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El Caballero de la Blanca Luna en la ONU


El exorcismo urbi et orbi que Hugo Chávez realizó en el altar del hemiciclo de la ONU fue el episodio más reciente de la (tele)novela por entregas en que ha convertido el lado visible de su presidencia. Sin darse cuenta de que con su histrionismo lo que hace es sabotear el loable proyecto bolivariano, Chávez no deja títere con cabeza.



En la ONU le tocó el palo a G. W. Bush, el diablo que dejó su peste sulfurosa pegada al mármol del foro internacional, como dijo Chávez persignándose para las cámaras. Nadie se salva. Un par de semanas antes, el show de Chávez tuvo de artista invitado nada menos que al convaleciente Fidel. No lo trató de diablo, pero en cierto modo fue peor, porque desplazó al mismo enfermo del centro de la atención y se adueñó de la escena.



Quizás qué habrá pensado Castro cuando Chávez declaró que, al verlo en cama y con 20 kilos de menos, el barbudo le recordó ya no al coronel Aureliano Buendía, sino a Don Quijote. El ex coronel venezolano aclaró que el nuevo «Don Quijote de La Habana», eso sí, era un «Quijote sin locura». No se dio cuenta de que pisaba una bomba de ironía al proclamar a Castro como «Quijote de la realidad». Es que los milicoides como Chávez (y como nuestro recordado almirante Merino) a veces tienen talento para marchar al son de la burla y el sarcasmo, pero muy rara vez tienen el zapato fino que se necesita para bailar el twist de la ironía en una sola baldosa.



Siendo un hombre medianamente leído, Fidel se habrá dado cuenta de las implicaciones de la analogía que se le ocurrió a Chávez. Fidel debe saber que las palabras del líder bolivariano no evocan al Quijote de las aventuras más conocidas sino que más bien corresponden al preludio de la muerte del Caballero de la Triste Figura, cuando éste pasaba más tiempo postrado en cama, molido y depre, que cabalgando en su Rocinante.



Muy poco antes de morir, en el capítulo que se titula: «De la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote», el caballero andante se enfrenta en Barcelona a un misterioso rival que se identifica como el Caballero de la Blanca Luna. Al primer lance, con un pechazo bien calculado de su caballo, el de la Blanca Luna deja al pobre Rocinante y a su flaco jinete esparcidos sobre la arena de una playa barcelonesa. A esas alturas, Don Quijote se había convertido en espectáculo público, objeto de burlas y escarnios que él interpretaba como elogios y muestras de admiración. El misterioso caballero que lo derrota en la playa barcelonesa resulta ser un amigo y paisano, el bachiller Sansón Carrasco. Su intención no es humillar a Don Quijote, sino obligarlo a dejar la vida de caballero andante para que vuelva tranquilein a su pueblo, a ser el que era antes, Alonso Quijano, el Bueno. Pero la bondad de Sansón Carrasco es sólo apariencia. Lo que busca es desplazar a Don Quijote y erigirse en una especie de contra-autor de la novela, un censor que determina que los delirios de Don Quijote no tienen sentido, que ya pasó su hora.



El secreto del bachiller Sansón Carrasco es que él quisiera haber sido el Quijote, pero un Quijote imposible de derrotar o de burlar. En eso, el personaje de Sansón Carrasco de asemeja a Hugo Chávez. Si Fidel es el postrado Don Quijote de La Habana, él es el Caballero de la Blanca Luna, montado en un poderoso alazán color petróleo. El plan del Caballero de la Blanca Luna no es más que una versión cínica del proyecto original de Don Quijote, del mismo modo que el bolivarianismo mediático de Chávez es una versión postmoderna y agria de la fallida pero digna revolución cubana. Alonso Quijano se da cuenta de que él mismo ha creado las condiciones para su derrota a manos del Caballero de la Blanca Luna, y por eso Dostoievsky dice que Don Quijote es el libro más triste que se haya escrito.



Pero si uno lee el Quijote olvidándose de Cervantes se pierde la mitad de la novela. Es cierto que el personaje, por desgracia, se independizó del autor, y no le fue muy bien más allá de los confines de la novela original. Por ejemplo, Don Quijote fue cooptado por Broadway en «El hombre de La Mancha», obra que, con perdón de los adictos al teatro musical, es poco más que una versión con caballos de «El violinista en el tejado». En este Quijote desvirtuado y comercial desaparece la huella del autor irónico y mordaz, consciente de los engaños de toda lectura fanática. En el escenario queda un factotum cantante, una caricatura sentimental de ésas que se compran de souvenir en España.



Porque el Quijote no se entiende sin el entramado que el Autor arma alrededor de su personaje, sin esa voz del prólogo que nos indica que cada página requiere la participación activa del lector, porque se trata de una ficción engranada en las trampas y los placeres de la lectura. Al meterse en su propia ficción, Cervantes nos advierte que lo que leemos es una traducción de otra traducción, el reflejo de un espejo, un engaño. El Autor (Cervantes enmascarado) se ofrece como guía para sacarle partido a Don Quijote, al subrayar que no podemos olvidar que la buena escritura es antes que nada artefacto, que es creativa, rebelde y siempre heterodoxa. Es lo que entendió Borges cuando aplicó la ingeniería literaria en reverso, en «Pierre Menard, autor del Quijote». Y es lo que tiene que entender el ex coronel venezolano, quien anda proclamando la cordura de Don Quijote de La Habana, mostrando libros en público como si fueran objetos mágicos de exorcismo, y dando por muertos a quienes todavía gozan de buena salud.



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Roberto Castillo es escritor y académico.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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