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Crítica de cine: “Perla”, un ladrido para espantar la tristeza y el abandono

Crítica de cine: “Perla”, un ladrido para espantar la tristeza y el abandono

El realizador de “Gringuito” (1998) y “Te amo, made in Chile” (2001), regresa con su largometraje más sensible y conmovedor, por lo menos analizado desde un punto de vista estrictamente artístico y dramático. El imaginario fílmico-documental de un Santiago configurado como una urbe y capital metropolitana, atravesada por la soledad y la redención afectivas, destacan en este crédito, protagonizado por la perrita del mismo Sergio Castilla.


“La inmensa ciudad condensa / su vida, ahonda en sí misma, / y bajo la noche inmensa / se reconcentra, comienza / a meditar y se abisma”.

Carlos Pezoa Véliz, en Alma chilena

Sin ser una cinta que audiovisualmente, y dentro de sus cualidades técnicas, escape a los límites de la medianía cinematográfica, Perla, la película (2015), constituye un hecho inaudito en la filmografía local. ¿Cuándo se había observado, por ejemplo, entre nosotros, que un animalito sin mayor adiestramiento, que el común destinado para una mascota, estelarice un largometraje? Porque ese hecho, resulta el principal atractivo del sexto título de ficción de Sergio Castilla (1942).

Aquella característica (un verdadero logro por donde se le enjuicie) y la escenificación de un Santiago moderno -una urbe situada en la frontera entre Las Condes y Providencia-, que se apodera de los encuadres de la cámara, es otra de sus virtudes. De fondo, la soledad, el abandono psicológico de un hombre que bordea los 70 años (encarnado por el mismo Castillo), que intenta otorgarle un nuevo aire a su carrera como director cinematográfico, y reconciliarse con su única hija, la que lo acusa de haber sido un mal padre. En suma, reinventarse.


La historia es bellísima, y la referencia constante que hace el realizador chileno a la obra de Francois Truffaut (enfocando un libro escrito por el cineasta galo) que mantiene el protagonista como objeto de veneración en su escritorio de trabajo, no es casual: el francés construyó toda su filmografía desde el dolor (originado por sus traumas familiares) y en la búsqueda de la redención existencial y en la felicidad, que podrían proporcionarle la creación artística y el encuentro del amor erótico-femenino, alzado este último concepto, en un sentimiento casi de plenitud religiosa. Y Castilla enuncia una idea semejante: me recupero de los golpes de la vida, mientras escribo un guión, y la compañía de mi perrita, hallada al azar y en la calle, no sólo me abrirá las puertas de la paz y de la tranquilidad, sino que también las de un hipotético encuentro con mi única descendiente, sangre de mi sangre.

Esas notables formulaciones dramáticas, sin embargo, y lamentablemente, no son expresadas con un lenguaje audiovisual que sobresalga más allá del oficio innegable de su autor, códigos que en algunos pasajes, se entrecruzan con lo mejor de su cine: Gringuito y Te amo, made in Chile. Especialmente, en ese tópico de sus personajes por desplazarse por las calles de una ciudad ignota y desconocida en sus barrios y pulsiones humanas fundamentales. En efecto, esa estrategia de desarrollo espacio-temporal es lo mejor de Perla, si nos ceñimos a sus aspectos netamente fílmicos: tanto la perrita como el rol estelar, caminan por una urbe que los exilia de sus implicancias afectivas, pertenencia sentimental y lazos más básicos; son unos parias.

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Ese motivo, Castilla lo representa de forma muy lograda, en diversas secuencias. Así, Santiago sólo se convertirá en el hogar de cada cual (de la mascota y de su advenedizo dueño), una vez que se produzca el contacto entre ambos. La perrita y el cineasta venido a menos se unirán por el azar provocado al interior de toda gran capital occidental, y para los dos se generan nuevas perspectivas y posibilidades anímicas, que si bien argumentalmente se manifiestan de una forma clara y concisa, resultan insatisfactorias y precarias audiovisualmente, debido a erradas decisiones tomadas en la sala de montaje, creo yo, y a una que otra falencia en la continuidad escénica de los cuadros (por ejemplo, pasamos sin intervalos geográficos desde el barrio Alto al Centro, y viceversa).

Pese a eso, la ciudad mapochina que delinea el lente del autor, vive, respira, tiene la fuerza de la garra y de la pasión. Porque ese Santiago se verifica y se aprecia cercano, casi a nuestras narices. Allí, el homenaje a Truffaut, guardando las distancias, es claro: en ciertas cuadras de la Avenida Apoquindo, en el cerro San Cristóbal y en una que otra plaza de Las Condes “antigua” (las calles cercanas al Estadio Español y a la Escuela Militar) para Castilla se esconderían las claves decodificadas de su biografía personal, como para el cineasta francés, eso sucedía con las esquinas que rodeaban los distritos del París decimonónico.

Edificar cinematográficamente una ciudad, es una meta que al director lo ha impulsado en su segunda etapa como realizador. Bástenos mencionar los casos de Gringuito y Te amo, made in Chile: en esos créditos, o bien la capital representaba, casi en los códigos de una perspectiva documental, a los populosos barrios que bordean el río Mapocho en el sector poniente (en la primera de las cintas); o bien, a la urbe que se erige oculta, paradisíaca y presuntuosa, pasado el puente Lo Curro (en el segundo de los largometrajes). Ahora, la capital metropolitana se compone, en los contornos del cuadro de la imagen, de una manera que podríamos definir como intermedia: en esos kilómetros que se extienden desde la Plaza Italia hasta el Apumanque, en un cono edilicio que ya para muchos santiaguinos representan los principales puntos laborales, financieros y comerciales de la zona que habitan.

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Enumerando: Perla es una película con nudos dramáticos poderosísimos, pero trasladados a secuencias audiovisuales bajo opciones y en un estilo de montaje deficiente (el modo de unir y de engarzar las distintas escenas), que trasluce uno que otro error a fin de concebir la coherencia narrativa de un relato fílmico de ficción. Eso no quiere decir que el libreto sea de una calidad literaria inapropiada, sino que las decisiones cinematográficas de su equipo realizador, quizás, distaron de ser las más adecuadas en esta oportunidad, teniendo en cuenta la fuerza y la emotividad de la historia de una perrita que ayuda a un hombre maduro, a salvarse de sí mismo y a eludir el desamparo más absoluto y desolador.

Insisto en esa clave de análisis: la intensidad artística del filme de Castilla vale por la metáfora que significa, y también, por supuesto, en el hecho de grabar con “gracia” y en los términos de un crédito audiovisual, a un animalito sin mayores adiestramientos para tales efectos. Nos encontramos en un estado de soledad total, sin parientes, sin familia, sin amigos, y la lealtad, la fidelidad, el cariño de una perrita, irónicamente, nos lanzan un flotador, y regresamos sanos y salvos a la vida, cuando la esperanza era una jocosa quimera. Ahí, en el tratamiento de ese núcleo, el autor chileno homenajea a otra película inmortal, como las de Truffaut: a la Umberto D. (1952), del italiano Vittorio De Sica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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