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Las recetas del señor de los gatos


En El Mercurio no suele abundar la ironía. Yo pienso que es un diario serio, hecho por profesionales rigurosos. Por eso fue grande mi sorpresa este fin de semana, cuando encontré una entrevista titulada «Receta española anticorrupción». Creí ingenuamente que el entrevistado sería el fiscal español anticorrupción, Carlos Jiménez Villarejo, o el polémico juez Baltasar Garzón. Pero no: el que pontificaba desde las páginas del decano era el ex presidente Felipe González.



¿González dando recetas contra la corrupción en Chile? Pensé que era una jugarreta de El Mercurio, ya que difícilmente alguien como él -quien acumuló un récord Guinness de casos de corrupción al final de su mandato, se hizo famoso por su cara dura al conocer las denuncias (siempre «por la prensa», claro) y rebajó los estándares españoles de probidad pública a los niveles del gobierno de Bokassa- podría dar lecciones contra la corrupción. Pero, sí, para mi asombro, ahí estaba.



La entrevista la firmaban Constanza Capdevila y Juan Jaime Díaz. ¿Juan Jaime? ¿Sería el mismo que fue el último presidente gremialista de la FEUC en 1983? Recordé de pronto la polémica agresión que sufrió en la protesta del 23 de junio de 1983, cuando fue sorprendido apuntando los nombres de varios estudiantes de la Universidad de Chile que habían acudido a manifestar a uno de los campus de la Universidad Católica. Estaba sapeando, como se decía entonces, y un profesor lo salvó por los pelos de que una multitud le aplicara ahí mismo el artículo octavo desde el otro lado.



Efectivamente, era el mismo Juan Jaime Díaz que ahora es editor de Economía y Negocios de El Mercurio, el mismo puesto que antaño ocupó Joaquín Lavín. Como creía recordar que Juan Jaime estudió ingeniería comercial y que entonces hacía oídos sordos ante los argumentos de quienes pensábamos que las bondades del libre mercado no servían para nada sin un mínimo respeto a los derechos civiles y políticos, me apresté a leer un buen mano a mano entre un chicago confeso y un socialista renovado, quizás el más destacado de los socialistas mediterráneos (el otro era el fugitivo Bettino Craxi, quien ya falleció).



La sensación de tomadura de pelo iba aumentando en la medida que un indocumentado Juan Jaime iba cayendo con evidente arrobo en las maniobras de distracción de González. Y su partenaire, Constanza Capdevila, tampoco parecía tener muchos antecedentes y no podía salir al quite. Así que González peroró a gusto en el cuerpo de Reportajes:



– No conozco claramente lo que está pasando en Chile -dijo-, me cuesta emitir un juicio. Cuando en mi gobierno se acusó a personas de corrupción, en un principio no lo creí, dado que yo mismo había recibido acusaciones falsas. En el caso español se armó un paquete con situaciones aisladas que entregaban una dimensión como que todo estaba corrupto y que era imparable, que la erosión era tremenda. Hubo un ataque permanente de acusaciones a mi gobierno por parte de la oposición. Entiendo que en Chile no es así.



– ¿Qué medidas concretas tomó entonces?- le preguntaron los periodistas.



– En términos institucionales- contestó González tan ancho-, hay que tener en cuenta que nos enfrentamos a un problema muy serio cuando se corrompe el debate político. Esto sucede cuando ante uno o tres casos de corrupción se dice que todos los políticos son iguales y meten a todos en un mismo saco… La corrupción del debate político nunca ha resuelto el problema de las corrupciones individuales, sino que lo ha aumentado y ha degradado a la totalidad de la clase política.



Y no contestó. Se limitó a añadir que «la lucha contra la corrupción exige que cada caso concreto sea esclarecido hasta sus últimas consecuencias».



Es conocida en España la condición de encantador de serpientes de González. La gente cae embobada con su gracia andaluza y su tremenda agilidad mental. Pero nunca pensé que se iba a merendar con tanta facilidad a una boa constrictor del gremialismo, que eso es lo que era Juan Jaime en 1983.



El hecho es que González no tomó ninguna medida concreta contra la corrupción, excepto arrastrar a la política al juez Garzón para incorporarlo a su cartel electoral y ganar las elecciones de 1993. Pero, claro, nadie le hizo contrapregunta alguna.



Tampoco sabían los entrevistadores que «el paquete que se armó» para erosionar a González tocó, por poner un solo ejemplo, a tres instituciones señeras en la sociedad española. Uno fue el caso del gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, el hombre cuya firma daba valor y autenticidad al dinero circulante en el país. Pues Rubio traficaba información confidencial con sus amigos del jet set para obtener pingües ganancias mediante cuentas secretas en las que se identificaba con su segundo apellido. González no le exigió responsabilidades ni le obligó a dimitir. Al contrario, puso la mano en el fuego por él. Y se quemó.



