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“Los ponchos a la cintura”, la Guerra del Pacífico novelada CULTURA|OPINIÓN

“Los ponchos a la cintura”, la Guerra del Pacífico novelada

Max Valdés / Letras de Chile
Por : Max Valdés / Letras de Chile Novelista, cuentista, editor, antólogo, escritor de literatura infantil. Es Magister en Edición de la Universidad Diego Portales y Máster en Edición de la U.Pompeau Fabra de Barcelona.
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González Amaral ha logrado con la escritura de esta novela otorgar un sentido histórico de la época. Conseguir una revitalización del pasado con una proyección pretendidamente realista. Dar un carácter popular, entendido como el reflejo de la realidad social de la época. Por tanto la lectura de esta novela es altamente recomendable para quienes desean indagar en la Guerra del Pacífico desde la literatura.


Rafael González Amaral es ingeniero civil de la Universidad Católica y magister en historia y pensamiento estratégico y diplomado en seguridad internacional, defensa y estudios estratégicos de la Universidad de Chile y, entre otras tantas actividades, es director de la Corporación Pro-Basílica Santuario Nacional de Maipú y voto O´Higgins. Sin lugar a duda alguna posee la formación y la mejor composición para escribir sobre la historia de Chile y, en particular, de la Guerra del Pacífico. De hecho fue coautor del libro “Chile-Bolivia: historia de sus controversias” (2014) y del libro: “Baquedano: controversias sobre un general invicto” (2017).

La novela histórica es aquella que, siendo una obra de ficción, recrea un periodo histórico preferentemente lejano y en la que forman parte de la acción personajes y eventos no ficticios. Esta no debe confundirse con la novela de ambientación histórica, que presenta personajes y eventos ficticios ubicados en un pasado con frecuencia remoto.

Así, la novela histórica siempre abarca un período de tiempo reconocible dentro de una época, pudiendo representar una proyección realista del pasado utilizando recursos literarios de meta ficción y de carácter popular. Y si bien la presencia de datos históricos en la narración no es rigurosamente imprescindible, éstos pueden dar mayor profundidad a la historia. En el caso de este autor sí aporta una base histórica sorprendente.

En su afán de amante de la historia de Chile, en este nuevo libro aborda con lujo de detalles, con escenas desconocidas e inimaginables para un lector posmoderno, episodios que nos convence de la importancia que tuvo esta guerra no tan solo para la conformación del territorio que hoy se ejerce con soberanía, si no también de cómo se vivió al interior de los despachos de la República y de las familias que enviaron sus hijos a la guerra. Sin embargo, el autor no solo restringe su novela a los años de la Guerra con Perú y Bolivia, si no que además viaja en el tiempo y nos transporta a los años de exilio de O’Higgins en el Perú, a sus entrevistas con Manuel Bulnes, a su agonía y muerte fuera de su país:

“El 18 de abril de 1839 una parte de las tropas chilenas que participaron el 20 de enero en la batalla de Yungay, hicieron su ingreso a la ciudad de Lima encabezadas por el general Manuel Bulnes. Fueron recibidas por la población con muestras de simpatía y viva curiosidad. La gran mayoría de los limeños estaban contentos de haberse desprendido del mariscal boliviano Santa Cruz y esperaban que también los chilenos volvieran pronto a su casa para recuperar su independencia y la unidad nacional. Por esas inusuales casualidades de la historia, tres días después falleció en Lima doña Isabel Riquelme, mientras la cuidaban sus hijos Bernardo y Rosa con el apoyo de Petronila. Esta última, una de las dos niñitas mapuches que O’Higgins adoptó en Chillán y que estaba próxima a dar a luz. Su esposo, José Toribio Pequeño, en esos días trabajaba junto a Demetrio —el hijo no reconocido de Bernardo O’Higgins— en la hacienda de Montalván. Informado Bulnes del deceso de doña Isabel, acudió junto a su Estado Mayor al funeral en el Cementerio Presbiteriano de Lima.

El general Bulnes tuvo la oportunidad de conocer a O’Higgins en el periodo comprendido entre su ingreso a Lima, después de la batalla de Portada de Guías, y la retirada hacia la sierra peruana; es decir, a fines de agosto y comienzos de noviembre de 1838”.

