La ausencia de evidencia sobre un tema controversial no es una fuente de legitimidad. Estos sofismas no son otra cosa que la instrumentalización arbitraria de la ciencia como justificación de decisiones políticas en contextos de alta incertidumbre como la actual pandemia: el mal uso de la evidencia científica no aporta a la toma de decisiones informada y responsable. Por el contrario, socava la legitimidad del conocimiento experto y pervierte los procesos de toma de decisiones en democracia.
Hace algunos días, dos miembros del gobierno de Sebastián Piñera justificaron las decisiones tomadas en torno al manejo de la pandemia de Covid-19 de una manera muy particular. Primero, en un programa de televisión el ministro Jaime Bellolio negó la relación entre el aumento de casos y la asistencia a ritos religiosos, sosteniendo: “No he visto ningún paper científico que diga que eso pasa en las misas”. Días después, el intendente de la Región Metropolitana, Felipe Guevara, apeló a estudios, supuestamente provenientes de Europa, para afirmar que “no hay ningún dato que permita señalar que el transporte público es un foco de contagio”. Los representantes del gobierno de Chile apelaron a evidencia científica para negar cualquier relación causal entre la aglomeración de personas y el aumento de contagios. Lo curioso es que no fue la evidencia misma, sino su falta, lo esgrimido como argumento. Tanto Bellolio como Guevara parecen creer que el silencio otorga la razón.
Estas afirmaciones resultan sorprendentes por varios motivos. Además de ser contraintuitivas, contravienen las recomendaciones de los expertos. Es posible que las autoridades den por asumido que los eventos que comentan ocurren en condiciones ideales, con el aforo recomendado. Sin embargo, es bien sabido que la aglomeración de personas – sobre todo en eventos sociales y horarios punta, cuando la población viaja a su trabajo o retorna al hogar – impide mantener un apropiado distanciamiento social. Por ello, expertos a nivel nacional llaman a la precaución ante el aumento de contagios, llegando incluso a recomendar el cierre total de los espacios que favorecen aglomeraciones. Lo más grave de los argumentos esgrimidos por la autoridad es que invocan la falta de evidencia científica para convencer de la inocuidad de situaciones a todas luces riesgosas. Y, como si fuera poco, todo esto en un contexto en el que los casos positivos de Covid-19 van al alza en el país en medio de la segunda ola de contagios. Por ello, conviene detenerse a considerar más de cerca estos argumentos y los presupuestos que parecen darles pertinencia.
Primero, estos juicios caen en la conocida falacia de afirmar algo por su negación. Dado que aparentemente no existen estudios que vinculen ciertos espacios con el aumento en contagios, se asume que dicha relación no existe o es espuria. El uso de la evidencia científica que propone la autoridad es análogo a considerar que una persona está de acuerdo con algo por no manifestar lo contrario o, peor aún, por manifestar su parecer mediante vías que la autoridad pública decide ignorar o considerar como inadecuadas. En otras palabras, estos argumentos reflejan una forma de gobierno que utiliza el silencio y la ignorancia como forma de legitimación. Esto no solo produce confusión donde necesitamos claridad – sobre todo respecto a qué se sabe y qué no se sabe –, sino que daña potencialmente la legitimidad del conocimiento científico y el trabajo de las comisiones de expertos.
Segundo, evidenciar que falta evidencia y sustentar decisiones en ello es ética y políticamente irresponsable. Cualquiera que escuche estos juicios podría pensar que no existen estudios sobre la relación del Covid-19 con el transporte público o los ritos religiosos. Esta clase de afirmaciones pone en entredicho el rol público del conocimiento en base a una cultura política de la posverdad, que acostumbra expresar ideas controversiales sin sustento y relativizar el conocimiento producido científicamente.
Tercero, bien podría ser el caso que faltara en el país un cuerpo de conocimiento específico sobre algunos aspectos de la pandemia, como los mencionados en párrafos anteriores. Sin embargo, en el contexto local existen instituciones y espacios oficiales donde se han recomendado medidas al respecto, como los centros de excelencia, el Colegio Médico, las mesas de trabajo, los comités internacionales y los mismos organismos de gobierno que han intentado mejorar los sistemas de trazabilidad. Con todo, esta situación resulta útil para revisar la relación entre evidencia científica y toma de decisiones. ¿Por qué es importante tomar decisiones informadas? ¿Cómo se toman decisiones cuando no hay evidencia científica disponible?
La pandemia actual no ha hecho más que visibilizar una característica central de las actuales sociedades: la relación entre ciencia y política es sin duda compleja. Lo que llamamos “evidencia” no significa lo mismo en ambas esferas y, por tanto, su uso y efectos pueden variar cuando se la traslada de un contexto al otro. Al respecto, el sociólogo Gil Eyal (2019) describe la relación entre ciencia y política como una carretera de tres pistas. La pista de la izquierda corresponde a la política y es de alta velocidad. Diariamente se deben tomar decisiones de forma urgente. Muchas veces, estas decisiones implican operar a ciegas, especialmente en casos donde la incertidumbre sobre los resultados de dichas decisiones es alta. Ejemplo de esto es la actual pandemia, en que el escenario puede cambiar rápida e inesperadamente, antes que los epidemiólogos encargados de organizar la trazabilidad de los casos activos puedan producir conocimiento preciso al respecto. Otro ejemplo puede ser la gestión ante desastres naturales o el cambio climático, fenómenos que exigen tomar caminos de acción de forma inmediata. Lidiar con tal incertidumbre requiere contar con un conocimiento suficientemente desarrollado sobre las causas de los problemas y sobre sus posibles efectos, con tal de generar medidas eficaces y reaccionar a tiempo.
