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El TC y la crisis institucional que viene


Una mirada a la institucionalidad política nos lleva a concluir que las corrientes contra mayoritarias de la política prácticamente gobiernan al país, a base de manipulación legal y por encima de la voluntad ciudadana.



Muchos actos importantes de representación de la mayoría política ciudadana se disuelven -con o sin estridencias- en mecanismos e instituciones de muy baja legitimidad democrática: el sistema binominal; la aplicación de intrincadas técnicas legislativas a base de quórum calificados, y también instituciones, como el Tribunal Constitucional (TC), convertidas -sobre todo después de la última reforma constitucional- en sistemas de veto frente a las acciones de gobierno.



Más allá de las graves equivocaciones de este gobierno y del anterior en relación al Transantiago, la declaración de ilegalidad por el TC de los créditos contratados por decisión gubernamental con el BID para financiar el transporte público de Santiago, es el último ejemplo de ello. Porque ocurre en medio de una ambigua situación en la cual se conoce el resultado pero se ignora la argumentación y los fundamentos del rechazo (aún no está disponible para los ciudadanos el texto de la resolución), los cuales pasan de facto a ser accesorios ante la opinión pública, pese a existir obligatoriedad legal de expresarlos. En rigor, el Tribunal ha actuado como si fuera una instancia de autoridad y no como una de derecho estricto.



El Tribunal Constitucional opera como si no requiriera argumentar sino simplemente emitir un juicio de autoridad política.



Como ha ocurrido ya varias veces antes, por ejemplo en el caso de la "píldora del día después", el Tribunal Constitucional le enmienda la plana a otros altos organismos del Estado. Esta vez, en el caso del crédito BID, le tocó también a la Contraloría General de la República, la que por ley orgánica debe ejercer el control de legalidad de los actos administrativos del gobierno.



La "toma de razón" por la Contraloría le otorga presunción de legalidad a lo hecho por el gobierno. Además, la Contraloría argumentó ante el Tribunal las razones por las cuales consideró que el Ejecutivo estaba actuando con apego a la ley. Como en otras ocasiones, tales argumentos no fueron suficientes.



El Tribunal Constitucional hace rato traspasó las funciones normales de un control de constitucionalidad, propiamente tal. Se ha ido transformando en un tribunal de fuero común que enerva la acción de los tribunales de justicia, incluida la Corte Suprema, en determinadas circunstancias. Ello lo ha convertido en un mecanismo de veto de la gestión gubernamental, altamente funcional al parlamentarismo espurio que ha ido emergiendo del desajuste institucional de la Constitución de 1980.



Para colmo, tiene una muy poco transparente generación en base a cuoteos políticos y negociaciones de camarillas que escapan completamente al escrutinio público. Es tan poco el control que existe, incluso sobre sus mecanismos de inhabilidades, que se han producido impunemente desajustes mayores, como cuando el ministro Raúl Bertelsen, que ya había emitido opinión anterior (a través de un informe en derecho), no se inhibió y dio el voto decisivo para la prohibición de la "píldora del día después".



Además, el Tribunal Constitucional ha roto el sentido interpretativo común que deben tener los órganos superiores del Estado, y ha instalado una pendiente de crisis institucional de insospechadas consecuencias si no se frena a tiempo. Sobre todo porque sus decisiones están descontroladas respecto de lo que es y cómo actúa un sistema constitucional equilibrado.



Las sucesivas reformas a la Constitución de 1980, que tiene un claro talante autoritario no solo en sus orígenes sino también en los valores de orientación de todo el sistema, la han descompensado de manera irreparable, particularmente porque vivimos en un ambiente donde la prudencia política es un bien relativamente escaso.



Así se explican y entienden las muchas voces que sostienen la necesidad de una nueva Constitución. Que exprese un nuevo consenso político y social, más sincronizado con la idea republicana de instituciones sólidas, estables y armonizadas en su funcionamiento por la perspectiva de un Estado democrático constitucional y social de derechos.





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