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Crítica de cine: “Que Horas Ela Volta?”, es tiempo de abrazar Película de cierre del 6° Femcine

Crítica de cine: “Que Horas Ela Volta?”, es tiempo de abrazar

Ganadora de un par de premios en la Berlinale de 2015, esta película de la directora brasileña Anna Muylaert, es una obra que apuesta por encuadrar audiovisualmente las relaciones disfuncionales de una familia de la alta burguesía de Sao Paulo, en contraposición con los frágiles, pero sinceros vínculos filiales, surgidos entre la sirvienta del hogar, y su joven hija, venida desde el interior del país. De fondo: la ciudad inmensa, con sus múltiples escenarios urbanos y formas de socialización.


“Nada se pierde con vivir, ensaya; / aquí tienes un cuerpo a tu medida”.

Enrique Lihn, en La pieza oscura

La filmografía brasileña resulta un manantial artístico un tanto ignorado en Chile. Yo mismo, por ejemplo, sólo recuerdo haber visto en las últimas temporadas, aparte de esta obra sobre la cual escribo, nada más que un par de títulos rodados en la nación de mayor tamaño de Sudamérica, y la única república de esta parte del mundo, con posibilidades y números reales para convertirse en una potencia militar y económica: Primo Basílio (2007), de Daniel Filho, Cidade Baixa (2005), de Sérgio Machado, y algunos de los recientes títulos del famoso realizador Walter Salles.

Ahora, y debido a la programación del reciente 6° Festival de Cine de Mujeres, es que se pudo exhibir (por fin) en Santiago, Una segunda madre (Que Horas Ela Volta?, 2015), de la directora Anna Muylaert, una autora de cierta celebridad, por haber sido una de las cinco guionistas de El año que mis padres se fueron de vacaciones (2006), además de ser la creadora de Prohibido fumar (2009): títulos cariocas que fueron premiados en diversos y destacados festivales internacionales del rubro.

Ambientado en Sao Paulo, el centro financiero y demográfico del Brasil, el crédito que diseccionamos es llamativo, asimismo, por personificar un reflejo de las problemáticas sociales características de nuestro subcontinente, también, porque responde a los parámetros de un filme con una estética audiovisual de orden superlativo (sus planos y el relato que muestra su cámara), y además, pues expone una historia dramática de dolor, engaños, imposturas y redenciones humanas, que es tratada a través del concepto siempre complejo de una familia, y de las relaciones afectivas y comunitarias, nacidas entre sus miembros.

La cosmopolita ciudad, sus barrios acomodados y su contrapunto urbano y de servicios (las llamadas “favelas”), son el motivo fílmico, ideológico y literario de Una segunda madre. Después, las situaciones argumentales que acontecen en su núcleo central (la casa de los “patrones”), el vínculo sustituto que une al joven Fabinho con la sirvienta del hogar (Val, encarnada por la notable actriz Regina Casé), y la indiferencia y frivolidad del jefe de familia (Carlos), y de su esposa (la señora Bárbara).

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La trama, es cierto, despierta una espontánea emotividad en la sensibilidad del espectador, pero lo mejor de la cinta es cómo esa fábula de superación y de reencuentro, equivale a un discurso cinematográfico en donde la escena se articula con sentido y cosmovisión escénica. El plano de una habitación, y el montaje de las secuencias, sin ir más lejos, se engarzan con la intencionalidad de expresar una emoción, y también un fragmento de interiores, y de ciudad, que va más allá del mero registro documental.

El lente de Anna Muylaert (Sao Paulo, 1964), piensa la urbe y la mansión que envuelve la mayor parte de las acciones, bajo una totalidad audiovisual unida por las definiciones del fuera de campo, y la vacuidad existencial y de sentimiento, que puede reflejar un dormitorio vacío, el agua de una piscina sin nadadores que la conmuevan, y las persianas de una ventana que se cierra, con el objetivo de demostrar que unos hechos se viven en la más absoluta intimidad, y que otros, se padecen en el bullicio de una avenida, sobre la azotea de un edificio, o en la soledad de un sencillo y pequeño departamento, ubicado en el latir de un barrio plural y popular.

El éxito de Una segunda madre corresponde a un triunfo de libreto, de decisiones en la sala de montaje, a una victoria del desempeño interpretativo de la actriz Regina Casé, y a ese disertar en torno al mundo silencioso y “tranquilo” que se construye por las anchas cuadras de una zona exclusiva, en contraposición a la algarabía incierta que cruza la esquina y la calle de un suburbio mesocrático.

