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José Antonio Kast, el káiser de Cecinas Bavaria que perdió la agenda PAÍS

José Antonio Kast, el káiser de Cecinas Bavaria que perdió la agenda

Vacilando sobre si es mejor ser un príncipe amado o temido –el viejo dilema que planteaba Maquiavelo–, el líder de los republicanos optó por ser lo primero, pero ello significó que se le armaran varios forados hacia la extrema derecha, donde ahora lo motejan de “tibio” o “amarillo”.


Hace ocho años, la UDI era el borde más extremo de la derecha institucional chilena. No solo era el partido de Jaime Guzmán, sino que era el único que –por aquel entonces– reivindicaba públicamente la figura de Pinochet. A la derecha de la UDI solo había un vacío y, si la política fuera un círculo, lo más cercano geográficamente –siguiendo la curvatura y la teoría de que los extremos siempre se tocan– era el Partido Comunista.

Sin embargo, a la UDI se le desordenó José Antonio Kast. Siempre con su peinado a lo príncipe valiente, el mismo que usaba en 1977, cuando le prendía velitas (antorchas, en realidad) a Pinochet en la ascensión al cerro Chacarillas, decidió salirse del partido con una carta escrita en muy buen tono y alegando problemas internos, entre ellos, su distancia con Jovino Novoa, por el caso Penta.

Pese a ello, todos sabían que, más allá de las razones formales, Kast estaba pensando a lo grande, como si fuera un príncipe desheredado que quisiera recuperar lo suyo, un futuro káiser, y para ello necesitaba ponerse a la derecha de la derecha. En Chile Vamos a muchos les duele hasta hoy cuando calificó a los partidos de ese conglomerado como “derecha light” y no pocos recuerdan su otrora férrea defensa de la dictadura, su oposición cerril a cualquier cosa que sonara a aborto y sus frases ambiguas acerca de la migración, que le valieron varias acusaciones de xenofobia.

En realidad, cambiando los contextos y algunos nombres, su discurso no tenía nada que envidiarle a la retórica de otros díscolos surgidos por las mismas fechas, entre ellos, Donald Trump o Jair Bolsonaro, a quienes la academia ha catalogado en los últimos años como “nacionalpopulistas”. Sin embargo, a diferencia de los dos primeros y de muchos más que caminan por el sendero del nacionalpopulismo, Kast no resultó electo y, hoy por hoy, su nivel de intención de voto ronda el 10%, muy lejos de ese contundente 44% que logró en la última elección presidencial.

Para muchos, la razón de la baja está en su aggiornamento, es decir, en la suavización del candidato y de su discurso. En 2021, buscando el voto de centro, Kast decidió aceptar que el cambio climático sí existe y hasta lo incorporó en su programa de gobierno. También decidió que ya no quería eliminar –entre otros– el Ministerio de la Mujer y, por el contrario, incorporó el desarrollo de medidas pro-mujer como uno de sus ejes.

Siempre fue muy duro con las dictaduras cubana y venezolana, pero cuando Tomás Mosciatti le preguntó si también rompería relaciones con China, debido a las violaciones a los derechos humanos, su respuesta fue franca pero desconcertante: “Es complejo ahí el tema económico”. Sin dudas, respondió como si ya fuera Presidente, no como candidato. Debería haber aprendido del entonces candidato Gabriel Boric, que no dudaba en pedir las penas del infierno para el expresidente Sebastián Piñera por aquel entonces, para terminar dos años después hablando elogiosamente de él al momento de su muerte –con guitarra es otra cosa, como confesó él mismo–.

Todo el aggiornamento de Kast en esas y otras materias fue un uppercut al mentón de la barra brava de Punta Peuco, aquella derecha dura-dura del barrio alto y también de sectores populares, que lee las mismas fake news en Facebook y que dice a quien quiera escuchar que el único comunista bueno es el comunista muerto, que el país estaba mejor con El tata, que Sebastián Piñera era un comunista, que Michelle Bachelet nunca fue médica –y que la ONU le pagaba tres mil dólares por cada haitiano que llegaba a Chile–, que el cambio climático no existe, que los chemtrails son un plan de la ONU para exterminarnos, etc.

