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Crítica de cine: “El Tila, fragmentos de un psicópata”, un nocturno muy obscuro Una película de Alejandro Torres

Crítica de cine: “El Tila, fragmentos de un psicópata”, un nocturno muy obscuro

Basada en la fulminante biografía íntima y criminal de Roberto Martínez Vásquez, célebre hampón de fines de la década de 1990, y durante los primeros años del siglo XXI, el presente filme propone, así, un zigzagueo narrativo, a la manera en que lo trasluce su título. Entonces, emergen planos de notable intuición fotográfica, la esforzada y consecuente actuación protagónica de Nicolás Zárate, y la exhibición de un Santiago en tres miradas: los barrios del Poniente, la cárcel de Alta Seguridad, La Dehesa y sus opulentas postales. Una ópera prima, a la que se debe prestar atención.


“El mundo es demasiado complicado. / No es para niños. -¿Quién no es niño?”.
Armando Uribe Arce, en De muerte

En los primeros años del gobierno del Presidente Ricardo Lagos Escobar, y en un período de (por lo general) bajos índices de criminalidad citadina, las andanzas delictuales de Roberto Martínez Vásquez, alias “El Tila”, por el cono urbano de altos ingresos, adquirieron notoriedad y relevancia: la prensa de la época, debido a lo patológico y cruento de sus “hazañas y proezas”, lo bautizó rápidamente como “El Psicópata de La Dehesa”.

Secuestraba a sus víctimas, que a veces eran grupos familiares completos, los ultrajaba físicamente, les robaba y, en ocasiones, hasta les preparaba el desayuno, para huir del lugar de los hechos tranquilo, rampante, seguro y pagado de sí mismo.

Esa era la faceta pública del famoso hampón. En su espacio íntimo y personal, en cambio, pintaba, escribía versos y reflexiones de carácter autobiográfico, aunque de dudosa calidad literaria. Con sus dibujos ganó premios y concursos del Servicio Nacional de Menores, donde era considerado un elemento apto para el triunfo y la reinserción social: hablaba y escribía bien, y los informes de los profesionales a cargo, lo definían como un joven con posibilidades de obtener logros importantes en la vida: era un niño talentoso, “El Tila”.

Fascinante es la historia que recogió el director Alejandro Torres, a fin de rodar su primer largometraje de ficción, además de ópera prima: la de graficar a través de un relato cinematográfico, las huellas de una personalidad embriagadora, y a la vez inmoral y condenada al fracaso. Para expresar las coordenadas de esa mente turbulenta: el realizador utiliza un lenguaje narrativo al estilo de un puzzle o crucigrama cinético. Entrega pistas, muestra situaciones aparentemente desordenadas cronológicamente, y el resultado es una obra cuya estética y plástica, se perfila en los códigos de un thriller, en el cual el suspenso, y la locuacidad y la justificación de los graves delitos del protagonista, quedan claramente exteriorizados, ya sea en su sentido humano, emocional y hasta “conceptual”.

Surgen, así, planos de belleza técnica y audiovisual: El Tila bebiendo un “trago”, mientras en El Huinganal llueve, y se aproximan las horas de un nuevo amanecer. El criminal parece pensar en sus problemas cotidianos, personales, y el agua lo limpia, lo reconforta, le da fuerzas para seguir violando cuerpos, casas, bibliotecas, mentes y almas foráneas a la suya. Una escena que enseña la calidad interpretativa del actor Nicolás Zárate y del director de fotografía (Vicente Mayo).

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El mapa de Santiago que se traza en esta película, es a tres bandas o miradas: el Poniente y sus calles modestas, con la ebullición de las ferias (los anticuchos que se asan, y al lado, las verduras y la ropa que se transan), y las canchas de tierras como proscenio de un atraco a pistola en mano, y los bordes de la línea férrea (señalizan al sur), que sirven para quemar cuerpos, culpas, extinguir deseos e ilusiones. Y la compañía de un perro, del fuego, y la mirada de un autor criminal.

Luego, una celda de la cárcel de Alta Seguridad. Metro cuadrado propicio para que la teatralidad de esta exégesis plástica, cumpla el objetivo de analizar a un psicópata en su magnitud dramática, y por qué no decirlo, en su molestia existencial, uno sin pudor. Recortes de diario pegados en la muralla, libros (el reo era un gran lector), y la máquina de escribir sobre la cual garabateaba sus poemas, sus cartas, sus reflexiones, los alegatos en contra de ministros, autoridades, y jueces, enfrentado con el mundo completo. Un territorio físico y espacial que reflejaba la soledad absoluta, marginal y esencial de Roberto, pues El Tila tenía nombre, un pasado, apellidos, unos padres anónimos, sin rostros, una rebeldía y el deseo de pintar con su sensibilidad, papeles, lienzos, de componer versos inmortales.

Primeros planos que retratan a un Santiago fragmentado, como las emociones del protagonista, como la ciudad que recorría con su bicicleta, como los restos de sus labores, trabajos, correrías y asaltos por el barrio Alto. Cámara en mano (a veces), primeros planos, otros encuadres cerrados, los generales (uno o dos), para mostrar las victorias del imputado, allá arriba, por sobre la cota mil, en un momento de gloria sórdida y de inspiración místicas.

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Torres esgrime los argumentos de una narración ambiciosa y coherente: un rompecabezas con direccionalidad de sentido dramático y logros en sus tácticas de montaje. Teatralidad en las actuaciones estelares, motivos de cálculo audiovisual (la noche, las ruedas de una bicicleta, la cama de una celda o de una habitación en una población sencilla, la violencia sin freno), instalan a El Tila, fragmentos de un psicópata (2015), en una meditación plástica y fílmica, para tener en muy cuenta en el panorama del cine chileno actual.

Porque hay cercanía, proximidad artística y sensibilidad crítica, frente a la eterna crisis del sistema de protección de menores, administrado y mantenido por el Estado. El filme plantea preguntas, ¿cómo es posible que una lumbrera infantil de esos programas planificados, como Roberto, se convierta después en el hampón más peligroso y temible (terrible) del país, sólo unas temporadas a posteriori, recién hace unos quince años atrás sobre el calendario?

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Y el tiempo que transforma la pretendida infinitud de la materia. En un salto de filosofía, de pensamiento cinematográfico, y de cronología narrativa y argumental. Un zapato con la suela descosida, teñido y destrozado por el polvo, por el barro y la tierra, por el anonimato de una tumba común, cuyas cuotas y derechos de propiedad, no han sido jamás cancelados. Alejandro Torres y su dirección de arte son hábiles en ocupar cualquier elemento que les sea permitido, para exponer su tesis de que la soledad “perra” que atenazaba al protagonista, tuvo algo de culpa, demasiada al parecer, en la conversión de Roberto hacia “El Tila”.

Había anhelo y sed de amor, en sus intentos de relación personales, trata de explicar el autor, de convencerse y demostrarnos, que la pasión (aunque evidentemente mal conducida) del personaje encarnado por Nicolás Zárate, quería estallar, resonar en un bramido colosal, retumbar con un estruendo de batalla, que saliera adentro de una tumba, en el decir de Pablo de Rokha. De esa manera, este filme es un logro de montaje, libreto, dirección cinematográfica, creación de ambientes y actuación estelar. Un gran debut, cuando se persigue y se consigue, dejar de ser niños.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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