo una expresión retórica: estaba asociada a la exaltación del nacionalismo y sus sentimientos; al populismo fundado en el resentimiento, el miedo y la agresión; a la instrumentalización de la técnica y la modernización articulada desde la tiranía. Churchill veía cómo esos rasgos cautivaban a sectores de la sociedad inglesa y muchos otros países. Como transmitía poder y eficacia, se estaban transformando en un peligroso patrón de éxito. Para Churchill, el nazismo era un proyecto antiliberal, que portaba su propio oscurantismo “bajo las luces de la ciencia pervertida”.

Más recientemente, a propósito del Brexit, el arqueólogo Ian Morris sostenía que hay ciertos patrones o recurrencias en las caídas de una civilización y su paso a una “Edad Oscura”. Los llamó los “Cinco Jinetes del Apocalipsis”: las migraciones masivas, a una escala que las sociedades no pueden controlar, generando inestabilidad y violencia; las pandemias, por pestes o mezclas de enfermedades, que el comercio o la migración extienden a grandes poblaciones; la contracción o el colapso del comercio, por las disputas de poder de los mercados o la imposibilidad de los Estados de otorgar seguridad a su funcionamiento; los cambios climáticos, no en el sentido que lo usamos actualmente, pero que afectan cultivos, desplazan poblaciones o cambian las condiciones económicas; y, por último, el fracaso del Estado, por las debilidades de su propia atrofia, el costo burocrático y militar de las estructuras imperiales y, luego, la impotencia frente a la acumulación de crisis y el desorden que generan.

Es evidente que estos “jinetes” rondan la época actual. Sin embargo, la advertencia no es un determinismo, sino un curso de los acontecimientos que requiere atención, cuidado y acción. Ian Morris plantea que “si los gobiernos pueden matar a uno o dos de los Cinco Jinetes, incluso las situaciones más alarmantes pueden cambiar”.

¿Por qué considerar ahora estas advertencias?

En primer lugar, un fenómeno que caracteriza el momento actual es lo que el historiador Adam Tooze llama la “policrisis”, esto es, la concentración en un período breve de muchas crisis que tienen efectos globales, que de una u otra forma impactan a todos los países. En los últimos años ha sido la pandemia, la caída económica y comercial que generó, la nueva ola de revoluciones tecnológicas que activa la inteligencia artificial, la creciente tensión entre China y Estados Unidos, la guerra en Ucrania y la nueva guerra en Gaza, los cambios climáticos que afectan a todos los continentes.

Pocos años atrás fue el Brexit, el giro hacia la desglobalización de las principales potencias, la anexión de Crimea por Rusia, la crisis de migrantes por la guerra civil en Siria y el surgimiento del Estado Islámico, la crisis financiera de Grecia. Y otro poco más atrás fue el ciclo de la crisis financiera del 2008 (que todavía arrastra sus consecuencias hasta ahora), la desaceleración de China y su estrategia para garantizar la “seguridad de suministros”, el inicio de la expansión rusa en Georgia, la Primavera Árabe, el declive de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Todas son crisis de carácter estructural, que generan incertidumbre y van dando forma a un nuevo orden global.

Todos los gobiernos, en cualquier época, tienen crisis imprevistas y algunas de alto impacto. Sin embargo, por la propia profundidad que alcanzó la globalización en las últimas décadas, estas crisis condensan sus efectos y contagian con mayor velocidad y profundidad. Es una fuente de incertidumbre más difícil de manejar y, por eso, cada gobierno tiene menos margen de maniobra, viven más en manejos de crisis que en ejecución de sus proyectos y acumulan frustraciones o desilusión. En ese mar de fondo, enseguida, la pregunta de “cuándo se jodió Chile” resuena algo ingenua o una construcción ad hoc para criticar a tal o cual gobierno, una u otra medida específica, sin el marco realista que exige mirar el ciclo y sus tendencias.  

En segundo lugar, las corrientes populistas se fundan, como antaño, en esa misma utilización del resentimiento y el miedo que estos períodos de incertidumbre incuban, ahora activadas por nuevas “ciencias pervertidas” que exacerban las emociones de ira, agresión y odio. La polarización, las tesis del amigo-enemigo, la retórica del “estás conmigo o eres mi enemigo”, se funda en esa lógica.

A su vez, como las ideas tienen consecuencias, la creencia abstracta de que las crisis tienen causas “esenciales” y que, teniéndolas claras, solo basta la voluntad política para enfrentarlas, lleva a que –según la posición que se defienda– se deba refundar el estado de cosas o restablecer un viejo orden perdido para superarlas. La conclusión lógica es que ella debe traducirse en una concepción que tiende a ser excluyente de las demás, porque no cuidan esa “esencia” o son una relativización de principios superiores. Por eso, como ocurrió en la Convención y ahora en el Consejo Constitucional, no basta una “Constitución mínima”, sino que se deben elevar a rango constitucional muchas materias de orden legislativo o propias de una política pública.

