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A propósito del debate por Historia: el desempate del Che Guevara y Miguel Krassnoff Opinión

A propósito del debate por Historia: el desempate del Che Guevara y Miguel Krassnoff

Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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A un lado de la historia está el Che, ese hombre calificado por Jean-Paul Sartre como “el ser humano más completo de nuestra era”, que anida desde hace más de medio siglo en las páginas grandes de la historia y en el imaginario y las camisetas de los inconformistas de todos los rincones del planeta. Y por el otro está Krassnoff, ese descendiente de cosaco, cuyos rasgos personales de Krassnoff se hallan ampliamente documentados en el libro de Mónica Echeverría y en los expedientes judiciales. Se trata de un hombre astuto y manipulador, que alternaba la “conversación amable” con los secuestrados de la DINA con las torturas más extremas para extraerles información a los detenidos.


Enfrentando a su colega Juan Antonio Coloma, Carmen Hertz afirmó que no hay empate posible entre Miguel Krassnoff Martchenko, condenado a más de 700 años de presidio, y la enorme figura de Ernesto Guevara de la Serna, el Che. El encontronazo en la Cámara de Diputados ha puesto de actualidad el tema del lugar que a cada uno corresponderá en la Historia, en momentos en que un gobierno de empresarios pretende eliminar precisamente la Historia de los programas escolares.

Krassnoff, que sobrevive en Punta Peuco, se reservó en el vuelo de la muerte de un helicóptero Puma el privilegio de dar el último empujón sobre las aguas del Litoral Central, la zona donde escribo esta columna, a Ceferino del Carmen Santis Quijada, Luis Fernando Norambuena Fernandois y Gustavo Manuel Farías Vargas, apreciados vecinos de Llo Lleo, aquí cerca.

Leyendo los libros Krassnoff arrastrado por su destino, de Mónica Echeverría, y Krassnoff, prisionero por servir a Chile, de Gisela Silva Encina, aunque de orientaciones diferentes, los académicos, maestros y estudiantes deseosos de saber descubrirán a un subteniente Krassnoff que ascendió hasta el grado de brigadier y que, cargado de odio homicida, intentará vengar en territorio de Chile la tragedia vivida por sus antepasados cosacos en Rusia y en Europa. El chileno Erick Zott, preso sobreviviente de Colonia Dignidad refugiado en Austria, que fuera torturado por Krassnoff y careado con él en un tribunal chileno, rescató en la ciudad austríaca de Lienz el certificado de nacimiento en ese país en 1946 del futuro oficial y desentrañó las rutas seguidas por los soldados cosacos y sus familias, unas 50 mil personas, que al término de la Segunda Guerra Mundial fueron concentrados en esa ciudad alpina.

Los cosacos, pueblo de feroces guerreros fieles al Zar de Todas las Rusias, a la iglesia ortodoxa y a la Virgen, ejecutores de razias —pogrom— contra los hebreos, resguardaban las fronteras del imperio y se alzaron en armas contra la revolución comunista soviética. Durante la Segunda Guerra Mundial, grandes contingentes de cosacos se sumaron a los ejércitos de Hitler. Piotr Krassnoff, príncipe y atamán de los cosacos del Don, su jefe absoluto, abuelo del brigadier chileno, combatió con sus tropas junto a los alemanes en la Unión Soviética, Croacia e Italia, y al derrumbarse la Alemania nazi se rindió en Austria con su pueblo nómade a los ingleses, que le ofrecieron garantías. Pero vino la “traición de Churchill”, que entregó a los cosacos a Stalin, quien mandó ahorcar al atamán Piotr Krassnoff y sus oficiales, y envió a otros miles de ellos a los campos de Siberia. El niño “Misha” llegó a Chile con su madre, su abuela y otros cosacos que recibieron refugio en nuestro país y creció alimentado por el discurso de odio con que las dos mujeres lo azuzaban contra el comunismo, y orgulloso de ser el Príncipe heredero del atamán de los cosacos del Don.

Los rasgos personales de Krassnoff se hallan ampliamente documentados en el libro de Mónica Echeverría y en los expedientes judiciales. Se trata de un hombre astuto y manipulador, que alternaba la “conversación amable” con los secuestrados de la DINA con las torturas más extremas para extraerles información, capaz de patear en el suelo a una mujer embarazada como la periodista desaparecida Diana Arón y gritar enfurecido: “Además de marxista, la conchesumadre es judía, hay que matarla”.

Y ahora, el otro personaje, el Che. Ese Che calificado por Jean-Paul Sartre como “el ser humano más completo de nuestra era”, que anida desde hace más de medio siglo en las páginas grandes de la historia y en el imaginario y las camisetas de los inconformistas de todos los rincones del planeta. Los libros acerca de su vida llenan una biblioteca que comienza con sus propias obras escritas en atractiva prosa: Diarios de motocicleta, La guerra de guerrillas, Pasajes de la guerra revolucionaria y el póstumo Diario del Che en Bolivia. A su paso por nuestro país como joven motoquero, Ernesto, el futuro Che, anotó: “Existe en Chile (después lo vi en toda América prácticamente), la costumbre de no tirar los papeles higiénicos usados a la letrina, sino afuera, en el suelo o en cajones puestos para eso”.