Volviendo a la metáfora de la carretera, la pista de la derecha es la vía lenta y corresponde a la ciencia. A diferencia del mundo acelerado de la política, el conocimiento científico – en especial las formas académicas de ciencia, como “ciencia básica” o “ciencia por curiosidad” – opera con plazos más largos, en relación a los métodos utilizados, la disponibilidad de recursos técnicos, humanos y financiamiento. En circunstancias normales, un científico podría dedicar años de su carrera a investigar problemas que no traerán beneficios en lo inmediato, pero que sí mostrarán resultados varios años después de los descubrimientos. Ejemplos de esto sobran, pero no está demás mencionar las iniciativas que existen en la actualidad para generar vacunas nacionales contra el Covid-19.
Finalmente, existe una tercera pista, ubicada entre el camino rápido de la política y el camino lento de la ciencia. Esta pista de velocidad intermedia es la conexión entre ambas esferas. Diversos investigadores han ofrecido modelos para entender esta conexión: la ciencia posnormal (Funtowicz & Ravetz, 1990), el llamado “Modo de producción 2” (Gibbons et al., 1994), la “ciencia reflexiva” (Beck et al., 2003), entre otros. Estos modelos tienen en común una reflexión sobre la forma en que las sociedades contemporáneas enfrentan la incertidumbre, en un contexto en que nuestras formas de vida son cada vez más dependientes de sofisticados conocimientos técnicos y científicos. En un mundo caracterizado por problemas complejos, la ciencia debe ser más flexible y aprender a comunicarse con los tomadores de decisiones y el público general; a su vez, quienes toman decisiones necesitan información confiable para proceder de la mejor forma posible ante lo incierto. Eyal sitúa en esta interfaz entre ciencia y política a la figura del experto. Los expertos corresponden a especialistas con un alto grado de conocimiento sobre temas específicos que aportan al debate con un juicio fundamentado en evidencia, experiencia y sentido común.
Incluso si estuviéramos en un escenario desprovisto de evidencia científica en el sentido tradicional, que atañe al experto y su profesión, no es verdad que no contamos con datos relevantes y científicamente informados para tomar decisiones. Al respecto, Sheila Jasanoff (1990) sostiene que en circunstancias éticamente complejas, donde no hay evidencia concluyente o falta la voz de una única autoridad para sustentar una decisión, el juicio y el sentido común, informados en el mejor conocimiento disponible, permiten llegar a un veredicto y actuar. Por otro lado, el conocimiento científico no es el único relevante para realizar una toma de decisiones informada. Además de las capacidades cognitivas académicamente formadas, los expertos se caracterizan por un saber-hacer basado en la experiencia. Es decir, poseen conocimientos que se desarrollan en la práctica misma (Collins & Evans, 2009). Por cierto, no quiero decir con esto que este saber sea mejor o peor que el desarrollado por la ciencia tradicional. Primero, ambas formas de conocer son necesarias al momento de buscar soluciones políticas ante problemas de alta complejidad. Segundo, no es posible asegurar que una situación es menos riesgosa por no contar con un paper que reporte un caso específico, como el de una misa o una micro en horario punta. Tal afirmación representa un uso tendencioso de la evidencia que no se orienta al bienestar de la ciudadanía.
Justificar malas decisiones en la falta de evidencia o, peor aún, no tomar ninguna decisión por esta ausencia, es un gran problema. Al operar de esta manera queda en evidencia que no se valora el razonamiento, la empatía ni la experiencia de quienes enfrentan diariamente estas situaciones – como pueden ser las personas que utilizan el transporte público o que asisten a eventos religiosos, pero también los funcionarios de la salud que experimentan cotidianamente los efectos de la enfermedad. La recomendación, por tanto, es no reducir la evidencia disponible meramente a datos. La voz experta de profesionales y científicos, que corresponde a razonamientos basados en información pertinente y empíricamente constatable, bien puede informar la toma de decisiones, dado que no son opiniones arbitrarias: están basadas en evidencia empírica, conocimientos disciplinares, y experiencias cotidianas lidiando con la pandemia y sus efectos.
Por esto es necesario cuestionar enfáticamente la justificación de medidas públicas – e incluso de acciones individuales – sustentadas en sofismas del tipo “el silencio otorga”. La ausencia de evidencia sobre un tema controversial no es una fuente de legitimidad. Estos sofismas no son otra cosa que la instrumentalización arbitraria de la ciencia como justificación de decisiones políticas en contextos de alta incertidumbre como la actual pandemia: el mal uso de la evidencia científica no aporta a la toma de decisiones informada y responsable. Por el contrario, socava la legitimidad del conocimiento experto y pervierte los procesos de toma de decisiones en democracia.
Referencias bibliográficas
Beck, U., Bonss, W., & Lau, C. (2003). The Theory of Reflexive Modernization Problematic, Hypotheses and Research Programme. Theory, Culture & Society, 20(2), 1-33. https://doi.org/10.1177/0263276403020002001
Collins, H., & Evans, R. (2009). Introduction. Why Expertise? En Rethinking Expertise (pp. 1-12). The University of Chicago Press.
Eyal, G. (2019). The crisis of expertise. Polity Press.
Funtowicz, S., & Ravetz, J. (1990). Science for Policy: Uncertainty and Quality. En Uncertainty and Quality in science for policy (pp. 7-16). Kluwer Academic Publisher.
Gibbons, M., Limoges, C., Nowotny, H., Schwartzman, S., & Trow, M. (1994). The new production of knowledge. The dinamics of science and research in contemporary societies. Sage.
Jasanoff, S. (1990). Rationalizing Politics. En The Fifth Branch. Science Advisers as Policy Makers. Harvard University Press.
Gonzalo Aguirre Orellana es investigador asistente del proyecto ANID-PIA SOC180039, Universidad Alberto Hurtado.