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Narcos: El efecto narcotizante de la caipirinha Crítica de series. Disponible en Netflix

Narcos: El efecto narcotizante de la caipirinha

La violencia está en la génesis de todas las revoluciones hispanoamericanas que dieron origen a las repúblicas de este lado del mundo, por lo tanto, su manifestación (hablando en general) no nos puede ser ajena. Y ahí está Narcos, codo a codo con el Nápoles de Gomorra (Sky Atlantic), el Atlantic City de Boardwalk Empire (HBO), o el New Jersey de Los Sopranos (HBO). A ratos, hay que decirlo, Narcos toma ventaja.


Igual que el bandido que esquiva las balas en la persecución cinematográfica, le estaba haciendo la finta a Narcos, sin un motivo aparente. Por largo tiempo me resistí a las reseñas y a cualquier dato que me animase a dar el primer bocado. Ni siquiera sus nominaciones a los Globos de Oro y los BAFTA, que ya algo habla de su calidad, me llevaron a hacer click sobre la cara de ese Pablo Escobar en Netflix, representado por el tremendo Wagner Moura (Tropa de élite 1 y 2, Elysium). Estaba en un error profundo. Mea culpa.

Narcos es una tremenda serie. Diría más, imperdible. Tiene, la calidad inglesa en la construcción de sus personajes, un presupuesto de producción estadounidense, y una historia a ratos, surrealista, que no podría surgir en otro lugar que no fuese la tierra del Gabo. Macondo es un villorrio al lado de la gran ciudad de Medellín. La historia de Pablo Escobar, es la historia de Colombia, y eso llevado a un guión televisivo, puede jugar -de primera- en cualquier liga del planeta.

NARCOS

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El visionado de Narcos genera horas de entretención -y de reflexión- sobre la violencia en Latinoamérica. Porque ya va siendo hora que, (i) definitivamente, nos reconozcamos como parte de un contexto territorial mayor, es decir, como latinoamericanos, y además, (ii) nos reconozcamos en esa cultura, tan urbana como furiosa, que representa Medellín, pero que también se da en Buenos Aires (la ciudad de la furia), Rio, Lima, Guayaquil, incluso en nuestro querido Santiago.

La violencia está en la génesis de todas las revoluciones hispanoamericanas que dieron origen a las repúblicas de este lado del mundo, por lo tanto, su manifestación (hablando en general) no nos puede ser ajena. Y ahí está Narcos, codo a codo con el Nápoles de Gomorra (Sky Atlantic), el Atlantic City de Boardwalk Empire (HBO), o el New Jersey de Los Sopranos (HBO). A ratos, hay que decirlo, Narcos toma ventaja.

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Todo lo que sube tiene que bajar

Las dos temporadas disponibles en Netflix, señalan el ascenso y caída de Pablo Escobar. Más allá del cotilleo que se ha hecho por el acento de Wagner Moura, que guste o no, tiene el efecto narcotizante de la caipirinha, su trabajo en la construcción de un personaje de tan alta complejidad, es magnífico.

Esta discusión (acento-origen) es casposa y vieja como el hilo negro, y me recuerda a los reclamos de la comunidad chicana Tex-Mex, cuando se enteraron que la elegida para representar a Selena Quintanilla en su filme biográfico, sería la desconocida J.Lo, que nació en el Bronx, y cuyos padres son de Puerto Rico. Sin duda, un debate torpe y artificial en el mundo de la actuación global. Moura, es un actor de talla mundial, capaz de despertar las sensaciones más tiernas, y a la escena siguiente, provocar un miedo paralizante dulcificado por su bigote de brocha.

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Ese registro actoral no lo entrega cualquiera, lo que conduce a pensar, que de todos los Pablo Escobar que habitan el universo de la ficción audiovisual (y hay varios), el del brasileño tal vez sea el mejor. Con todo respeto por los paisas y su culto al acento serrano.

En el otro lado de la vereda se ubica el supuesto imperio de la ley & el orden. O el desorden. Pablo Escobar se transforma en el enemigo público número 1 del estado colombiano, y era que no, también de los Estados Unidos de Norteamérica. En ese contexto surgen dos agentes de la DEA, que se dan a la tarea de perseguir -obsesivamente- al patrón del mal.

El fome y desabrido Steve Murphy (Boyd Holbrook), que sin embargo, es quien relata la historia, y Javier Peña (Pedro Pascal, chileno de nacimiento, también conocido por el rol de Oberyn Martell en Game of Thrones), que es el encargado de añadir la sal y la pimienta a la historia. Tanto así, que se termina comiendo la pantalla con su modo de vida solitario, a medio camino entre el latin lover de toda la vida, y el lobo estepario.

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Peña es un personaje oscuro y en conflicto, pero se viene tan arriba en la segunda temporada, que se convierte en el Andy García que ensombreció a Michael Douglas en Lluvia Negra (Ridley Scott, 1999). Atención con el Dirty Harry Peña, porque es un sobreviviente. De Escobar, ya se sabe cómo termina la historia.

Narcos propone una estructura líquida entre el cazador y el cazado, aunque a ratos se hace difícil distinguir quién es quién. La historia gira en una espiral de violencia que parece infinita, y donde todos los bandos (más de 2) tienen culpa. Narcos es la historia del mafioso cariñoso con sus hijos, del asesino despiadado, del Presidente en conflicto ético, de la eterna intervención estadounidense en Latinoamérica, de la guerrilla de izquierda, y la contra de derechas con sus escuadrones de la muerte, financiados por ya sabemos quién. Narcos es la historia del gris entre el blanco y el negro. Ni los buenos son tan buenos, ni los malos son siempre tan malos.

En ese complejo guión destaca la presencia de varios actores nacionales: Luis Gnecco, que como “cucaracha”, introduce a Escobar en el negocio de la droga; Paulina García, como la madre del mafioso, y Alfredo Castro, como el padre. Todos de gran nivel, aunque Alfredo Castro merece una mención especial. Conmovedor. Tal como se lee, parece que la culpa de todos los males de la Colombia de aquella época provienen de Chile. Incluido el agente Peña. Curioso.

Cuidado con Narcos. La primera es gratis. El resto, es adicción. Las dos temporadas están disponible en Netflix, y ya se han confirmado dos más. La droga no se acaba. Todos los caminos conducen a la legalización.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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