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“El Padre”: Viaje al comienzo del fin Crítica teatral

“El Padre”: Viaje al comienzo del fin

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Este montaje aborda el tema, nunca bien explorado de los reales afectos familiares en torno al Alzheimer: el tránsito que va desde el dolor y la compasión hasta la irritación y el cansancio, una zona gris que es convenientemente disfrazada de sentimientos bienpensantes para mantenerla a buen recaudo de nuestras culpas. Y es una nueva aproximación hacia la figura de la familia, esa institución tan relevante en nuestra historia patria que nos cobija, repele y atemoriza y de la cual no podemos escapar.


Solo un par de días después de estrenada –el viernes pasado en el Teatro UC-, se anunció en los medios de comunicación que una actriz nacional de dilatada trayectoria fue internada por su familia en una casa de reposo, aquejada de Alzheimer. Dentro del morbo habitual de los programas de televisión que han cubierto el caso, un detalle revelado por sus cercanos dio cuenta de un hecho conocido pero pocas veces calibrado en su tragedia: el aún intermitente proceso entre lucidez y enfermedad en que está sumida y que hace que el paso a ese nuevo ambiente sea una fractura terrible, un cataclismo afectivo que desorienta a niveles devastadores.

El azar y las coincidencias ha hecho que este caso de la vida real se emparente con el estreno del montaje escrito por Florian Zeller -el nuevo genio francés del teatro y la literatura- y dirigido por Marcelo Alonso.

Fundamentalmente porque tras de sí está el tema nunca bien explorado de los reales afectos familiares en torno a esta enfermedad: el tránsito que va desde el dolor y la compasión hasta la irritación y el cansancio, una zona gris que es convenientemente disfrazada de sentimientos bienpensantes para mantenerla a buen recaudo de nuestras culpas. Y es una nueva aproximación hacia la figura de la familia, esa institución tan relevante en nuestra historia patria que nos cobija, repele y atemoriza y de la cual no podemos escapar.

El relato se centra en la figura de Andrés, un padre alguna vez onmipresente y vital y que ahora se debate en esta etapa nebulosa. El montaje comienza mostrando los problemas cotidianos que experimenta: el olvido de su reloj y los insultos a su enfermera son parte de este nuevo escenario al que Ana, su hija (Amparo Noguera), intenta lidiar con ya poca energía. Zeller explora esta relación a través de diálogos cortos y afilados y escenas breves marcadas por pausas en negro que logran generar desde un comienzo una sensación de progresiva inquietud. El tono inicial está marcado por la comedia, una fina ligereza producida por el desparpajo de Andrés al ser inconsciente de su enfermedad y al que el oficio de Noguera le aporta un notable trabajo de inflexiones vocales, interjecciones y una sensación general de confusión.

En ese inicio notable, pareciera que lo que ocurre con Andrés es producto de un malentendido, una broma de mal gusto que le gasta su hija y su cuñado, y donde hasta su departamento se presta para la confusión cambiando pequeños detalles de la decoración. Son trampas en que va cayendo hasta que vamos entendiendo como espectadores que esta realidad –teatralmente hablando- no es tal sino que el rompecabezas que tiene Andrés en su mente. Porque (y ahí radica la brillantez del texto de Zeller) nos narra desde la perspectiva de quien sufre el Alzheimer y eso significa circularidad, rostros que mutan, sinsentidos, repeticiones, lugares que no son. En esa vorágine hacia un abismo sin fondo, Noguera se luce como tigre enjaulado. A veces cruel, a veces asustado, recogiendo sus pasos por encima de sus palabras, en ese paso terrible hacia la pérdida inexorable de cualquier atisbo de certeza.

¿Cómo se puede vivir con una persona aquejada de este mal? ¿Hasta qué punto esa abnegación ante una enfermedad impiadosa se convierte en inmolación? Si bien, el eje que cimenta el vínculo entre padre e hija es de una profunda ternura, Zeller no deja espacio para la sensiblería ni permite identificación del público con su protagonista. Todo recae en esa desorientación vital para lo que se necesita un actor de enormes recursos, un intérprete atento al más mínimo gesto, al silencio revestido de dolor que Noguera sirve con todo el cuerpo. Ana es también víctima y teje una relación oscilante con su padre mientras ve agrietarse su propia relación con Pedro, su pareja.

Hay dos escenas que resumen esta situación, un breve monólogo de Ana donde cuenta un sueño y una especie de ajuste de cuentas de Pedro hacia Andrés. Feroz, intimidante.

Ese registro es que el autor explora en todas direcciones es uno de los puntos altos del montaje. La manera en que guía el relato desde la mente de Andrés tiene esa particularidad de estar tan bien construida que sus momentos de lucidez son también de tal fuerza que empatizamos con su mirada y podemos hasta creer que tiene la razón, que hay un deseo de su familia por abandonarlo. Esa dualidad entre el impulso de protección y el tenue sentimiento de soledad que se intuye le da un matiz peculiar al relato que lo aleja de la tentación sensiblera.

Mencionamos las pausas entre escenas que desde la oscuridad hacen mover el relato a una estructura en espiral en que la idea del tiempo es crucial. Es una temporalidad frágil que parece avanzar hacia lo inexorable y que la mano del director Alonso la va crispando en ritmo e intensidad. Distintos personajes se intercambian (el yerno, la enfermera) y el decorado va mutando a la par de la mente de Andrés. Es un mecanismo de relojería que se complejiza a cada instante y en que cada línea de los dos relatos centrales (la realidad y la proyección) se desarrollan de manera independiente, generando esa sensación de deconstrucción continua.

El elenco no tiene fisuras, pese a algunos roles breves. Como Pedro, el esposo de Ana, Rodrigo Soto aporta esa contundencia física habitual y el registro áspero de un personaje incómodo. Amparo Noguera compone un personaje dubitativo cuya firme conexión afectiva con su padre es intensa y conmovedora, pero es Héctor Noguera quien sostiene admirablemente un texto dificilísimo en base a una expresividad corporal y un manejo de síntesis admirable.

Es un especie de cubo de Rubik que se va desarmando y deconstruyendo frente a nuestros ojos mostrando diversos pliegues, en un papel soñado para actores de su oficio y talento.

Sólido montaje, una escenografía con potencia dramática y una dirección con gran ritmo apoyan un texto sorprendente que no por nada ha brillado en Londres (premio Olivier para Kenneth Cranham), Broadway (premio Tony para Frank Langella por este papel), París, Madrid y Buenos Aires.

Dramaturgia: Florian Zeller

Traducción: Simón Morales

Dirección: Marcelo Alonso

Elenco: Héctor Noguera, Amparo Noguera, Rodrigo Soto, Ricardo Fernández, Carolina Arredondo, Paloma Moreno.

Diseño gráfico e iluminación: Cristián Mayorga

Vestuario: Taira Court

Teatro UC, hasta el 27 de mayo. Miércoles a sábado, 20:00 hrs. $8.000 general, $6.000 adulto mayor y alumno UC, $4.000 miércoles populares, $4.000 estudiantes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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