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Hermosilla y el explosivo juego de la dominación Opinión

Hermosilla y el explosivo juego de la dominación

Mauro Basaure
Por : Mauro Basaure Universidad Andrés Bello. Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social
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Estos no son delincuentes ordinarios, ni siquiera de cuello y corbata. Tampoco se entienden así. Entienden que su rol es un rol superior. Son líderes, lobos. No hay mala conciencia. Solo saben cómo funcionan las cosas “de verdad”, y son reconocidos por sus pares por ello.


Varios medios, entre ellos CIPER, insisten en que el caso Hermosilla debe llamarse así, previniendo de que apelativos como “el caso escuchas telefónicas”, “caso coimas”, tienden a diluir la responsabilidad directa de Luis Hermosilla. Me parece correcto.

Pero ello no debe hacer olvidar el peligro de individualizar en esa persona un fenómeno más general. Con ello no me refiero a que Hermosilla -al estilo de Winston Wolfe (el Lobo) en la película Pulp Fiction- “resuelve problemas” muy complejos, mediante una red enorme de contactos entre personas de la élite que él mismo ayudaba a posicionar y que, por tanto, estamos posiblemente en presencia de un caso transversal, sistémico.

Lo general de este caso es cómo personas de la élite en Chile aprenden a jugar con las normas y reglas y tienen la posibilidad de hacerlo de una manera que el resto de los mortales no tenemos. El desequilibrio de poder es enorme. En su libro De la crítica, el sociólogo Luc Boltanski llama a esto “dominación por manipulación de las reglas”. La clase dominante tiene una paradójica capacidad de, por un lado, eludir reglas y normas que, por otro, afirma como necesarias.

El caso Hermosilla es un escándalo que destapa este operar paradójico, la doble naturaleza de un “agente” de la élite (un lobo) que, de una parte, en el terreno de lo oficial, afirma el imperio de la ley y las instituciones, y, de la otra, sabe que para lograr sus objetivos hay que cometer delito, pues es “la única manera de hacerlo”. Es equivalente a los detectives anti-heroicos de la novela negra, solo que en este caso el fin no es alcanzar la justicia por medios extra-legales, sino simplemente poder y riqueza personal.

Individuos en posiciones de poder tienen una amplia gama de opciones que les permiten tanto establecer reglas y normas como encontrar maneras de eludirlas. Por sus posiciones y profesiones, han desarrollado una particular comprensión acerca de cómo la acción eficaz, práctica y efectiva sobre la realidad (“resolver problemas” a la élite, por ejemplo) requiere la manipulación de reglas y normas, técnicas, jurídicas y hasta morales. Han aprendido a tomar distancia con las reglas, porque han visto y experimentado que ellos, esa élite, puede configurarlas, seguirlas, eludirlas o quebrantarlas de ser necesario. Qué mejor lugar para alcanzar la comprensión de las reglas jurídicas que la de un abogado reconocido en la plaza. Qué mejor lugar para alcanzar esa comprensión en el caso de las reglas tecno-económicas que la de un ingeniero comercial y exitoso empresario.

El argumento de que “los otros hacen lo mismo” y de que “siempre se ha hecho”, no viene más que a confirmar que estos casos, por escandalosos que sean, son parte de algo más general: una lógica de dominación. El que esos casos muchas veces terminen judicialmente en clases de ética, en chivos expiatorios, etc., muestra que hay una solidaridad oculta, una protección mutua entre miembros de la élite, que los hace parecerse más a una clase; a una clase que domina mediante la manipulación de reglas y normas, una clase que tiene una capacidad de acción sobre la realidad para adecuarla a su conveniencia que los demás no tienen. Estos, los otros, o solo las siguen o son delincuentes ordinarios.

El delincuente ordinario solo quiebra las reglas y las normas; no sabe más que eso. El verdadero peligro del narco es que -como ocurre con esta élite dominante- sabe que esas reglas se pueden manipular si se tienen los recursos para ello. El problema del narco es que esos recursos no son solo económicos. Pero ese saber sobre las reglas lo comparte con los miembros de esta élite dominante. Estos no son delincuentes ordinarios, ni siquiera de cuello y corbata. Tampoco se entienden así. Entienden que su rol es un rol superior. Son líderes, lobos. No hay mala conciencia. Solo saben cómo funcionan las cosas “de verdad”, y son reconocidos por sus pares por ello; saben cómo funcionan más allá del ámbito oficial, público; que, ojo, es un ámbito que ellos también defienden y en la que son también muy reconocidos.

La dualidad de esta clase dominante frente a las reglas es exigir a los otros lo que ellos no hacen: seguirlas al pie de la letra. Esto ha sido muy bien retratado en la literatura universal, muchas veces en torno a la vida aristocrática: El Gran Gatsby, Orgullo y Prejuicio, Los miserables, Anna Karenina, entre otras, muestran a personas de la élite que no siguen normas que sí imponen a otros. José Joaquín Brunner, preocupado incansable del análisis de las élites en Chile, ha mostrado cómo las élites aristocráticas debieron enfrentar a una mesocracia para la que, teóricamente, el esfuerzo, la educación, los méritos y la competencia eran la única fuente oficial del estatus social y las posiciones. Eso es lo que sabemos hasta hoy, es el discurso oficial e institucionalizado en que hemos sido socializados. Pero, como bien dice Brunner, en esa sociedad teóricamente meritocrática persisten las prácticas de patronazgo, de nepotismo y movilidad patrocinada; en fin, del hábil juego con las reglas. ¿De qué es fruto la élite chilena actual? Todo indica que de dicho juego.

Este conocimiento práctico de la clase dominante -dominante en el sentido que, con la ayuda de Boltanski, le doy aquí a esta noción- no puede ser compartido con quienes no son miembros de esa clase. Es hasta peligroso que “los otros”, nosotros, conozcamos ese juego. Es parte de la dominación ocultar esto. De otro modo, enfrentamos un escenario de nihilismo y anomia generalizada. La élite dominante juega con las reglas, pero ama el orden y rechazan que otros las rompan. El peligro más grande de escándalos como “el caso Hermosilla” es que, nosotros, los otros, los dominados, pretendamos también, en una exigencia democrática, tener acceso a las mismas capacidades de actuar sobre las reglas y las normas que tienen ellos. No hemos sido socializados en ello, no somos esa élite, pero podríamos exigir también jugar su mismo juego. Eso es la destrucción total. ¡Anarquía! Por eso, es fundamental que solo unos pocos posean ese saber práctico sobre las reglas y las normas. Todo ello recuerda El nombre de la Rosa de Umberto Eco, o el Necronomicón de H.P. Lovecraft. Este es un juego peligroso, explosivo.

Nadie quiere algo así.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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