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Nueva literatura de terror en Chile: la tradición (re)activada por una voz del cono sur CULTURA|OPINIÓN

Nueva literatura de terror en Chile: la tradición (re)activada por una voz del cono sur

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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La popularidad de una obra no demuestra nada ni de la calidad de esta ni de la importancia del género. Por eso mismo, no debería sorprender que literatura de terror, escrita por un académico en Chile, generase tanto revuelo como lo han hecho las recientes dos nuevas entregas de Jesús Diamantino, es decir, la novela “Los que susurran bajo la tierra” y el volumen de cuentos “Horrores, cuentos extraños y pertubadores”, el primero editado por Zigzag y el segundo por Cuarto propio.


El concepto de artista que, en términos generales, manejamos hoy día, es relativamente tardío. Si fuese necesario buscar las filiaciones del mismo, diría que, muy tempranamente, comienza con el barroco, luego se produce un extraño paréntesis (de estilo más que temático) en la ilustración, luego se re-articula con el romanticismo y decanta con las vanguardias del siglo XX, si bien es cierto que antes de aquello, la idea de una musa que de algún modo posee al poeta ya existía, es equívoca la homologación, pues la técnica, la tradición, la continuidad con la herencia cultural y, sobre todo, el cantar cierto tipo de temas en lugar de otros, eran las bases escriturales principales de la disciplina.

Este concepto es central para comprender la idea entre arte mayor y arte menor, entre géneros canónicos y géneros no-canónicos, así, ciencia ficción, terror y policial, fueron subgéneros que, por su espíritu de entretención, su formato de pasquín y, sin duda, por ser comerciales, fueron rotulados de “populares”; en jerga académica: “menores”.

Por supuesto, sería bueno recordar que Shakespeare fue un autor comercial, tal como Cervantes, que Lope de Vega llegó a escribir sobre seiscientas obras, que la Eneida fue redactada por encargo y que el Decamerón tuvo que prohibirse precisamente por su popularidad, Wilde no solo pertenecería a esta línea estética, sino que además, hoy, sería un lobista; autores con extensa e importante producción, incluso fama durante su época, hoy resultan ilustres desconocidos: John Fletcher y August Von Kotzebue, son ejemplos de ello, así como Charles Sainte Beuve, a quien nadie recuerda, fue un crítico importantísimo, que denostó a Stendhal, Balzac y Baudelaire.

En el fondo, esto demuestra que la popularidad de una obra no demuestra nada ni de la calidad de esta ni de la importancia del género.

Por eso mismo, no debería sorprender que literatura de terror, escrita por un académico en Chile, generase tanto revuelo como lo han hecho las recientes dos nuevas entregas de Jesús Diamantino, es decir, la novela “Los que susurran bajo la tierra” y el volumen de cuentos “Horrores, cuentos extraños y pertubadores”, el primero editado por Zigzag y el segundo por Cuarto propio.

Ambas obras tienen enorme valor en, al menos, tres sentidos. Primero, se trata, en ambos casos, de obras que retoman una larga tradición del género de espanto y terror. Los textos se erigen con la consciencia de un autor que es especialista en el tema y, por tanto, la intertextualidad, sin ser enciclopédica ni forzada, tiene una permanente presencia a lo largo de todo su desarrollo, por cierto, tampoco se trata de una intertextualidad evidente, más bien, las narraciones están plagadas de guiños, referencias e incluso homenajes, instalados de una forma elegante, se dejan leer sin convertirse en una molestia para la interacción entre la voz narrativa y su recepción.

En segundo término, aunque suene -aparentemente- paradójico respecto de lo antes mencionado, se trata de obras renovadoras. Ambos textos, si bien emergen esencialmente de la tradición literaria terrorífica (y, por qué no, cinematográfica también), siempre se podrá encontrar en ellos una línea novedosa en términos, por ejemplo, de trama, así como en la conformación de personajes e, incluso, en la configuración de las mitologías que subyacen en las historias narradas.

Desde este punto de vista, el trabajo de Diamantino se instala de una forma notable: persigue el hilo de la tradición con la presteza del especialista que es, pero al mismo tiempo, reformula y recrea (esa es la palabra: re-crea) ese género con formas novedosas, con un estilo propio y con la agilidad que requieren los nuevos tiempos.

En tercer término -y quizá el más importante- es que tanto el volumen de cuentos como la novela, entretienen. En lo personal, creo que la literatura puede y debe ser filosófica, reflexiva, política; en una palabra: humana, pero si no entretiene, no funciona. Tanto el volumen de cuentos como la novela se leen ágilmente y las diversas intrigas sobre las que se erigen los mundos ficticios narrados, atrapan y resulta difícil dejarlos, paralelamente, se trata de textos que, a través del prisma del terror y misterio, entregan una lectura particularmente sensible de Chile.

La fantasía que desenvuelve Diamantino, es también la posibilidad de pensar nuestro país a partir de sus zonas oscuras, de sus lugares lóbregos, de su posible esencia ominosa y, desde ese lugar, extender una lectura a lo que aquello significa en el carácter de ciudadanos y ciudadanas que habitan esta tierra.

Ambos textos cimentan narraciones que entretienen y que pueden cautivar tanto a seguidores del género como a quienes se adentran en él, se trata de relatos bien articulados, con una voz que está haciéndose propia y que permiten reflexionar sobre la oscuridad de nuestra sociedad, la misma que permite que se note su luz.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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