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Después de la renuncia… ¿qué? Opinión

Después de la renuncia… ¿qué?

El tema es muy complejo porque, desde hace casi tres décadas, la búsqueda del consenso, ligada a la razón de Estado, nubló el panorama y abrió espacio a los silencios de la historia. A partir de ese momento, el pasado doloroso fue considerado para denunciar horrores vividos (tortura), para la referencia emotiva (desapariciones) o para realzar figuraciones (roles en la lucha por la democracia), sin llegar a lo sustantivo: la responsabilidad del terrorismo de Estado en la destrucción del Estado democrático. Bajo las condiciones de la transición no hubo espacio para más y esto permitió a la derecha negar la historia  y empatarla con un relato falsificado. Acto seguido, el razonamiento neoliberal cubrió con un manto espeso todas las esferas de la vida, destruyendo visiones de mundo y solidaridades –intercambiadas por un individualismo exacerbado–, condenando a la periferia de la razón al humanismo.


Las controvertidas palabras del (ahora) ex ministro de las Culturas, las Artes y el Patrimonio son el reflejo de una polémica que empieza.

Cuando el efímero ministro sacó la espoleta de la bomba del olvido, instalada hace ya décadas, reaparecieron las iras y los miedos de vencedores, colaboradores y derrotados. Las reacciones provenientes de todos los sectores del espectro político, indican que el drama iniciado en 1973 aún está presente. Solo que esta discusión estaba oculta por las técnicas del olvido. Las miserias teóricas afloraron. La sobreideologización de la derecha se solazó con las palabras del ex ministro sin tomar en cuenta que, no obstante constituir un todo, hay una gran diferencia entre historia e historiografía. Tomar en consideración este aspecto evita transformar aquella disciplina en un relato interesado por posición social o  ideológica, es decir, la transformación disciplinaria en un mero relato justificador, en este caso, del hecho punitivo.

En efecto, la historia es la disciplina que investiga la realidad en la que estamos insertos los seres humanos, es lo que en la antigüedad se denominó el estudio de la res gestae, es decir, la reconstrucción de las cosas que sucedieron. Por su parte, la historiografía se ocupa de la investigación y escritura, esto es, la historia rerum gestarum, en otras palabras, el estudio de la relación de las cosas sucedidas. Dicho en otras palabras, una cosa es lo ocurrido, lo que no puede cambiarse, y otra, su interpretación/comprensión.

Ahora bien, para restringir la subjetividad existen las teorías sociales, la epistemología (producción de conocimientos), los métodos y técnicas de investigación, esto es, meditaciones y pasos labrados laboriosamente en el paso de los tiempos y en el pensamiento con el propósito de reducir la subjetividad propia del ser humano… precisamente lo que la derecha no ha logrado hacer con el tema de los derechos humanos.

[cita tipo=»destaque»]El tema es muy complejo porque, desde hace casi tres décadas, la búsqueda del consenso, ligada a la razón de Estado, nubló el panorama y abrió espacio a los silencios de la historia. A partir de ese momento el pasado doloroso fue considerado para denunciar horrores vividos (tortura), para la referencia emotiva (desapariciones) o para realzar figuraciones (roles en la lucha por la democracia), sin llegar a lo sustantivo: la responsabilidad del terrorismo de Estado en la destrucción del Estado democrático. Bajo las condiciones de la transición no hubo espacio para más y esto permitió a la derecha negar la historia  y empatarla con un relato falsificado. Acto seguido, el razonamiento neoliberal cubrió con un manto espeso todas las esferas de la vida, destruyendo visiones de mundo y solidaridades –intercambiadas por un individualismo exacerbado–, condenando a la periferia de la razón al humanismo.[/cita]

Por eso fracasó su última arremetida. Tanto, que un hecho de coyuntura está permitiendo a Mnemosina, la diosa de la memoria, romper sus cadenas. Una explosión memorística recorre Chile. Desde sus redes sociales la ciudadanía clama por saber todo lo que hemos vivido y padecido los chilenos, se trata de abrir las compuertas que permitan comprender la historia de nuestro tiempo presente, es decir, lo que no permiten/ocultan los aparatos ideológicos de Estado. Hecho que tiene precedentes en distintos lugares. Son los casos de la Guerra Civil española donde en los ochenta comenzó la revisión de la dictadura de Francisco Franco; el de la revisión de la colaboración en Francia con el ocupante alemán durante la II Guerra Mundial; es también el caso de Argentina con la publicación del Nunca Más; o la Memoria del Silencio en Guatemala, etc.  