El segundo caso fue el del director de la Guardia Civil, Luis Roldán, jefe de la policía militarizada que garantiza la seguridad en las carreteras y zonas rurales de España. Un cuerpo sacrificado, donde los agentes ganan un salario miserable, pero cuyo director se hizo rico cobrando comisiones por la construcción de sus nuevos cuarteles. Hoy todavía siguen desaparecidos 10 millones de euros del botín de Roldán, a quien González consideró seriamente como aspirante a ministro del Interior. Con el también se quemó.



Por último, las leyes en España sólo entran en vigor cuando se publican en el Boletín Oficial del Estado. Pues su directora, la socialista Carmen Salanueva (ya fallecida), no sólo fue acusada de obtener dineros manipulando el precio de sus insumos, sino que utilizó el nombre de la Reina para obtener, como regalo o a bajo precio, obras de arte de las principales galerías del país. Aquí ya se achicharró.



A estos tres ejemplos podríamos agregar una larga retahíla de casos de corrupción: el caso Guerra (donde el hermano del vicepresidente vendía influencias y hasta tenía un despacho oficial sin ser funcionario), el caso Renfe (comisiones pagadas a un ministerio por la venta de unos terrenos públicos), el caso de las comisiones ilegales cobradas en la adjudicación del tren de alta velocidad por las firmas Filesa, Malesa y Time Export manejadas por socialistas, el caso de Aída Álvarez, la recaudadora oficial del Partido Socialista que aprovechaba las propinas para comprarse abrigos de pieles, etcétera.



Es verdad que políticos y periodistas rivales de Felipe González utilizaron los casos de corrupción para menoscabar su tremendo capital político. Pero sus enemigos no hubieran tenido munición si ésta no hubiese existido. Este dato esencial es el que echa por tierra a los teóricos afines a González que acusan a la prensa de la «destrucción concertada de la imagen del PSOE español».



Esa es una idea en la que a él le gusta refugiarse psicológicamente, y que ignora el hecho que entre 1989 y 1992 un solitario diario español fue el único que tuvo los arrestos para sostener las denuncias que poco a poco se iban comprobando en los tribunales.



Más aún, los electores probablemente lo hubiesen perdonado -como lo perdonaron en 1993 cuando incorporó a Baltasar Garzón a su cartel electoral y él dijo falsamente que «había entendido el mensaje»- si González hubiese tenido una actitud más decidida frente a los corruptos. Pero no. Él prefería meter las manos al fuego o decir tonterías como que «se llevarán dos por el precio de uno» (cuando su vicepresidente Guerra se vio salpicado por el escándalo de su hermano). Fue esa actitud displicente del ex presidente la que envió un doble mensaje a la sociedad: el primero, para la gente honesta, era que González no haría nada contra la corrupción, y el segundo, para los deshonestos, era que «el jefe» o «Dios», como le apodaban en su partido, los protegería hasta el final.



González va tanto por América Latina que ya ha adquirido ese vicio tan nuestro de echarle la culpa a los demás de los errores propios.



Pero tampoco hubiese sido justo que Juan Jaime le amargara el día a González sólo haciéndole preguntas sobre la corrupción de su gobierno. Estoy de acuerdo en que González es un gran animal político y hubo momentos de su largo gobierno en los que tuvo talla de estadista. Ejerció su potente liderazgo de manera decisiva en cuestiones claves para España como su afiliación a la OTAN y a la Comunidad Europea. También fue capaz de hacer cumplir la promesa de Alfonso Guerra de que, después de los socialistas, a España no la iba a reconocer «ni la madre que la parió».



También instauró unos niveles de bienestar social desconocidos y eso acrecentó la igualdad de los ciudadanos. Y actuó en favor del interés público en muchas operaciones económicas y financieras.



La acusación de que González metió el neoliberalismo de contrabando en la ideología socialista me parece hasta cierto punto injusta, ya que fueron más los globos sonda que lanzó su gobierno que las verdaderas reformas que en ese sentido introdujo. Por eso, Juan Jaime Díaz fue provinciano y excesivamente adulador al preguntarle: «¿Cómo se entiende que uno de los más connotados representantes del socialismo internacional sea partidario de eliminar barreras, aumentar la competencia y hable de libre mercado?»



¿Cómo se entiende? Pues fácil, porque González es tan pragmático («heterodoxo» dice él) que ya en la década de los ’70 volvió de un viaje a China haciendo suya la famosa frase de Deng Xiaoping: «No importa que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones».