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La diversa manifestación de los afectos, personifica otro tópico al que la directora presta especial atención: al recato más o menos “frase hecha” que se tiene de los lazos familiares dentro de un grupo de pertenencia adscrito a la alta burguesía, en una lógica en la que los abrazos espontáneos, los besos y las caricias, parecerían ser un patrimonio privado del pueblo y de la clase obrera.

Así, la relación sustituta, franca y desmesurada que surge entre Val y el inseguro Joao, al revés de la que sostiene la trabajadora, con su propia hija venida desde el interior del país (Jéssica, a quien sólo ha visitado un par de veces, en años), cuestiona incluso el fenómeno sanguíneo de un parentesco, para convertirlo en una definición por esencia antropológica y cultural: la “filialidad” se elaboraría, así, dentro del campo de la afinidad psicológica, en contraposición al factor establecido y sentenciador de nacer por obra y dádiva, del esfuerzo y de la voluntad de unos progenitores designados por el azar y la naturaleza.

Los apretones y estrujones corporales, dedicados a otro ser humano, representarían una forma de encarar la existencia (en el caso de Val) y por otra, de experimentar una especie de sensorialidad esquizofrénica (en la vivencia de los padres de Joao): los integrantes de esa familia con pretensiones financieras, sociales y educativas, se “quiere” de verdad, no faltaba más, pero evita demostrárselo a través de las palabras y de unos simples, y sin embargo, elocuentes gestos.

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En efecto, los tiempos narrativos de Una segunda madre, entonces, se verifican determinados por el avance y el transcurro, amén de la linealidad estándar de lo diegético (la acción propiamente tal), por la cimentación estética de la puesta en escena (que progresa y se levanta en conjunto con el estallido anímico que sobrevendrá para la totalidad del reparto). De esa manera, cada cuadro es un nudo dramático, y también la enunciación de un sentimiento que se hallaba escondido, agazapado, listo para saltar encima de los demás, y de los espacios vacíos de la casa. En ese imaginario de una mansión, como centro privilegiado del alegato fílmico, ubicamos a esta cinta dentro de una temática clásica y preponderante en la historia del arte iberoamericano, ya sea bajo la creación de un formato literario o audiovisual.

El “country” moderno de las afueras, sin ir más lejos, se situaría como un reemplazante de la antigua hacienda, fundo, o gran propiedad, según sea la preferencia calificarla. El símbolo de la “no ciudad” devendría, así, en la conceptualización del lugar apartado, e igualmente en una cartografía emocional, física y cinematográfica de las disfuncionalidades y traumas familiares, y por añadidura, del desamor y de la carencia, y por paradójico que la afirmación parezca, también, en un apartado escénico donde es posible encontrar, ubicar, y reparar, las ligazones perdidas y quebradas: un punto en el mapa para “cronometrizar” el tiempo de los abrazos y la emoción del posible reencuentro.

De esa forma, Una segunda madre es un título en el que confluyen una serie de valores éticos, fílmicos, imaginarios (en cuanto idea audiovisual), y por último, representativos en su crítica social, política y hasta urbana. Los ricos y poderosos tributarían en “especies” y en dinero a la sociedad, con el propósito de alcanzar esa aura de mito y de privacidad comprada, que es un privilegio de los potentados y de los influyentes de todo tipo.

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En esta película, aquello se formularía bajo los códigos, el lenguaje y el dominio de una estrategia de montaje y de secuencialidad, que apostaría por sustituir la infinitud y la eventualidad amplia (contenida en el fuera de campo), por la fuerza de la composición fotográfica y la escena encuadrada por el foco: el agua tranquila de una piscina (y la expectativa de una tormenta por venir, ya lo dijimos), un plano de Val mientras ejerce las faenas particulares de una mucama; la histeria acostada y rendida, encima de una cama, de Bárbara; la rebeldía vital e inconformismo de Jéssica; el cinismo de José Carlos; la timidez, las carencias y la castidad forzada de Joao; los postigos que se cierran, la lluvia, la tranquilidad, la importancia de un examen académico que nadie atestigua en su realización, pero sí en sus influyentes resultados (para la trama y el desenlace de la historia).

Sí, no caben dudas: Una segunda madre es una cinta que trata sobre la cotidianidad urbana y de clase, que reflexiona acerca de la subordinación de una clase social por otra (a través del trabajo y de las separaciones de barrio y las divisiones en los sectores de una casa); y asimismo, esta obra, compone una hermosa metáfora en torno a las segundas oportunidades, las que, aunque no se crea, eternamente existen, y que irrumpen inesperadas: en la ocasión de un viaje liberador, y en el instante honesto, mediante el minuto eufórico, de un abrazo fuerte, gratuito y espontáneo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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