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Babas y hepatitis


Hace una semana, Silvio Rendón denunció lo que él llama «lobbismo literario» en el Perú. La denuncia ha sido borrosa: no dice cuál es el objetivo de esos lobbies ni cuáles son sus resultados. Y ha sido todo lo vago y contradictorio que ha podido con respecto a quiénes son las personas implicadas, excepto en mi caso.

Una persona no es un lobby. Un lobby es un colectivo que se organiza para obtener ciertos beneficios mediante el recurso de influir en terceros con algún poder de decisión. En el circuito literario, un lobby debería alcanzar a autores, críticos, medios de prensa y editoriales; acaso también a distribuidores y librerías.

En mi caso particular, Rendón parece decir que mis opiniones sobre autores y obras están influidas por los intereses de un lobby, o que son ellas mismas los vehículos del lobbismo: es decir, que yo escribo para beneficiarme o para beneficiar a otros. Como es obvio, sólo puedo tomar eso como una acusación de falta de ética.

Ya le di un buen número de pruebas de la inconsistencia (por decir lo menos) de sus acusaciones. Habló de Roncagliolo, le mostré mis críticas a Roncagliolo; habló de Ampuero, le mostré mis críticas a su intervención en la polémica de andinos y criollos; habló de Vargas Llosa, le mostré mis críticas negativas a Vargas Llosa.

Habló de Renato Cisneros: quedó claro que nunca en mi vida he opinado ni a favor ni en contra de la obra de Renato Cisneros y que apenas una vez critiqué la falta de ética de un blogger que quiso forzar a Cisneros a tomar distancia ante la ejecutoria político-militar de su propio padre.

Sus respuestas han sido cada vez más delirantes: que critico a esos autores negativamente para que nadie me pueda acusar de querer favorecerlos; que me opongo a que otros los critiquen negativamente para ser yo el único que lo haga; que escribo contra Denegri previendo que Denegri comentará negativamente mi propia obra. No necesito comentar esas acusaciones: son suficientemente estólidas en sí mismas.

Y en el colmo del ridículo, sin pudor por la vergüenza ajena que pueda provocar, Rendón se queja de que yo le haya respondido. Dice: «ahora (Faverón) se las agarra conmigo». ¿Qué les parece? Pobre, ¿no?

Rendón debe dejar la actitud de intrigante y moverse con algo más que su hígado como argumento. Debe hablar claro: quiénes conforman el lobby, quiénes se benefician de él, cómo se benefician de él, quiénes son los influenciados por el lobbismo y cuál es la manera en que yo me he beneficiado de todo ello.

El lobbysmo puede ser, y sin duda es, una actividad aceptada en innumerables ejercicios comerciales y la literatura es un ejercicio comercial. Hay, sin embargo, un sólo eslabón en la cadena literaria que no puede nunca, no debe nunca, bajo ninguna circunstancia, tener una intención lobbista: el crítico. El crítico que opina sobre una obra movido por un beneficio y no por su opinión, más aun si lo hace sistemáticamente, dentro de un lobby, es un corrupto, carece de ética profesional.

Una acusación así no la voy a tomar nunca a la ligera: si alguien quiere acusarme de eso, va a tener que exhibir algo más que sus humores hepáticos. Si quiere seguir con esto, Rendón va a tener que demostrar que lo falso es verdadero o, en su defecto, callarse y rectificarse.

Esto, por tanto, no es una invitación a nuevos vuelos de la imaginación de Rendón; no tengo el menor interés en seguir sus blogonovelas conspirativas: le exijo que deje de juguetear con mi honor y hable como adulto.

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