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El Partido Popular viene volando


Las últimas maniobras que se están produciendo en el club político revelan nerviosismo, impaciencia. Hay tantas ganas de posicionarse ventajosamente que ya ni siquiera se espera la ritual voz de las urnas del próximo diciembre. Las semanas, los días pesan demasiado. Nunca se había vivido en la historia del último medio siglo de Chile una situación tan gaseosa de partidos, referentes y eventuales liderazgos.



La desideologización, el pragmatismo, la búsqueda generalizada del centro han hecho peligrosamente borrosas las fronteras entre los distintos grupos o proyectos políticos. Incluso las diferencias de talantes y de matices que ciertamente existen, son, como tantas veces se ha publicitado, transversales. Es decir, no responden a visiones específicas de partidos, sino a sensibilidades que cruzan las diversas formaciones.
Este momento de río revuelto es el caldo de cultivo para los blanqueos políticos de urgencia, para el todo vale oportunista, para el ejercicio impune y bien remunerado de la cara dura. También es el momento para un positivo rebaraje de los distintos grupos que aclare y potencie el sistema político.



Hace casi tres años Pablo Longueira escandalizó a la cátedra afirmando aproximadamente que la UDI era la Falange de nuestro tiempo. El líder gremialista aseveró con su habitual aplomo que su partido era el heredero casi natural de la mística y de los votos decés. Tal exabrupto causó escozor en las somnolientas filas de la Democracia Cristiana. Pero sus militantes, enfrascados en su habitual cainismo, no reaccionaron frente a lo que en verdad constituía un diagnóstico sesgado, pero preocupante.



La UDI, desde luego, tiene la coherencia doctrinaria, la codicia política, el espíritu de equipo, el ímpetu social de aquella aguerrida Falange de los años 50. También posee su capacidad para arrebatar votos procedentes de las distintas familias del centro político.



Pero a los severos gremialistas les falta una marca registrada que avale interior y exteriormente su vocación democrática. Nacieron felices durante el autoritarismo pinochetista, crecieron gozosos en los cubículos de la dictadura y sus aledaños, se consolidaron boyantes con un estilo cooptativo gracias al cual han formado un Kremlin en el que siempre mandan los mismos.



Con estos antecedentes no es de extrañar que el estratega Longueira y otros líderes de la UDI sueñen con la formación de un Partido Popular que les blanquee urbi et orbi de su nutrido curriculum antidemocrático.



Para alguna gente de RN, como Lily Pérez, el Partido Popular sería más bien una manera de refundar la Alianza por Chile sin que la UDI les pase por encima su apostólica maquinaria. Apelan con estudiada candidez a Joaquín Lavín como árbitro que garantice una refundación abierta e inclusiva. En otras palabras: RN no quiere devenir, a través de esta operación, en simple estrambote de una UDI pletórica de triunfos.



Sin duda el modelo más apetecido es el gobernante Partido Popular de España. También éste nació con personajes pertenecientes a la dictadura franquista que formaron, bajo el liderazgo de Manuel Fraga Iribarne, la Alianza Popular, la cual en las primeras elecciones democráticas de 1977 cosechó una memorable derrota. Pero este partido de viejos paquidermos se fue civilizando y ampliando hasta una situación democrática plenamente homologable.



José María Aznar, su actual líder, hizo antes de llegar al gobierno una tajante división de aguas para instalarse con plena legitimidad en la política de su país: «No soy nieto del franquismo», declaró, «sino hijo de la democracia.» La frase vale por un curso completo de marketing político y sin duda le despejó el campo para sus éxitos posteriores a él y a su partido, rebautizado como PP (Partido Popular).



Un Congreso ad hoc definió a esta agrupación como centrista, reformista y dialogante. Así el PP español hizo suya la vulgata de final de siglo según la cual la política, en la expresión de Francois Miterrand, se ha recentrado, o sea, mira mucho más a las tareas comunes que a las doctrinas diferentes. Un éxito electoral complementario – con mayoría absoluta en las dos cámaras – en el año 2000, ha hecho de Aznar una especie de zar del conservadurismo europeo.



Este fenómeno político ha tentado desde hace tiempo a algunos líderes de la derecha chilena. La fórmula del gobernante peninsular ha sido simple: cebar las redes electorales con argumentos de moderación y transparencia; lanzarlas a los nutritivos caladeros de votos que se encuentran en una masa ciudadana cada vez más desconfiada y pragmática; arrebatar banderas progresistas tradicionalmente en manos de sus adversarios (supresión del servicio militar obligatorio, diálogo social con los sindicatos, garantía de la salud y la educación…)



Es, pues, el electorado que se va situando en la creciente tierra de nadie de un nuevo sentido común ciudadano, a quien los partidos y las coaliciones actualmente más cortejan. La Alianza por Chile todavía no ha dado ese viraje epocal hacia un sentido republicano a la altura de los tiempos. Aún se le nota demasiado comprometida con los poderes fácticos, con las actitudes caritativo-populistas, con los prejuicios contra el Estado, considerado como refugio de mediocres.



En estas circunstancias, la constitución de un Partido Popular puede suministrar a la derecha algo más que un paraguas amigable donde cobijarse renovacionistas y gremialistas, algo más que una simple herramienta para llevar a Lavín a la Moneda, algo más, incluso, que una refundación de la actual derecha chilena.



Podría llegar a ser el momento de poner fin a la larga tragedia que se inicio en 1973, de jubilar la democracia restringida que se vive desde 1990, de dar como superados los enclaves autoritarios que entorpecen la normalidad política del país. Si la derecha cuajase en un partido como éste, la Concertación tendría mucho de que preocuparse y se sentiría obligada a salir de su esterilidad programática y de su debilidad operativa.



Se ha erigido últimamente otro referente en la política chilena, el liberal, al que yo llamaría bloque washingtoniano. Es un tema muy curioso que dejo para un próximo comentario.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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