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Franco a los leones y Bellolio a sus ideas

Por: Ricardo Toloza Rifo


Señor Director:
Comentando de manera indiscutiblemente sesuda lo que él denomina “una inaudita tragedia”, el profesor Cristóbal Bellolio desarrolla en su columna titulada “Franco a los leones…” , publicada por El Mostrador, dos objeciones morales al protocolo de acción del zoológico de Santiago. El objetivo de esta carta es examinar dichas objeciones, no con el objetivo de descartar su validez (los ejercicios de inteligencia son siempre necesarios), sino de observar humildemente lo que dichas objeciones callan.

Recordemos que dichas objeciones nos son presentadas más menos tal cual sigue:

a. Se debería considerar el “derecho” al suicidio toda vez que el suicida haya decidido de su muerte de manera autónoma, libre y soberana.

b. Si el animal humano no posee un estatuto moral privilegiado respecto del animal no-humano, entonces la existencia misma del zoológico (el de nuestros días) no tendría sentido.
El primer punto se hallaría anclado, según el profesor Bellolio, a una tradición de pensamiento asociada al libertarianismo ético, en tanto que el segundo estaría anclado, por su parte, al naturalismo filosófico.

Ahora bien, a nuestro parecer, la primera falla o, más bien, fragilidad argumentativa se produce en el momento en que el profesor Bellolio intenta rebatir la posición de quienes se opondrían al suicidio (en tanto que decisión autónoma, libre y soberana), reduciéndola al dominio religioso. A este respecto, citemos su columna: “Hay grupos de la población que creen que ningún ser humano puede disponer de su vida porque esta no les pertenece. Para ellos, obviamente, no se trata de una objeción válida. Pero el protocolo de un organismo público no debiese fundarse en ninguna doctrina religiosa particular.” (Las negritas son nuestras) De donde deberíamos implicar que nuestro posible desacuerdo con la idea de “libertad” del suicida vinculado a la idea de pertenencia a Dios (en el sentido en que nuestra vida no sería nuestra sino del Creador). Cuestión que le permite plantear más menos lo siguiente: si se ha dado muerte a los leones para salvar a Franco, animal humano, dicho acto permitiría implicar que se ha quitado al suicida el margen de libertad que le permitiría disponer de su propia vida. De donde es posible derivar que se lo ha despojado de su libertad a darse la muerte. Protección que no sería sino la consecuencia de una prohibición: la prohibición de disponer de su propia vida.

Creemos, no obstante, que el asunto merece una visión algo más amplia que aquella que el profesor Bellolio justamente se esmera en ampliar (¿es verdaderamente el objetivo de su columna?). Planteémonos la siguiente pregunta: ¿se debe permitir que el suicida lleve a cabo su gesto toda vez que se determine que éste responde a una decisión autónoma, libre y soberana? Si nuestra respuesta es afirmativa, formulemos una segunda pregunta: ¿de qué modo determinamos que su decisión es autónoma, libre y soberana?, es decir, ¿sobre la autoridad de qué criterios es posible determinar que efectivamente se trata de una decisión de este tipo? Luego, ¿quiénes deberían determinar la legitimidad de dichos criterios?; ¿neurólogos, siquiatras, filósofos? Como se ve, la cuestión es mucho más peliaguda de lo que el profesor Bellolio pretende hacernos creer.
Intentemos ahora dar una nueva perspectiva a este asunto. Nuestra pregunta en este sentido sería la siguiente: ¿en qué momento se puede considerar que un individuo alcanza los umbrales de libertad, autonomía y soberanía? En otros términos: si la decisión de vida o de muerte sobre su propia persona pertenece enteramente al individuo, ¿cómo podemos determinar efectivamente que el individuo se halla en total posesión de su propia vida? El punto remarcable es, en este sentido, que el profesor Bellolio desplaza el debate, u oculta el verdadero foco del debate, desde la tríada autonomía, libertad, soberanía (nunca analizados, nunca explicados, siempre supuestos) hacia la simple ausencia de un protocolo de acciones que, teóricamente, debería dar lugar a la afirmación misma de lo que él da por sentado. Pues bien, en nuestro parecer, debatir sobre los márgenes de la libertad individual, implicaría debatir, con anterioridad, no de los protocolos que permiten su afirmación, sino de los medios que permiten el nacimiento de dicha afirmación, es decir, ¿cómo hacemos en tanto que sociedad para que los individuos se hallen, tarde o temprano, en posesión de sus propias vidas?; ¿cómo hacemos para que el individuo se convierta en sujeto autónomo, libre y soberano? Aunque, por supuesto, siempre es posible suponer que la tríada a la que el profesor Bellolio alude nos es concedida con el carné de identidad, o con la mayoría de edad, o luego de realizado el servicio militar, o quién sabe qué otra cosa.

Sobre el segundo punto, es decir, sobre nuestra superioridad moral respecto de los animales no-humanos, la argumentación es nuevamente ligera. Un par de nombres y el argumento religioso (¿acaso el profesor Bellolio intenta emanciparse de la potencia de la Iglesia?). Citemos su columna: “Nuevamente, este razonamiento tiene perfecto sentido para quienes creen que la vida humana es especial en un sentido religioso” (Las negritas son nuestras) Cuando más, se nos concede el humanismo secular: “El humanismo secular tiende a pensar parecido. El filósofo británico John Gray critica justamente al humanismo por preservar la idea –injustificada ante los ojos de la biología evolutiva– de que somos merecedores de un trato preferente en el ecosistema.” Y aquí viene, como se dice en Chile, la joyita: “Si algo positivo sale de todo esto, podría encontrarse en esa dirección. Los zoológicos cumplieron un rol histórico determinado en tiempos en los cuales no solo éramos ignorantes respecto a las enormes similitudes que guardamos con otras especies, sino además como herramienta de pedagogía insustituible.” (Las negritas son nuestras)

Veamos. Un hombre llamado Franco Ferrada ha intentado darse la muerte. Se trata, no lo olvidemos, de un hombre que ha tenido una vida única, concreta. No obstante, esta vida, semejante a muchas otras, puede, debe ser, pasada por alto. Y en este sentido, no es necesario hablar de Franco, o de la vida de Franco, cuya especificidad es quizás la productora de la conciencia de Franco y, en consecuencia, de su decisión. Por supuesto, de modo general, tampoco es importante que existan hombres cuyas vidas transcurren en lugares semejantes a esas jaulas que tanto parecen perturbar al profesor Bellolio (él no conoce esas vidas, ni siquiera las imagina, sin embargo, conoce el nombre de la leona). No, para él, lo verdaderamente importante, la lección de este caso lamentable (y no trágico; al menos que el profesor Bellolio desconozca el concepto de tragedia) es que con esto queda demostrado que los protocolos de la comunidad no se han adaptado, como debiesen, a los nuevos tiempos. Es esto último lo que se debe retener de su columna.

Al desplazar el debate hacia una zona en que la objeción moral puede tener lugar, sí o sí, el hombre ha alcanzado, teóricamente, su libertad, lo que el profesor Bellolio silencia es el encaminamiento que lleva hacia dicha libertad, es decir, ¿cómo hacemos para que el hombre decida por la vida y, en consecuencia, por la comunidad? Creemos que éste debería ser, en parte, el trabajo de nuestros intelectuales.

Cordialmente,
Ricardo Toloza Rifo, Profesor de Español

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