Por eso, ya no puede aceptarse ni el negacionismo ni la justificación del horror ni el falsacionismo ni la postura del empate ni la acusación de imposición de una versión. Mucho menos, posiciones acomodaticias como aquellas que aceptaban al ex ministro por haber sido formado en Suecia, como si no hubiese sido rechazado por la propia derecha de ese país,  todas justificaciones, de una u otra forma, del terror de Estado. Lo que está en juego no es la pertinencia y permanencia del Museo de la Memoria  que, al fin y al cabo, es un museo que contiene un jirón de historia en relación con la conculcación de los derechos humanos. Lo que está en juego ahora es la recuperación de la totalidad del acontecer histórico, entendido como un ejercicio necesario para la profundización de la democracia, y ese tiempo está llegando.

Los acuerdos transicionales ya son parte del pasado. Chile cambió, pero la esfera ideológico-cultural pareciera detenida en el tiempo, ante lo cual ha surgido, espontáneamente, la protesta que demanda reconocimiento de una historia cruel. Los elementos que explican esta tendencia son: el relevo generacional que, en alrededor de cada cuarenta años, se produce entre los dirigentes políticos y los intelectuales; la molestia ciudadana constituida por el reclamo de los viejos privados del recuerdo público y de los jóvenes impedidos de conocer ese pasado; el interés social de generaciones que sospechan de relatos que inmovilizan los sistemas políticos y de representación; la sospecha/temor de que a través del olvido se repitan los luctuosos sucesos; además, cambió el tiempo en el sistema-mundo, ya no vivimos el blanco/negro de la época de la Guerra Fría, donde pareciera refugiarse mucha de la argumentación en torno al Museo.

El tema es muy complejo porque, desde hace casi tres décadas, la búsqueda del consenso, ligada a la razón de Estado, nubló el panorama y abrió espacio a los silencios de la historia. A partir de ese momento el pasado doloroso fue considerado para denunciar horrores vividos (tortura), para la referencia emotiva (desapariciones) o para realzar figuraciones (roles en la lucha por la democracia), sin llegar a lo sustantivo: la responsabilidad del terrorismo de Estado en la destrucción del Estado democrático. Bajo las condiciones de la transición no hubo espacio para más y esto permitió a la derecha negar la historia  y empatarla con un relato falsificado. Acto seguido, el razonamiento neoliberal cubrió con un manto espeso todas las esferas de la vida, destruyendo visiones de mundo y solidaridades –intercambiadas por un individualismo exacerbado–, condenando a la periferia de la razón al humanismo.

Por tales razones es tan importante la señal de la ciudadanía en un Chile que mutó por medio de transformaciones compulsivas que han conducido a dificultades que se hacen visibles a pasos agigantados, allí está la corrupción que aflora, las demandas redistributivas, el descrédito del Parlamento, del Poder Judicial, de las Fuerzas Armadas, de la Iglesia, el reclamo feminista, etc. Por eso, nunca serán suficientes los esfuerzos para profundizar la democracia. Es en este contexto que el tema de la memoria deja de ser solo un recuerdo-movilizador, lacerante para las izquierdas, acomodaticio para el colaboracionista o justificador para las derechas, pasando a constituirse en el medio de comunicación y unidad para los reventados de la historia, interesados en asegurar la convivencia.

Está llegando el momento de conocer toda y todas las historias, de romper con la amnesia historicista, por doloroso que sea, es la exigencia y enseñanza de la movilización de chilenos que se negaron a una nueva humillación, preocupados por la ofensiva ideológica de una derecha que se niega a reconocer sus errores. Parafraseando al filósofo J. Habermas, ha llegado el momento de hablar de un pasado que no quiere pasar”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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