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La novela “Purranque” de Cristian Oyarzo: una memoria que pide ser reescrita CULTURA|OPINIÓN

La novela “Purranque” de Cristian Oyarzo: una memoria que pide ser reescrita

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El conjunto de fragmentos edifica ante nuestros ojos la estructura de un Chile tan desigual como el que vivimos desde hace siglos, incluso peor que bajo el dominio español sobre sus colonias. Aunque la lengua mapuche solo es utilizada en algunos fragmentos y traducida al castellano, es un libro que se escribe enraizado en ambas culturas y da profundo sentido a lo que narra, incluso para quienes no somos hablantes de la lengua ni participantes directos de ese mundo.


La solapa de Purranque nos entrega algunos datos sobre el autor, Cristian Oyarzo (1974), lingüista egresado de la Universidad de Chile. Su comunidad de origen tiene un nombre desconocido para mí: Oromo Forrahue. Google informa que está en Purranque a 23 km de Osorno, y también entrega una información estremecedora, que apunta a esas zonas de nuestra historia que permanecen en las sombras, ignoradas por la mayoría del país.

Forrahue significa «montaña de osamentas», y recuerda uno de tantos episodios históricos similares, en que una comunidad huilliche quedó confinada a un territorio mínimo a causa del eufemístico proceso de regularización de tierras de 1887, parte de la colonización alemana, para lo que el Estado chileno fue considerando que tierras pertenecientes a diferentes comunidades originarias, podían ser asumidas como tierras fiscales de libre disposición.

En 1912, veinticinco años después, la comunidad inició movilizaciones para recuperar sus tierras, lo que tuvo como consecuencia numerosos heridos y el fusilamiento de 15 comuneros huilliches a manos de policías y guardias civiles el 19 de octubre.

Estos acontecimientos y tantos otros han sucedido a lo largo y ancho de Chile, a través de una historia de violencia, injusticia y desigualdad que se ha mantenido hasta la actualidad. Paradojalmente, en tiempos de la corona española, los Parlamentos dotaban a las comunidades involucradas de mayores grados de autonomía en comparación con los siglos XX y XXI, unido a un respeto que permitía percibirlas como iguales.

En ese lugar recordado nació Cristian Oyarzo, también apodado por sus amigos como «Purranque», el país de la infancia. Es una novela estructurada a modo de trabajados retazos de sorprendentes telas y texturas lingüísticas, breves capítulos de extrema condensación, como apuntes de aquello que no hay que olvidar en tanto elementos fundantes que articulan tiempos y espacios de la vida humana.

Recuerda sus primeros años en Oromo Forrahue, donde no había luz, solo velas y, en una estructura que se repite, la conexión directa con su presente santiaguino, en una percepción que es otra y también la misma: “Anoche, una vez más, se cortó en la Villa Olímpica. Encendí una vela para leer, como hacía cuando era niño”. Y de sus lecturas iniciales nos cuenta que tienen origen en un hecho tan marcador de las historias familiares del periodo de dictadura: “Tenía la biblioteca que abandonó mi tío Héctor por arrancar de los milicos y cuando terminé el último libro seguía triste por su ausencia”. Hechos de realidad, de lazos con la historia pasada, presente y futura, atisbos de la vida que podrá ser y la presencia de una voz que empieza a contar una historia en permanente construcción y revisión.

Algunos de esos retazos están en lengua mapuche, con traducción, y son esas partes que han armado, rearmado y designado su mundo, en el que los tiempos se mezclan en los recuerdos y las vivencias. La cancha de fútbol de su niñez es el inicio de un interés que se mantiene vivo y que tiene una ligazón emocional que impregna el juego de nuevas connotaciones. Cada retazo es un fragmento imprescindible para armar la identidad actual del narrador en este ejercicio de profunda búsqueda autobiográfica y así, también va mostrándonos cómo se construyen nuestras vidas a partir de historias propias y ajenas.

Por ejemplo, el segundo fragmento cuenta su interés en la lengua mapuche, de la que más tarde será enseñante y que ocupará en varios de los capítulos. Los fragmentos de las páginas 22 y 23 nos hablan de su pareja; en el primero sabemos que ahora la biblioteca entera de ella cabe en unos pocos pendrives. Y en el segundo, que van en un tándem y “La Carolyn despliega su bastón y comenzamos a caminar entre la gente tomados de los brazos”. La reunión del bastón y el casco producen un cortocircuito entre quienes los observan; Carolyn tiene baja visión, pero “Purranque” le describe el ambiente de personas y cosas con talento lingüístico y la concisión requerida para que ella arme sus propias “visiones de mundo”.

Más adelante, un fragmento en lengua mapuche que relata una experiencia de su niñez: en la noche, se despierta con los gritos de su abuelo y los varillazos que le da a un viejo manzano, conminándolo a que dé frutos. El protagonista quiere repetir esa historia con un níspero que está al frente del edificio donde vive y se pone como fecha para hacerlo el próximo wiñol tripantü, una señal más de esa vida que se desarrolla entre dos mundos que logran encontrarse, en tanto el futuro se va construyendo con elementos importantes del pasado, todo lo cual va conformando ese mundo de creencias y convicciones venidas de lugares a veces muy disímiles, pero que son la arcilla que amalgama aquello que somos.

