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A organizarse a nivel local


Hasta 1973 había en Chile organizaciones sociales fuertes y mucha vinculación entre sindicatos y partidos progresistas. Se avanzaba en la organización por rama y en el desarrollo de sindicatos únicos que unieran a obreros y empleados, en la búsqueda constante de la UNIDAD tras una central única de trabajadores. La base objetiva de ello se encontraba en el surgimiento de la clase obrera chilena en las oficinas salitreras, donde vivieron y crecieron junto a sus familias, compartiendo su vida integralmente. En el proceso de trabajo cada uno dependía del otro, incluso en la defensa de la vida por el peligro que entrañaba la faena minera. Posteriormente, los procesos fabriles los obligaron a esta dependencia en las cadenas de producción. Su unión era natural, la esencia de su vida.



Uno de los objetivos del régimen militar fue destruir esta organización, representando los intereses de los propietarios que ya no podían soportar el avance reivindicativo de la organización popular. Ello se logró en forma masiva y drástica, aniquilando la organización y destruyendo los partidos políticos que la apoyaban. La tarea se continuó, sistemáticamente, en democracia, a través de la aplicación de la Constitución del 80 con un sistema binominal poderoso, y flamante aún después de 14 años, y con mecanismos más sutiles como la cooptación de los líderes partidarios de izquierda, la división de las organizaciones populares y la farandulización de la política.



Una organización única de trabajadores, donde se debatan diferentes ideas políticas y que participe en la estrategia de desarrollo del país, es inconcebible en los nuevos tiempos.



El triunfo de este aniquilamiento se apoya en la reconversión del proceso productivo a nivel mundial, con la exportación de los procesos fabriles al Asia, la modernización e informatización de procesos y la precarización del mercado laboral a través de las empresas subcontratadoras de mano de obra, el trabajo a destajo, por cuenta propia o por cuenta ajena, las contrataciones temporales por hora, obra o faena y la humillante polifuncionalidad. Se obtiene del trabajador largas jornadas que extraen del descanso y la familia o el Gran Almacén monopsónico externaliza al trabajador en el domicilio el costo de la maquinaria, su depreciación, los errores de producción, su protección, salud y seguridad social. Si trata de crecer hacia artesano o microempresario debe pagar gastos administrativos a los almacenes y entregar productos a consignación.



La gran empresa para ser «competitivo» externaliza costos a los trabajadores y a la comunidad y atomiza la fuerza laboral y el movimiento sindical para impedir su defensa. De esta manera, los trabajadores rara vez ganan los conflictos a nivel de la empresa. Si los agitadores no son despedidos, los conflictos se eternizan a través de su judicialización, lo que ningún trabajador puede resistir al no contar con el apoyo que otrora les brindaron los partidos políticos de izquierda.



En suma, se abre una nueva situación en la defensa de los derechos de las mayorías excluidas. El centro de trabajo ya no es un espacio de unión física de los trabajadores y la dependencia del empleador es difusa, tanto por el traslado de la industria manufacturera al Asia o al domicilio. Las faenas extractivas ocupan poca mano de obra estando altamente mecanizadas. El trabajo agrícola cuenta con un número mínimo de trabajadores permanentes, utilizando las diferentes formas de trabajo temporal que ofrece el mercado, donde incluso ha surgido el trabajador itinerante por las distintas épocas de cosecha. Los trabajadores de servicios y comercio, aún en una pequeña sección, pertenecen a diferentes empleadores o razones sociales o el trabajadores sólo se relaciona con un subcontratista. La relación actual de los trabajadores con su fuente de trabajo es difusa.



La esencia de la vida de los asalariados es la temporalidad, la inestabilidad, la desprotección y el miedo. Pero las grandes corporaciones no sólo externalizan costos laborales, sino que el máximo posible al conjunto de la sociedad y también los «costos de la modernización»: sus deshechos tóxicos, basura pestilente, alimentos en mal estado, emanaciones contaminantes de plantas de aguas servidas recientemente privatizadas, inundaciones por calles, o casas mal construidas, plagas de ratones, termitas y garrapatas por las nuevas construcciones, incumplimientos de contratos y malas prácticas de todo tipo, como el costo arbitrario en los servicios públicos, artículos electrónicos quemados y créditos usureros. El Estado no protege, porque lo considera «conflictos entre privados» y, salvo algunos programas de televisión, la población está totalmente inerme frente a este avasallamiento.



