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Crítica de cine: “La caja de Pandora”, los males de la sangre Un estreno exclusivo de la sala capitalina Normandie

Crítica de cine: “La caja de Pandora”, los males de la sangre

Con casi seis años de retraso, llega por fin a nuestra cartelera, este excepcional largometraje turco, el cual ganó el importante premio a la mejor película en el festival español de San Sebastián del 2008. Dirigido por la realizadora Yesim Ustaoglu, analizamos un drama que hunde sus raíces en la gran tradición fílmica europea, y que explora, en 112 minutos, las secuencias de un grupo familiar que, ante el deterioro físico y mental de su matriarca, debe enfrentar los traumas y la profunda disfuncionalidad, que esconden detrás una aparente y tranquila vida cotidiana.


“Pero el amor te mintió, y lo que había en mí de destruido continúa destruyendo, matando a mis nietos uno tras otro. No hace falta tirarse por la ventana para morir, otros como tú mueren bien vivos. No hay liberación para ti. Vayas donde vayas, hagas lo que hagas, el horror y la locura te esperan. Gesticula cuanto quieras, mi pequeño halcón, porque no escaparás. Créelo, gesticula. Tu madre y yo siempre estaremos aquí para aplastarte con nuestra desgracia”.

Emmanuel Carrère, en Una novela rusa

Es una película potente La caja de Pandora (Pandora’nin kutusu, 2008), una de esas piezas que, además de generar una sensación de desasosiego en el espectador que la observa, provoca todas esas reflexiones que vienen de la mano con un relato que explora en el sinsentido de la existencia, sobre todos los ámbitos de cualquier derrotero humano, aquí en Santiago de Chile, o allá en Estambul, en el último rincón europeo de la península de Tracia.

Abandonada en un pueblo de provincias, de pronto la anciana Nusret (interpretado por la actriz Tsilla Chelton, quien obtuvo el galardón a mejor actriz en San Sebastián 2008 por este rol), se extravía desde la casa donde vive sola. De aquel hecho, sus tres hijos reciben la noticia en Estambul. La desaparición de la madre, así, desencadena un viaje en conjunto entre las dos mujeres (Nesrin y Güzin) y el varón (Mehmet) –de edades que oscilan entre los 40 y los 50 años-, a fin de rastrear las coordenadas de la perdida matriarca del clan.

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Mediante un par de secuencias elocuentes, nos queda claro que el padre del grupo abandonó hace años a Nusret, y que nunca más se supo de él, salvo por el vacío y el dolor oculto que dejó su decisión en la psicología de los miembros de la familia. Pues esa figura misteriosa y evanescente, la del procreador, se encuentra más presente que ningún otro símbolo filial en la cabeza de los hermanos y de la madre: su fuga los determinó sin apelación posible y ha moldeado su mente y la trayectoria, tanto vital como afectiva, que han protagonizado de adultos.

Nesrin, la hija mayor (personificada por la actriz Derya Alabora, quien actúa en la recientemente estrenada El hombre más buscado), lleva un matrimonio en evidente decadencia, y debe lidiar con la indiferencia de su esposo y la rebeldía de su único descendiente, Murat (encarnado a su vez por Onur Ünsal). La mujer del medio, la periodista Güzin (Övül Avkiran), a duras penas resuelve una historia íntima marcada por las frustraciones amorosas y las desilusiones existenciales más rotundas. En cambio, el único hombre del trío, Mehmet (Osman Sonant), un desocupado y cesante crónico, dandy arruinado y ocioso compulsivo, pasa sus días hundido en el único sillón de su departamento de soltero, fumando marihuana y bebiendo profusamente alcohol.

Finalmente, Nusren es hallada en deplorables condiciones a campo abierto, se le diagnostica el mal de Alzheimer, y es trasladada a Estambul por sus hijos. El acontecimiento ocurrido en la lejana colina de la que son oriundos, permite contemplar las diferencias entre los integrantes de la familia, y la disfuncionalidad latente de sus quebrados vínculos.

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Ese detalle se haya muy bien graficado tanto por la dirección de la realizadora, Yesim Ustaoglu (1960), como por el guión escrito por ella y su compatriota Selma Kaygusuz. Y son revelados por una cámara distante y “objetiva”, que prescinde de un compromiso mayor, y que sin obviedades manifiestas, nos impulsa a meditar en esta cinta, sobre las influencias del cine alemán y centroeuropeo, de la segunda mitad del siglo XX aquí ubicables.

Los vínculos entre los lentes germanos de Rainer Werner Fassbinder, Volker Schlöndorff, Werner Herzog, Wim Wenders, el húngaro István Szabó y la estética de la cinematografía turca contemporánea, resultan claros como un cielo azul de verano. Más aún, si observamos al epicentro creativo de esos afluentes, que no es otro que uno de los directores estrellas del circuito internacional, el hombre nacido en el puerto de Hamburgo, pero de padres otomanos, Fatih Akin (1972), el autor de cintas como Gegen die Wand (2004) y Auf der anderen Seite (2007).

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También, debemos pensar, al analizar este filme, en Nuri Bilge Ceylan (Estambul, 1959), el cineasta que acaba de ganar la Palma de Oro en Cannes por Kis uykusu (2014), y que antes nos deslumbró con Üç maymun (Three Monkeys, 2008), con la cual venció en la categoría de mejor director, durante el mismo festival de hace seis años, y que se estrenó en Chile durante alguna muestra veraniega, organizada por el Centro de Extensión de la UC.

El uso de la cámara desplegado por Yesim Ustaoglu, asimismo, con esos planos-secuencias que anhelan retratar la realidad ficticia en su sentido más amplio y profundo, nos hace reflexionar en la obra de Michelangelo Antonioni, especialmente en sus películas L’Avventura (1960) y Professione: reporter (1975), en donde una pérdida, una desaparición, y el posterior flaneur emprendido para solucionar el problema, descubre una serie de cambios existenciales, vínculos y relaciones torcidas, entre los distintos componentes de un grupo humano en específico.

La caja de Pandora, en efecto, es una obra ambiciosa en sus fines artísticos, además, como ya lo afirmamos, de poseer una cuidada factura cinematográfica, llevada a cabo con una técnica elaborada, a veces sobria, a veces totalizadora.

Sus apelaciones dramáticas, igualmente, son vívidas, angustiantes sin ser chabacanas, recomendable para quienes buscan contemplar las honduras de una crisis familiar y personal, en sus vertientes más desnudas y podridas: la historia de un clan cuyos integrantes evitan verse y contactarse, bajo todos los pretextos posibles, y que aún así, se ven obligados a hacerlo.

Un pensamiento final. Las ausencias, parece decirnos Yesim Ustaoglu, nos pesan menos que las presencias frías e indiferentes, aunque esto se aprecie contradictorio a primera vista. Y que en el desapego y las desgracias filiales, insiste la realizadora, se rastrean los orígenes de unas biografías truncas y sombrías -aparentemente tranquilas y apacibles-, al interior de una ciudad moderna e inabarcable, inmensa, y siempre a punto de estallar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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