Relatos inéditos que solo un buen conocedor de la historia de Chile puede novelar. González Amaral sigue la ruta de un texto anterior: “Un veterano de tres guerras” de Guillermo Parvex; los aportes de este nuevo libro de González Amaral son de una verosimilitud ejemplar más que de un realismo histórico exclusivamente. Para ellos enfoca su narración en dos soldados que participaron heroicamente en las campañas del Pacífico: Sofanor Parra y Alberto Novoa, dos jóvenes oficiales de la caballería. Ambos bajo las órdenes del general Manuel Baquedano. De esta manera la lectura es amena, entretenida, sorprendente, profunda y humana. Dando cuenta de cómo fue ser soldado en una guerra que duró muchos años y que costó una enormidad de vidas de chilenos.

Esta novela consta de dos partes. En la primera, el relato se apega a la historia, respetándose los eventos y las fechas en que los hechos narrados acontecieron pero aprovechando las licencias que permite un relato novelístico al introducirse diálogos y situaciones que aunque imaginarios, le parecieron al autor presumibles y enhebrados con la realidad histórica. Los personajes que aparecen en esta obra son en su gran mayoría reales. El lector alerta podrá descubrir un par de personajes “postizos”, por decirlo de alguna manera. En la segunda parte, el autor invita al lector a embarcarse en un peregrinaje destinado a imaginarse cómo sería Chile si hubiera sido derrotado en la Guerra del Pacífico.

El relato sobre la batalla más conocida de las campañas de la Guerra del Pacífico es el siguiente y aporta detalles poco conocidos a pesar de su popularidad:

“La dotación de la Esmeralda ese 21 de mayo sumaba 201 hombres, incluyendo quince extranjeros (cinco griegos, dos norteamericanos, dos portugueses, y uno de Noruega, Inglaterra, Alemania y Bélgica). Curiosamente, había un boliviano. Al mando de la Esmeralda estaba el capitán de corbeta Arturo Prat quien contaba con los oficiales tenientes 1º Luis Uribe y Francisco Sánchez , el teniente 2º Ignacio Serrano, y los guardiamarinas Ernesto Riquelme, Arturo Wilson y Arturo Fernández Vial. La guarnición del buque estaba al mando del subteniente de ejército Antonio Hurtado e integrada por el sargento 2º Juan de Dios Aldea, dos cabos, 31 soldados y un corneta. Accidentalmente, estaba a bordo un civil, el ingeniero Agustín Cabrera, no incluido en los 201 señalados arriba.

Por su parte, la Covadonga era un buque de madera muy menor. Tenía un desplazamiento de 412 toneladas, su maquinaria alcanzaba los 140 HP y contaba solo con tres pequeños cañones (dos de 70 y uno de 40 lb), con lo que nada podía hacer frente a un buque de acero. El estado general del buque le permitía una movilidad mayor que la Esmeralda con una velocidad de hasta cuatro nudos al momento de enfrentar en Iquique al Huáscar y la Independencia. La Independencia tenía un desplazamiento de 2000 toneladas, lo que casi duplicaba al Huáscar, pero la potencia de sus motores era de solo 550 HP, la tercera parte del Huáscar. También la artillería de la Independencia era inferior a la del Huáscar lo que explica que Grau optara por el Huáscar como el buque insignia de la armada peruana. Al aparecer los primeros rayos de sol, el vigía de la Covadonga que patrullaba frente a Punta Tetas dio la voz de alarma:

—¡Dos humos al norte!

Condell tomó su catalejo y rápidamente reconoció las siluetas de la Independencia y el Huáscar.

—¡Sargento, comunique a la Esmeralda que se acercan por el norte el Huáscar y la Independencia!

Al ser informado Prat mediante señas de banderolas de la aparición de los buques peruanos, se dirigió a la boca de la bahía para comprobar la información. Acto seguido le ordenó a Condell:

—¡Seguir mis aguas!

Una vez tomada la posición de combate, arengó a sus hombres diciendo:

—¡Muchachos, la contienda es desigual. Nunca se ha arriado nuestra bandera ante el enemigo, y espero que no sea esta la ocasión de hacerlo. Mientras yo viva, esa bandera flameará en su lugar; y si yo muero, mis oficiales sabrán cumplir con su deber!

Y batiendo la gorra, dio un sonoro ¡Viva Chile! La tripulación se descubrió y clamó a su vez ¡Viva Chile!

Prat ordenó:

—¡Qué almuerce la gente! ¡Reforzad las cargas!

Condell contestó:

—All right! —e hizo cumplir las órdenes.

El transporte Lamar recibió órdenes de alejarse a toda máquina para no caer en manos del enemigo. A las 8:30 el Huáscar disparó el primer cañonazo dando inicio al desigual combate. Un proyectil del Huáscar atravesó a la Covadonga, matando al cirujano Pedro Videla y otros tripulantes. Condell entonces decidió poner proa al sur con lo que se dieron inicio dos combates independientes: la Esmeralda contra el Huáscar y la Covadonga que trataba de poner distancia de la Independencia. ¡Eran dos David contra dos Goliat!

