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Seguridad e Inteligencia: ¿dónde están que no los ven? Opinión

Seguridad e Inteligencia: ¿dónde están que no los ven?

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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Si alguna ventaja temporal tienen las autoridades en una democracia estable, es saber que las organizaciones criminales requieren de grandes recursos para hacer el upgrade e instalar la red transnacional, lo que no es posible sin la corrupción del Estado y mucho dinero.


Los cambios en la organización, dimensiones y capacidades de negocio del crimen organizado son hoy el tema central en materia de seguridad ciudadana. La composición de las bandas criminales, los tipos de negocios en que se especializan, las dimensiones del territorio que dominan, su capacidad de operación, la creación de nuevos negocios delictivos y las alianzas transnacionales, el anonimato o invisibilidad social de sus jefes y la estructura difusa de la empresa de gran escala, son algunos ángulos de esa transformación. Ella desafía globalmente al Estado porque, sin corrupción de la estructura política de este, el crimen no puede hacerse viable en las dimensiones globales que hoy ha alcanzado. Ahí está el nudo estratégico de la seguridad nacional en la actualidad.

Ese hecho genera una enorme tensión profesional en las fuerzas policiales, tanto por la complejidad de las organizaciones delictivas como por el tipo de fuerza que se requiere para controlar y reprimir. Si los instrumentos y mecanismos de la seguridad del Estado son dominados por la inercia orgánica y operativa a que normalmente tienden, y carecen de un mando político capaz, lo primero que ocurrirá es que queden desfasados de sus objetivos. Esa desorientación los hará presa fácil del ataque persistente y consistente en lo económico para corromperlos. Donde ello ocurre, se advierte de inmediato la acción fallida del Estado en sus políticas de seguridad, paso previo para convertirse en un Estado lumpen o criminal, desmoralizado y abatido desde su interior.

La mayoría de los analistas están de acuerdo con este diagnóstico general. Sus diferencias estriban en las particularidades de lo nacional o local, y en las medidas inmediatas que se deberían adoptar. Los expertos colombianos opinan que el cambio se produjo con la caída de los grandes carteles de ese país en la década de los 90 del siglo pasado, que indujo un gran reacomodo en el crimen internacional, particularmente de productos y comercialización. A ello –dicen– se agregó la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la misma época, que provocó que muchos desmovilizados se reorganizaran en bandas de base territorial en las regiones cocaleras del país. 

Esa fragmentación generó una lucha inorgánica por acceso a mercados y, luego, a nuevos acuerdos para cubrir un “transporte de riesgo compartido” hacia los mercados mayores, lo que llevó a desagregar y especializar más el negocio. La pandemia global de COVID-19 fue un punto álgido que dificultó el ciclo largo de transporte hacia mercados como Estados Unidos y la Unión Europea, y aceleró la incorporación y transformación masiva de los mercados internos. América Latina se inundó de cocaína de bajo valor (pureza inferior a 50%), porque era más fácil de producir y comercializar intrarregión, facilitado ello por la existencia de estructuras criminales menores organizadas en las zonas urbanas más densas y pobres: Rio de Janeiro, Sao Paulo, Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Santiago, Lima y la periferia urbana fronteriza entre México y EE.UU. Todo ello densificó el microtráfico y cambió la cultura de violencia de toda la región.

Este cambio generó una especie de industria difusa regional y se vio potenciado por olas migratorias nuevas, que favorecieron un crimen organizado en infinidad de redes que gestionan territorio propio y que se encadenan a alianzas que le permiten aumentar su alcance hasta terceros países para lograr sus objetivos de negocio. Todo ello no existía hace una o dos décadas, aunque sí fue posible preverlo en la política de erradicación de la coca en Bolivia y Perú, y en los túneles migratorios colombianos y de Centroamérica. 

Este primer fenómeno estructural ha sido alertado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en su Informe Mundial sobre la Cocaína 2023, que afirma que hoy existe una “miríada de redes de tráfico” y que su proceso de afirmación en organizaciones criminales mayores está en franco desarrollo frente a la estupefacción de los Estados.

Si alguna ventaja temporal tienen las autoridades en una democracia estable, es saber que esas organizaciones criminales requieren de grandes recursos para hacer el upgrade e instalar la red transnacional, lo que no es posible sin la corrupción del Estado y mucho dinero.

Además de una estructura base, casas, caletas y recursos de vida de los “soldados colonizadores”, requieren de medios tecnológicos mayores, redes institucionales de influencia y redes financieras formales para instalar y desarrollar la red transnacional del negocio. Sin ello, son solo bandas locales o “colonizadores”, como el Tren de Aragua, fácilmente detectables, pues suplementan sus ingresos con delitos inmediatos como microtráfico, administración de calles y vacunas a comercio establecido, secuestros exprés, sicariato menor y todo tipo de delito de bagatela. Pero si tienen un impulso mayor –por ejemplo, corrupción de un Estado–, se hacen ingobernables con los mecanismos tradicionales. Ese es el papel jugado por Venezuela.

Luego viene –depende de cada país– el enjambramiento mayor en cadenas de suministro, diversificación de negocios, control financiero y mayor de la política. Todo embriagado en una violencia fácil, con una fuerte pedagogía del miedo hacia la población.

Parémonos aquí antes de seguir, pues el cuento es largo, teniendo en consideración que, cuando se habla de déficit de inteligencia en el país, se habla precisamente de la ceguera que empaña la vista de las autoridades y sus diseños de políticas, ante cosas simples y evidentes.

Solo un ejemplo histórico. En diciembre de 1986, Guillermo Cano, director del diario colombiano El Espectador, fue asesinado por un sicario del Cartel de Medellín en Bogotá. Un día antes escribió su último editorial sobre la corrupción del país, uno más en muchos años. Poco después, en 1989, Fabio Castillo, su jefe de Informaciones en el diario, entró en la clandestinidad para que no lo asesinaran, después de entregar a una editorial el clásico Los Jinetes de la Cocaína.

En ese libro está todo lo que la sociedad colombiana sabía sobre la corrupción y el narcotráfico, coordenadas de aeropuertos ilegales, empresas de camuflaje, vínculos políticos, absolutamente todo. Y ello desde antes del asesinato de Cano, quien se había transformado en la voz de alarma de la sociedad colombiana. Las únicas que parecieron no saber nada fueron la “política” y las “autoridades”, ensimismadas en un inútil juego de poder. Por eso es válida como ejemplo histórico la pregunta de Cano, y en dos direcciones: “¿Dónde están que no los ven?”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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