Esa aproximación, que constituye una renuncia al pensamiento liberal y al pluralismo democrático, tiende a ser adversa a los valores de la Ilustración y sus fuentes clásicas, al pensamiento crítico, a la comprensión de las contradicciones legítimas de una sociedad, a la idea de “contrato social” como equilibrio de ellas y al razonamiento que busca establecer o concordar valores universales. Por oportunismo o superficialidad, muchos pierden de vista la dialéctica del fenómeno y cómo lo que creen es una corriente radical que los favorece puede volverse rápidamente en su contrario, y luego viceversa.

En tercer lugar, el punto más gravitante, quizás el “jinete” clave, aquel que puede cambiar las circunstancias, es si se logra contener y encauzar el deterioro del Estado. 

El malestar que rodea el proceso constitucional, el sentimiento ácrata o antipoder que expresa, es respecto de una política que se vuelve inútil, que es incapaz de construir acuerdos y procesar diferencias, vale decir, de resolver los asuntos públicos. Esa incapacidad, poco a poco, pero persistentemente, se traduce en un deterioro de las instituciones, en una pérdida de poder real del Estado y, como en las leyes de física, ese vacío deriva en un desplazamiento de poder a otras fuentes o formas de organización. La feudalización en rigor es eso, la disolución de un poder y su reemplazo por otros, a otra escala o bajo otras formas.

El descrédito de la política ante la ciudadanía y la inestabilidad que ello genera se debe en gran medida a la impotencia de los Estados, a su imposibilidad de manejar o conducir los cambios que los sobrepasan. Es una dimensión fáctica de la crisis de las democracias, bajo distintos regímenes de gobierno, y es lo que deriva en corrientes nacionalistas, en movimientos como el Brexit o la promesa de control nacional de las nuevas ultraderecha y ultraizquierda, en el predominio autoritario que observamos en grandes potencias. La tendencia a la desglobalización, la relocalización industrial como un asunto de seguridad nacional de países o bloques y las guerras tecnológicas y comerciales tienen rasgos de ese fenómeno.

Algo semejante ocurre con el poder que adquieren las corporaciones globales y cómo las nuevas tecnologías establecen patrones excluyentes de otras, como factor de poder sobre los mercados, que están al margen de las normas de los Estados o luego las determinan. Habermas en la década de los 60 y Eco en los años 70 plantearon que capitalismo avanzado caminaba a una nueva Edad Media por la privatización de la esfera pública, la segmentación de las ciudades, la extensión de las policías privadas y el temor hacia el futuro. Mirado desde esa misma perspectiva, el narcotráfico y el crimen organizado han evolucionado desde la marginalidad a la aspiración de control territorial, el padrinazgo y la construcción de un auténtico contrapoder al Estado.

Lo que algunos sectores liberales de la derecha y la centroizquierda han perdido de vista, a mi juicio, es que la matriz neoliberal y conservadora que Republicanos le logró imprimir a su propuesta constitucional, contiene todos esos elementos antiliberales y antimodernos de estas corrientes: la objeción de conciencia como norma general, que repone un corporativismo de viejo cuño y la ruptura del principio de igualdad ante la ley; la privatización radical de la esfera pública, limitando el espacio para las políticas de cohesión social; la tentación de control conservador de la vida privada, sobre todo hacia las mujeres y los niños; la retórica contra la “agenda globalista” y, en la campaña, la agitación populista de la rabia y el resentimiento.

En vez de recoger el talante de Churchill, y sin su perspectiva histórica, optaron por colaborar con esa tentación neomedieval.

Revertir esta tendencia general y sus riesgos requiere de una masa crítica, suficientemente transversal, política y de la sociedad civil, que sea capaz de constituir un centro de gravedad, fijar una orientación y ofrecer resultados. Eso es posible, pero requiere un espíritu laico, más abierto, concreto y realista, del que ha carecido el Gobierno Boric. Ello requerirá un enorme esfuerzo político para salir de la polarización y esa exaltación de la radicalización. Pero, sobre todo, requiere que la política, la acción del Estado y sus instituciones, vaya asegurando resultados y que la ciudadanía recupere una confianza práctica en que ella puede ser útil, puede lograr avances, que sus acuerdos adquieran sentido y funcionen. Nadie está para grandes promesas. Al contrario, es un paso minimalista para salir de la parálisis.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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