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Novela «La hermandad de la Casa Grande»: “No creo en brujos, Garay, pero que los hay, los hay” CULTURA|OPINIÓN

Novela «La hermandad de la Casa Grande»: “No creo en brujos, Garay, pero que los hay, los hay”

Estamos frente a una obra no enredada en la política ni en la intimidad personal (vicios de nuestra narrativa), que no responde a consignas partidistas ni a trastornos hormonales, que no rinde pleitesía a nadie ni a nada más no sea el arte de la escritura, que no se adscribe a las modas ni a los modos. Que, además, no se priva de redactar descripciones o armar diálogos lejos de los senderos trillados, estilizando el lenguaje con astuta mesura. Solo esperamos que la reacción del turbio establishment literario que ostentamos no impida la llegada a los lectores de una novela tan singular y desmesurada, que llena un espacio vacío en la asténica narrativa nacional.


En esta suntuosa novela se aúnan dos elementos que insinúan una producción de vasta ambición artística, al tiempo que se hace participe de códigos propios de varios géneros narrativos.

Para empezar, se trata de una novela histórica que, a partir del significativo año 1879, se ocupa de hechos que ocurrieron al sur de la Araucanía, territorio entonces invadido por las tropas del estado chileno.

Más precisamente, la trama se desenvuelve en las islas de Chiloé. El país, por entonces fuertemente centralizado, escucha voces lejanas que hablan de sucesos de violencia, canibalismo y brujería en ese remoto territorio. Voces que demandan además una intervención militar en regla, ya que se están afectando propiedades y trastrocando valores propios de la ideología dominante de la época.

Una élite chilota turbia se agrupa en torno a una organización que se autodenomina “La Recta Provincia” o “La hermandad de la Casa Grande”, entre otros marbetes. Utiliza claves y provoca confusión en la población, en los extranjeros y en las autoridades. Dicha organización entra en una franca dinámica de conspiración.

Aparece un extraño verboso, apodado “El Mayor Mentiroso del Mundo”, que recorre el remoto territorio de Chiloé y el resto de la república, aterrorizando con las trastadas de los brujos y su corte de maleficios y monstruos, contando de luchas sangrientas entre clanes autóctonos. Su verba proficua actúa como un imán sobre los auditores. La fuerza militar y la institucionalidad judicial actúan. No se viven momentos de disolución de la inestable república, sino al revés, hay una necesidad de unidad en momentos en que se libran las encarnizadas batallas de la Guerra del Pacífico, y la Araucanía se muestra cada vez más intranquila.

Esta dimensión histórica de la novela, ficcionalizada para mantener el interés narrativo y el toque dramático, tal como lo explica el propio autor en una nota final del libro, se adscribe además al género negro. Aquí hay un nuevo elemento que agrega enjundia y humor a libro, y es que fue primer finalista del VII Concurso de Novela de Crímenes Medellín Negro (2018), convocado por la Universidad de Antioquia. Este evento, “Medellín Negro”, forma parte de una de las dinámicas más activas de promoción del género en varias ciudades de América Latina, y los hay vigentes en Buenos Aires y Rosario, destacando “Córdoba Mata”, en Argentina; también en Montevideo y en Panamá. Un par de veces se organizó en Santiago, se llamó “Santiago Negro”. El comisario nacional fue Ramón Díaz Eterovic.

En tanto novela histórica, el marco temporal y geográfico es respetado, según el autor, y una amplia investigación que duró más de seis años sustenta la veracidad de hechos y personajes, algunos perfectamente reconocibles en los documentos de la época, tal como “El Mayor Mentiroso del Mundo”; aunque en la novela aparece con un nombre diferente. Así ocurre también con otros personajes. Algunas fechas están cambiadas para dar coherencia a la parte novelizada. En cualquier caso, el resultado es convincente y atractivo, tanto para el lector aficionado a la novela histórica (con tradición en Chile) como a la novela negra, que sigue buscando un espacio de reconocimiento en la escena literaria nacional.

Aquel personaje da, casi al inicio del libro, la fuerte impronta noir de los avatares que sufrirá: “Fui yo quien huyó de ese archipiélago, fui yo quien suplicó a las autoridades que investigaran qué pasaba ahí. Fui yo quien mató a otros hombres con sus propias manos. Fui yo quien comió carne humana, desolló cadáveres y desenterró bebés muertos para seguir con vida. Perdonen mis palabras –agrega haciendo una reverencia–: fui yo a quien le obligaron a comerse su propia verga y sus testículos”.

Partida fuerte, atractiva. Sin embargo, un libro de 500 páginas es un desafío para el lector contemporáneo. En Chile rara vez ha habido hazañas escriturales o editoriales de ese tipo, habría que remontarse a Blest Gana para encontrar novelas de ese tamaño, o trilogías como la de Germán Marín, que publicó su “Historia de una absolución familiar” por partes. Guardando distancias, está “Adiós al Séptimo de Línea”, la saga patriotera de Jorge Inostrosa sobre la Guerra del Pacífico, que llegó a cinco tomos de sobre 400 páginas cada uno, best-seller total en Chile.