Y del desprecio al color de los gatos hay un paso para empezar a despreciar a las personas. La simpatía que alguna vez pude sentir por Felipe González se esfumó en 1987 cuando comenzó a descubrirse que su gobierno consintió y colaboró con la organización de una banda de mercenarios que luchó ilegalmente contra el terrorismo de ETA. Eran los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), financiados con fondos reservados del Ministerio del Interior. Perpetraron 26 asesinatos en tres años y
cometieron multitud de errores. Cuando todos los indicios apuntaban al Gobierno, González dijo fríamente que eso nunca se demostraría. «No hay pruebas ni las habrá», afirmó secamente.



Pese a todas las zancadillas judiciales, la desaparición de las pruebas y el soborno de testigos, una -tan sólo una- de las denuncias consiguió sustanciarse judicialmente hasta el final (el secuestro de un inocente, Segundo Marey, confundido con un colaborador de ETA) y permitió condenar a José Barrionuevo, ministro del Interior de Felipe González. Por encima de Barrionuevo estaba el llamado «señor equis», según el diagrama entregado a la Justicia por el inspector José Amedo Fouce. La equis nunca se despejó desde el punto de vista judicial.



Durante años, los policías que organizaron esta guerra ilegal y que fueron condenados por ella chantajearon al gobierno de González a cambio de callarse el trabajito sucio que habían hecho y éste lo consintió, pagándoles puntualmente por su silencio en cuentas secretas de Suiza. A nadie en España se le oculta que González tiene todos los boletos para ser el «señor equis». Pero Felipe ha preferido mantenerse firme hasta el final apoyando a los autores materiales de la mayor inmoralidad cometida por su gobierno: el terrorismo de Estado y el alegre saqueo de los fondos reservados del Ministerio del Interior.



Para ilustrar cómo Felipe se avenía al chantaje, cito un diálogo entre el entonces diputado Baltasar Garzón y el presidente González ocurrido en el palacio de La Moncloa el 22 de abril de 1994 y que está recogido en el libro Garzón: el hombre que veía amanecer, escrito por Pilar Urbano, una periodista del Opus Dei que no debería ser fuente de desconfianzas para Juan Jaime Díaz o El Mercurio:



– Felipe, cesa a Barrionuevo: es necesario.
– No puedo… Ya le he dicho que se marche, y me ha contestado que no: que si él se va, yo con él…



A mediados de la década de los ’90, cuando los cadáveres de los GAL y los condenados por la corrupción ya no cabían en el armario de su mala conciencia, González conoció al ex ministro Fernando Flores, quien le cautivó con su discurso filosófico posmoderno. González lo convirtió en su gurú de cabecera y le facilitó diversos trabajos en España. La relación se hizo tan intensa que, al cabo de un tiempo, Flores se felipizó y Felipe se florizó. Y así, González -un político por naturaleza- desde que abandonó el poder en 1996 ha preferido presentarse como gurú posmoderno, mientras que Flores -el gurú ejemplar- ha saltado a la política como senador con mal disimuladas aspiraciones presidenciales.



Entre charla y charla, y poniendo en común su nutrida lista de contactos, González y Flores han creado uno de los lobbys más potentes del mundo.



Así es la historia y estas son las poliédricas caras del hombre de los gatos sin color que gobernó España por espacio de 14 años. Habiendo asistido en Chile a crímenes de Estado que se justificaban con los mismos raseros, no puedo considerar en esta dimensión a Felipe González mejor que nuestro Augusto Pinochet, con quien Juan Jaime Díaz simpatizaba tanto en 1983. Este es el fiel retrato del acompañante de Fernando Flores que el editor de Economía y Negocios les ahorró a los lectores de El Mercurio del domingo. El mismo que se enseñorea por América Latina en el avión del multimillonario mexicano Carlos Slim y que viaja a la Antártica en un avión de la Fuerza Aérea de Chile arreglado por el senador Flores, según se publicó en La Segunda del jueves 14 de noviembre pasado.



¿Nos parece bien que la FACH, que se costea con el dinero de todos los chilenos, utilice sus aviones para trasladar a este club de amigos cargados de influencias y de millones que se dedica al turismo en lugares exóticos? No lo sé. Pero tengo la secreta esperanza de que ya que Juan Jaime Díaz no fue capaz de hacer ninguna pregunta puntuda a Felipe González durante su escala en Punta Arenas, por lo menos le obsequiara su best seller Mis finanzas personales. Me haría gracia que fuera así, porque haría bueno el refrán de que «Dios los crea y ellos se juntan».



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