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Elecciones 2001, el entertaintment cívico


A Henry Ford le pertenece aquella conocida expresión de cinismo democrático: «la gente puede tener un auto del color que quiera, con tal que sea negro». Era, desde luego, el color que él había elegido para los vehículos que salían de sus fábricas.



Vislumbro que en la campaña parlamentaria que viene se nos va a reconocer caudalosamente a los ciudadanos el derecho a decidir sobre el paquete político-social que deseemos, pero siempre que corresponda con el que está ya felizmente imperando entre nosotros.



Cunde la sensación de que cada vez elegimos menos cuando elegimos, de que el espacio de decisión se está estrechando hasta hacerse prácticamente irrelevante. De una época ya remota de la historia de Chile en que cada convocatoria electoral se perfilaba como un ejercicio de ruleta rusa, se ha pasado a este momento de pensamiento cero, caracterizado por una peligrosa intercambiabilidad de eslóganes y programas entre las alianzas hegemónicas.



Así están dadas las condiciones para que se produzca un tongo político, cuyos debates más calurosos versen sobre las tasas de interés, el endometrio y los horarios de las botillerías: las cosas que, según dicen, interesan a la gente.



Tal estado de abulia de la imaginación y de miedo a las preguntas de fondo se refleja en la campaña política que ahora se inicia. Esta, por lo que parece, apenas intenta desarrollar propuestas que exciten el debate y las ideas innovadoras hacia el futuro por parte de los eventuales votantes. No es su objetivo remover demasiado las aguas de los consensos y de los implícitos. El férreo contexto de dogmas en que estamos presos lo impide. Por eso se termina en el show.



Las campañas siempre han sido festivales. Pero ahora son sólo festivales: pertenecen al rubro del espectáculo, del entertainment, de la industria en alza del pasatiempo cívico. Batucadas, circos, recitales de urgencia, procesiones con actores y famosos constituyen el enganche para los eventos masivos o simplemente para los contactos del aspirante con los ciudadanos casuales de la calle. Todo ello condimentado con dosis homeopáticas de cuñas televisivas y radiales altamente monitorizadas al alcance de una inteligencia que no supere los once años de edad mental, de que hablaba hace ya mucho tiempo Theodor Adorno.



Esta farándula electoral opera mayoritariamente por estímulos económicos. Me cuentan que algunas batucadas, durante las elecciones presidenciales de 1999-2000, eran contratadas a la mañana por un candidato y a la tarde por su contrincante. Seguramente se trata de una exageración, pero lo cierto es que, a pesar de que muchos de los miembros de estos grupos se reclaman rebeldes al sistema, no tienen inconveniente en trabajar con los candidatos del establishment.



¿Por qué no? Lo mismo hacen no pocos sociólogos, analistas, periodistas, artistas plásticos e incluso pintores callejeros de graffiti y pegadores nocturnos de posters. Ellos son sólo exponentes de una política desangelada y crematística, en que la pasión ingenua de algunos militantes, su entrega gratuita, es vista con ternura como un elemento deliciosamente anacrónico.



Es curioso que los expertos que manejan todos estos datos, se pregunten preocupados (o quizás ni tanto) por las razones de la baja adhesión de la gente al sistema democrático, que arrojan las últimas encuestas. Si el momento fuerte de la vida democrática que son las campañas se ha profesionalizado hasta la frigidez de los negocios, si a los jóvenes más motivados no se les ofrece ideales, sino «pegas», nos encontramos en el momento final de algo cuyo nombre no sabemos deletrear, pero que suena a una nueva etapa de autoritarismo más o menos disfrazado.



Les propongo a los candidatos (sobre todo a los de presupuesto ligero) una fórmula: haga circular el malévolo rumor de que la política es un oficio decente e incluso interesante; repita que la democracia es un sistema no sólo para ampliar el número de farolas y carabineros, sino también para activar nuevas dimensiones del alma colectiva; convoque a jóvenes y gente mayor, conversen juntos de las comunes aspiraciones y frustraciones, de las diferencias de sus visiones de futuro. Sienta con ellos que la política no es sólo el arte de contar habas, sino también de tener sueños (el arte de mezclar habas con sueños). Trabaje para que su conversación se amplíe como una mancha de aceite y ésa es su campaña.



El día de las elecciones quizás no gane, pero le aseguro que, mientras tome el whisky de la derrota, sentirá que no es el fin de nada, sino el comienzo de algo que se parece a la genuina política.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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