Ese es el mundo que Kast representaba: el del ex-CNI que maneja un taxi mientras escucha Radio Agricultura y el de las personas que temen que hordas de encapuchados se tomen sus chalets, en una especie de lollapalooza de la lucha de clases. Con realismo, Kast se dio cuenta de que esa barra brava no llega al 50 más 1 y, ante ello, decidió desplazarse hacia el centro, discutiéndoles además a todos el mote de ultraderechista y mostrándose como un hombre ponderado y dialogante, justamente lo que no quiere esa barra brava, nostálgica del toque de queda, de los bigotes al estilo Álvaro Corbalán y de las marchas militares.

Si lo ponemos en palabras a Maquiavelo, lo que esas personas esperan es un líder autoritario, alguien a quien “no le tiemble la mano” –como suele decir el taxista de turno– y que “corra bala” a quien haya que correrle, un Bukele a la chilensis que les dé chipe libre a los carabineros para disparar y preguntar después.

En dicho sentido, quizá su peor error fue haber caído en la tentación de diseñar una Constitución a su medida, pero bajo el límite de los 12 bordes de la Comisión Experta, desoyendo a De la Carrera o a Rojo Edwards, quienes celebraban alborozados y aleonados el día en que se rechazó el segundo proyecto constitucional, dejando en evidencia que desplazaron a Kast hacia la izquierda, ocupando ahora su lugar, espacio donde también comenzó a acomodarse alguien que parecía un candidato improbable hasta hace poco: Johannes Kaiser.

La derrota electoral no solo dejó en evidencia la incapacidad de Kast para convencer incluso a su propio sector, sino que también permitió a Chile Vamos cambiar la música. Hasta antes del plebiscito, el otrora líder de ultraderecha ponía la música y la UDI bailaba, RN zapateaba y Evópoli se encargaba de armar las coreografías. Tras el plebiscito, los partidos de la llamada derecha tradicional dejaron de bailar las marchas bávaras de José Antonio y se abocaron desesperados a buscar a su propio director o directora de orquesta, que les permitiera ganar en segunda vuelta sin arriesgarse a perder la batuta, en el último minuto, como le pasó a Kast.

Al respecto, vale recordar al viejo y nunca bien entendido Maquiavelo, quien reflexionó hondamente sobre uno de los problemas capitales de la ontología de cualquier gobernante: si es mejor ser temido que amado. Como él mismo decía, “todos los príncipes deben desear ser temidos por clementes y no por crueles”, pero también discurría en orden a que ello no es posible, por lo cual, ante la disyuntiva, “es más seguro ser temido que amado, porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro”.

La razón de lo anterior devenía no solo de las decenas de intrigas palaciegas que Maquiavelo presenció en vida, sino también de la gran comprensión de la naturaleza humana que alcanzó, en función de la cual, respecto del mismo problema, escribió que “el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca”.

Sí, José Antonio Kast escogió ser un príncipe amado y, sin lugar a dudas, ello le acarreó algunos votos desde el centro –incrementados, por cierto, por el rechazo hacia la figura de Gabriel Boric–, pero las cosas se decantan y hoy quien ocupa ese espacio donde él se asomó es alguien que se mueve naturalmente allí, la aún alcaldesa Evelyn Matthei.

El káiser de Cecinas Bavaria tiene mucho juego de piernas y, sin lugar a dudas, va a entrar de nuevo a disputarles votos a la centroderecha y a la derecha tradicional, pero perdió su espacio hacia el extremo, el mismo que le dio un respetable 7.93% en la primera presidencial a la que se presentó.

Es más, aunque él siempre negara estar en el extremo de la derecha, lo estuvo durante un buen tiempo, así como él le quitó ese dudoso honor a la UDI, ahora es él quien es motejado de “tibio” y “amarillo” por la derecha más dura, aquella a la que pone atención hoy la antigua barra brava de Kast.

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