Nuestro autor, Eduardo Pérez Arroyo (Chillán, 1977), con formación en historia del arte, historia de Chile y geografía, emigró a México en 2008 y sus biografías lo señalan activo en periodismo y comunicaciones, publicando en revistas y periódicos en Chile y México. Estamos pues frente a una opera prima de evidente ambición. Cabe señalar que en México sí hay una tradición de novelas de largo aliento y envergadura poderosa, por autores de la talla de Fernando del Paso (“Noticias del Imperio”), Carlos Fuentes (“Terra Nostra”) o Martín Luis Guzmán (“Memorias de Pancho Villa”), obras cumbres en las letras hispanoamericanas. “Cien años de soledad” de García Márquez, escrito en México, es también un libro de 500 páginas. Los antes mencionados superan las 800.

La novela de Pérez Arroyo se escribió en su mayor parte en México, más precisamente en Michoacán donde el autor reside. La violencia mexicana generada sobre todo por el narcotráfico, ha permeado la sociedad entera, que vive azotada por brotes en cada sitio donde las bandas del narcotráfico ejercen su dominio. Si queremos recordar una gran novela negra en el tema, pocas como “La reina del Sur” de Pérez Reverte, un español que contó en 550 páginas la historia de esta mafiosa mexicana que no por encantadora dejó de perpetrar fechorías sin nombre. Su autor es un escritor con larga experiencia y trayectoria. Ni hablar de Bolaño y “Los detectives salvajes”, otra novela “mexicana” de tintas negras, que se empina por sobre colosales 700 páginas.

Queda la inquietud de cómo se puede manejar un autor para escribir una novela de género tan extensa y que a la vez mantenga a los lectores aficionados atrapados por el libro. Uno se pregunta si no habrá una fuerte influencia del cine y otros medios. Pues la respuesta la ha dado el propio Pérez Arroyo, en una entrevista a una radio nortina, donde afirma: “Es un libro desmesuradamente extenso, y para facilitar la tarea al lector quise agregarle las imágenes más cinematográficas de las que fuera capaz. De ahí las luchas, las piruetas, las boleadoras, las escenas del imbunche o los cadáveres en los corrales de pesca. Se necesitaban personajes que sorprendieran, entretuvieran o interesaran, pero que jamás aburrieran. Por fortuna, la historia real del juicio a los brujos de Chiloé está llena de ellos.”

Revela el autor que es un fan del cine negro, lo cual se nota por su preferencia por los ambientes oscuros y tenebrosos, que vienen por cierto del cine expresionista alemán, una de las fuentes de los filmes negros clásicos. Como comentario al margen, la obra de Eduardo Pérez Arroyo honra una tradición de importantes novelas nacionales con el tema de la “casa”, desde el título, con “Casa Grande” de Orrego Luco, “La casa de los espíritus” de Isabel Allende y “Casa de campo” de José Donoso. ¡Puro Chile! Aunque si de Donoso se trata, el libro de Pérez Arroyo estás más cerca, por su vena fantástica, a “El obsceno pájaro de la noche”, otro libro de 500 páginas.

Solo para catar el estilo, he aquí un párrafo marcado de un interrogatorio al Mayor Mentiroso del Mundo: “¿Dice usted que vio volar brujos de un cerro a otro con abrigos hechos de piel humana? –pregunta alguien masticando las palabras, consciente del ridículo–. ¿Dice que los vio frotarse con aceite humano y usar bolas de cristal? ¿Vio usted cavernas que se abren con palabras mágicas y mujeres que se convierten en perro, en pájaro o en pez? ¿Dice usted que vio a alguno de esos hombres combatir con cueros marinos que devoran a las personas, escapar de mujeres que vuelven locos a quienes las miren, cazar culebras que nacen del huevo de un gallo?” Estamos pues en el universo de “lo real maravilloso” (Carpentier), del “realismo mágico” (García Márquez).

El autor se revela como un hombre de lecturas. Hay personajes que parecen salidos de una novela decimonónica, pomposos y fatuos, a veces elegantes, siempre intolerantes. Estos esperpentos, no menos brujos y monstruosos que los engendros chilotes, pueblan el libro y provocan asco con sus farsanterías. Lo que no quita al autor hacer gala de un intenso humanismo, una piedad conmovedora cuando describe los sufrimientos de esos seres que le gente llama monstruos, y que pueblan alguna de la mejor literatura chilena. El “Patas de perro” de Carlos Droguett, por ejemplo, y otras narraciones medio olvidadas. Igual pasa cuando describe las brutalidades perpetradas contra indígenas y chinos. Amén del menosprecio, lacra nacional.

Pues me atrevo a decir que estamos frente a una de las novelas importantes de la literatura chilena de la segunda década del siglo XXI. El futuro dirá, pero no cabe inhibirse en destacar el tremendo esfuerzo creativo que hay detrás de La hermandad de la Casa Grande, lo prodigioso del resultado, la fascinación que suscita página tras página.

Estamos frente a una obra no enredada en la política ni en la intimidad personal (vicios de nuestra narrativa), que no responde a consignas partidistas ni a trastornos hormonales, que no rinde pleitesía a nadie ni a nada más no sea el arte de la escritura, que no se adscribe a las modas ni a los modos. Que, además, no se priva de redactar descripciones o armar diálogos lejos de los senderos trillados, estilizando el lenguaje con astuta mesura. Solo esperamos que la reacción del turbio establishment literario que ostentamos no impida la llegada a los lectores de una novela tan singular y desmesurada, que llena un espacio vacío en la asténica narrativa nacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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