Hay personajes entrañables, como los padres del protagonista, el tío “Ocho Mil”, -“la persona más optimista que conozco”-, que lo llama siempre para mantenerlo al día de los sucesos del terruño, futbolero de corazón, y que no olvida enviar una encomienda con aquello que sabe que su sobrino anhela. El profesor Collonao, quien lo guiará en el aprendizaje de la lengua mapuche y que, en un fragmento inolvidable (con su traducción a pie de página) a la entrada de la escuela y antes de dejarlo pasar, le pregunta el nombre de su perrita; el protagonista dice “Se llama Almendra”, ella mueve la cola y el profesor la deja entrar: ha sido presentada con su nombre.

El narrador recuerda que su madre trabajó durante años puertas adentro en el fundo de un alemán, y siempre se refería cariñosamente a ellos. Con frecuencia se encontraban camino a la escuela, ellos a pie y los alemanes en camionetas que los salpicaban de barro y agua en invierno o polvo en el verano, sin que jamás ofrecieran llevarlos, ni siquiera a su madre.

Nuestra historia de desigualdades permite reconocernos en hechos que suceden a lo largo del país. Por ejemplo, uno de los fragmentos recuerda poblaciones con nombres de ciudades norteamericanas (Kansas, Kentucky), porque fueron construidas con donaciones de “gringos” luego del terremoto del 60, en calidad de provisorias, pero hasta ahora viven en ellas. Lo mismo sucedió con el terremoto de 2010 y tantos otros, en que el albergue provisorio se transforma en definitivo por arte de magia y el problema desaparece, desde luego, para quienes no lo padecen.

Se refiere a las memorias escritas por un colono, Emilio Held Winkler, que menciona los lugares con nombres que los habitantes originarios no reconocen ni usan, y que ignora a “los que vivían desde siempre en esas tierras”: Raymilla, Nawuelchew, Treymun, Wentrutripay, Marikawin… La frase final de este fragmento es “La memoria de Pu Rangküll [Purranque] pide a gritos ser reescrita. De punta a punta”. Sin duda, la memoria es un pilar fundamental y no hay una sola, porque cada uno tiene la propia, que conjuga los hechos de maneras diferentes según el lugar que haya ocupado en ese momento.

Nos hemos habituado a reconocer la historia oficial como la «verdadera», la que aprendemos desde un currículum que pretende uniformar a los habitantes de un país, desconociendo las diferencias contextuales de todo tipo: sociales, económicas, laborales, culturales, lingüísticas… así como las inaceptables desigualdades que genera la concentración del poder político y económico en las manos del 10% de la población.

Reconocer en los espacios públicos esas memorias históricas diversas que construyen el país en que se vive es un requisito indispensable para la democracia, así como la inclusión y el conocimiento de las múltiples interpretaciones nacidas de las realidades contextuales de los grupos humanos que las han vivido.

Como señalé, es posible reconocernos y reconocer nuestra historia en este libro que pudiera parecer tan acotado a un espacio histórico, social, geográfico, lingüístico, alejado del mundo urbano, específicamente el santiaguino. También allá vivieron el PEM y el POJH y acá, en la universidad donde estudia el protagonista, los estudiantes presentan un petitorio al vicedecano “que investiga La Araucana bajo la comodidad de su proyecto Fondecyt”.

El narrador acota que habla “pero con estilo y con la seguridad de quien se sabe destinado a tener la razón, que está convencido de que el papel de los otros es simplemente escucharlo”. Y remata “Esa experiencia fue para mí doble: ‘nueva’, en el sentido de que por primera y única vez estuve en posición de ‘dialogar’ con un político de sensibilidad posdictadura, Concertación, Nueva Mayoría después. Y ‘antigua’, a la vez, porque bajo los ropajes de la cortesía académica, reconocí, y en esto sí que no me equivoco, el desprecio, tan familiar para mí, de los patrones de fundo”.

El conjunto de fragmentos edifica ante nuestros ojos la estructura de un Chile tan desigual como el que vivimos desde hace siglos, incluso peor que bajo el dominio español sobre sus colonias. Aunque la lengua mapuche solo es utilizada en algunos fragmentos y traducida al castellano, es un libro que se escribe enraizado en ambas culturas y da profundo sentido a lo que narra, incluso para quienes no somos hablantes de la lengua ni participantes directos de ese mundo.

Es un libro entrañable, para leer y releer; como el Quijote, tiene la riqueza de hacernos reír y llorar y pensar, gracias a esa nueva y auténtica identificación que es capaz de despertar.

Ficha técnica:

«Purranque», Cristian Oyarzo, Editorial Planeta, Santiago, 2022, 142 páginas.

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