Alertado Grau de que los buques chilenos podían estar defendidos por torpedos, optó por no acercarse mucho y usar la artillería de las naves peruanas. Los artilleros peruanos eran novatos y la mayor parte de los tiros quedaban cortos o causaban destrozos en la ciudad ya que los buques se habían instalado cerca de la playa.

Desde la ciudad los peruanos instalaron algunos cañones de campaña en los cerros cercanos a la costa cuyos disparos fueron muy efectivos y obligaron a Prat a alejarse de la costa. Con lo anterior, Grau comprendió que no había peligro de torpedos y se acercó a la Esmeralda aumentando en algo la precisión de sus disparos.

Las peticiones de rendición eran respondidas a balazos desde la corbeta chilena. A las 11:30 Grau resolvió usar el espolón y puso proa a toda máquina sobre la Esmeralda, Prat logró aminorar el impacto haciendo que la nave girara sobre su eje.

En el momento que el Huáscar asestaba el golpe en la Esmeralda, el comandante Prat saltó sobre la cubierta del monitor gritando a su gente:

—¡Muchachos, al abordaje! —orden que solo oyó el sargento Juan de Dios Aldea y un marinero no identificado, que siguieron a su jefe. El marinero falló en su intento de alcanzar la cubierta del Huáscar y regresó a la Esmeralda. Prat cayó herido de varios balazos y fue rematado por un disparo de fusil a quemarropa. Aldea, cayó herido de muerte.

Como la Esmeralda no se rendía, el Huáscar realizó un nuevo ataque de espolón. Al producirse este, saltaron el teniente Serrano con doce hombres los que fueron recibidos por unos 50 peruanos, quedando muertos sobre la cubierta del Huáscar no sin antes haber matado a varios enemigos, entre ellos al teniente Jorge Velarde.
El tercer espolonazo se hizo sobre un buque inmóvil y listo para hundirse. Poco antes de desaparecer bajo las aguas el guardiamarina Ernesto Riquelme disparó un último cañonazo, a guisa de despedida.

Eran las 12:10 de la tarde. La Esmeralda se había hundido después de tres horas y cuarenta minutos de combate, un 75 % de su tripulación había muerto. Grau, caballero del mar, ordenó echar botes al agua para recoger a los náufragos. Entre los prisioneros se contaban los tenientes Luis Uribe y Francisco Sánchez; los guardiamarinas Arturo Wilson, Arturo Fernández Vial y Vicente Zegers; el cirujano Cornelio Guzmán y su ayudante Germán Segura; el jefe de la guarnición, subteniente Antonio Hurtado; el ingeniero electricista Fernando Cabrera y 42 hombres.

Habían fallecido en el combate el capitán de fragata Arturo Prat, el teniente Ignacio Serrano, el guardiamarina Ernesto Riquelme, los ingenieros Eduardo Hyatt, Vicente Mutilla, Dionisio Manterola y José Gutiérrez, el sargento Juan de Dios Aldea y 154 hombres entre soldados y tripulantes.

Por el lado peruano solo hubo siete muertos y un herido. Entre ellos, el capitán de fragata Ramón Freyre, curioso alcance de nombre con el patriota de la independencia de Chile.

Si bien el Huáscar había recibido numerosos impactos de balas cañón y fusil, el único daño severo fue en su proa producto de los espolonazos. Esta avería implicó que en el futuro su travesía se inclinaba levemente a estribor lo que lo hacía perder algo de velocidad.

Los restos de Prat, Serrano y el cuerpo del moribundo Aldea, que no tardó en morir, fueron enviados a tierra y colocados en la acera de la calle, cerca de la Aduana. Desde ese lugar los españoles Eduardo Llanos y Benigno Posada, el ecuatoriano Marcos Aguirre y otros extranjeros se encargaron de darles sepultura en el cementerio de la ciudad”.

González Amaral ha logrado con la escritura de esta novela otorgar un sentido histórico de la época. Conseguir una revitalización del pasado con una proyección pretendidamente realista. Dar un carácter popular, entendido como el reflejo de la realidad social de la época. Por tanto la lectura de esta novela es altamente recomendable para quienes desean indagar en la Guerra del Pacífico desde la literatura.

Ficha técnica:

Autor: Rafael González Amaral
Editorial: Academia de Historia Militar
323 páginas
Primera edición julio 2023

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