La Farfana, La Rinconada de Maipú, Pudahuel, Comunidades de Puente Alto, La Pintana, en San Bernardo poblaciones aledañas a las nuevas autopistas o a la construcción del Metro, y otras localidades de pobladores de escasos recursos en todas las regiones del país, se han destacado defendiéndose de los atropellos de las grandes empresas por estos conceptos, con ejemplos extremos como el de la empresa sueca Boliden Metal, cuya basura tóxica fue diligentemente importada por el régimen militar y que actualmente produce graves daños a la salud de los niños de comunidades aledañas en Arica ante la indiferencia de las autoridades.



Hemos sido informados de casos pintorescos que pueden mover a risa si no nos sintiéramos tan humillados, como el de los pobladores que deben pagar peaje para salir de sus casas debido a las nuevas autopistas que surcan la Región Metropolitana, el de la pobladora que tiene casi en su patio una gruesa columna de una pasarela gigantesca para cruzar estas mismas autopistas.



En los últimos días se ha destacado, la lucha de lo pobladores de San Bernardo en la Avenida Las Acacias que quedan sin rutas alternativas a la Autopista Norte-Sur o que se inundan con rapidez debido a la ausencia de recolectores de aguas lluvias. Se ha visto el caso de los pobladoras enfermos de los nervios por el ruido de las retroexcavadoras o con sus casas destruídas por estos mismos efectos o poblaciones, que vivieron frente al mar en hermosas ciudades de la V Región literalmente tapadas por inmensos edificios. Más dramática sin embargo, es la falta de seguridad de estas carreteras por las que tanto peaje debemos pagar, ya que por la economía de costos de las empresas constructoras, su diseño permite que enfermos mentales puedan apedrear automóviles causando la muerte o discapacidad de transeúntes inocentes. O los trabajadores muertos en importantes construcciones por la carencia de sistemas de seguridad industrial. Esto jamás ocurriría en un país civilizado.



En suma, los ciudadanos chilenos estamos constantemente afectados en nuestras casas el avasallamiento de las empresas privadas que ahora poseen calles, cárceles, autopistas, pronto hospitales, el agua, los ríos y el derecho a pagar para contaminar.



No queremos enumerar acá la agresión ambiental a nuestro habitat natural y la ejercida sobre los trabajadores en sus fuentes de trabajo, como es el caso de los mineros que lixivian el oro de la empresa canadiense Meridian Gold con cianuro, que lo transportan, y los graves daños a su salud y el entorno. Ni tampoco la que produce el asbesto, cuya víctima símbolo fue la silenciosa protesta de Eduardo Miño frente a La Moneda quemándose a lo bonzo. Tampoco los pesticidas que usan los temporeros como la docena de la muerte prohibida en los países desarrollados.



Es claro que la lucha por nuestros derechos en la actualidad va más allá que la lucha en contra de la explotación laboral y que no basta con tener un buen sueldo para no ser agredido. Es evidente que son los pobladores de menores recursos los más afectados por las externalizaciones de las grandes empresas, pero basta estar ubicado en un lugar incorrecto en el momento incorrecto para ser afectado independientemente del nivel de ingresos.



De esta manera, surge de forma natural la necesidad de crear nuevas formas de organización que no debiliten al trabajador, como está ocurriendo con las luchas a nivel de la empresa, y deberá ser en la comunidad donde debemos organizar nuestra defensa.



La organización local no ha sido una práctica histórica común en Chile, pero estas nuevas condiciones y la inexistencia de un Estado Protector indican que es imprescindible organizarse a nivel local, donde los pobladores no tendrán nada que perder y donde cuentan con total legitimidad para defender sus derechos. Hay grandes tareas que tampoco el Estado va a cumplir como es la lucha contra la delincuencia y el microtráfico en los barrios populares. Deberán ser los propios pobladores los que generen formas de vigilancia, de apoyo a sus hijos para combatir la drogadicción e incluso de la creación de espacios públicos más humanos.



Los pobladores, los jóvenes, los trabajadores en su domicilio, los desempleados, las mujeres son avasallados en sus lugares de vivienda y carecen de protección. El próximo paso que debemos dar los chilenos en nuestra ya larga lucha por la libertad es fortalecer nuestra organización en el barrio. La organización local puede unir todas las luchas, desarrollar iniciativas y, al mismo tiempo, ejercer el control sobre los que se declaran «con vocación de servicio público». Desde este tipo de organizaciones deberían surgir las autoridades locales y municipales rompiendo desde la base con las designaciones a dedo desde arriba que cada vez se alejan más de la realidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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