En intensos recorridos como flamante médico, el joven Guevara conoció la realidad de los países latinoamericanos, desempeñó distintos oficios y se especializó en el tratamiento de la lepra, enfermedad endémica en algunos lugares. Hasta que en México, en casa de María Antonia González tuvo el encuentro fortuito que cambiará su vida: allí conoció a Fidel Castro, el “Gigante”, como algunos lo llamaban, y se sumó a los jóvenes que navegaron hacia Cuba para luchar contra el tirano Batista. Tras los primeros choques, de los 82 que desembarcaron el 2 de diciembre de 1956, sobrevivió apenas una docena. El Che, que inicialmente venía como médico, se destacó por su arrojo en el combate, su habilidad táctica, su ascendiente sobre el grupo, su sencillez, su generosidad con los soldados prisioneros y fue promovido por Fidel Castro hasta el grado de comandante y jefe de una columna. Nunca faltaron en la mochila del Che los libros que leía y las libretas en que anotaba y escribía su diario, y a lo largo de su vida sabrá opinar de política, filosofía, economía, historia, asuntos internacionales, estrategia militar. El ser humano completo que impresionó a Sartre y que inspirará películas, canciones y poesías, el día de su muerte iba leyendo un poema de Neruda. Pero el Che también se destacó por su dureza frente a los asesinos y traidores.

Habiéndose reagrupado tras los desastres iniciales y sometidos a permanentes ataques, el 17 de febrero de 1957 los guerrilleros viven un momento dramático. Descubren que el campesino Eutimio Guerra, que los ha estado ayudando, actúa como espía de los militares con la misión de asesinar a Fidel Castro, para lo cual oculta una granada y una pistola. Cuando Eutimio vuelve a aparecer, es apresado con el fin de someterlo a un juicio sumario y fusilarlo. Hay tensión, pues esos revolucionarios idealistas que ya han tenido el bautismo de fuego no están preparados para matar a un prisionero. En un momento, en medio de una tempestad el Che se lleva al traidor hacia un lado y en el instante en que estalla un rayo le dispara un balazo en la cabeza. Sin palabras, sus compañeros le agradecen aliviados.

Andando el tiempo, a mediados de diciembre de 1958 la ruta hacia La Habana quedará despejada gracias a la victoria del Che, que al mando de 340 guerrilleros derrotará a una guarnición de 3.900 soldados y diez tanques en Santa Clara, con la famosa toma del tren blindado. El Che garantizó la vida de los rendidos, pero sometió a juicio a un grupo de policías que, según sus palabras, terminó con “la sentencia de muerte de esos 12 asesinos porque habían atentado contra el pueblo, no contra nosotros”.

Al entrar en La Habana, Fidel Castro lo nombró comandante de la imponente fortaleza de San Carlos de La Cabaña, que desde el tiempo de la Colonia domina el ingreso a la bahía. En ese lugar fue visitado por Salvador Allende, que tuvo que esperar que el argentino se recuperara de un ataque de asma. Fidel Castro asignó al Che la tarea de organizar allí los juicios contra los “esbirros” —torturadores, asesinos— del régimen depuesto, que aunque sumarísimos y jurídicamente objetables, se hacían con testigos, un fiscal, un defensor. Unos mil detenidos pasaron por allí, de los cuales fue fusilado un número incierto, que según las fuentes fluctúa entre 80 y 200. El Che formaba parte del tribunal de apelación. Los fusilamiento se realizaban por las noches contra un muro, cerca de donde el Che vivía con Aleida, su mujer cubana, en una casa que hoy está convertida en museo. En febrero de 2017 participé en la Feria del Libro de La Habana que se realiza en la fortaleza de La Cabaña, donde una historiadora cubana me mostró el paredón de los fusilamientos, un muro en el que han tapado los agujeros de las balas.

En noviembre de 1959 el Che inicia una carrera de funcionario civil como presidente del Banco Nacional y más tarde ministro de Industrias, y cumple misiones en conferencias internacionales, en las Naciones Unidas y en giras por diversos países.

A comienzos de 1965 desaparece de la escena pública y en octubre Fidel Castro da a conocer la carta de despedida, en la que renuncia a sus puestos y a la ciudadanía cubana: “Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos”. En la Conferencia Tricontinental, realizada en 1966 en La Habana, a la que asistían representantes de las guerrillas, los movimientos de liberación y fuerzas revolucionarias de África, Asia y América Latina, todos preguntaban ¿dónde está el Che? Yo participaba en representación de las organizaciones juveniles chilenas como miembro de la delegación presidida por el escritor Manuel Rojas y de la que también formaba parte Clodomiro Almeyda, pero cuyo integrante que todos querían conocer era el senador Salvador Allende, un bicho raro que anunciaba una revolución pacífica donde solo se hablaba de armas. Por entonces el Che dirigió su célebre Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental en el que llama a “Crear dos, tres … muchos Vietnam” y formula sus pronunciamientos más extremos: “El odio como factor de luchas; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.”

La participación del Che en la guerra del Congo termina en retirada y su guerrilla en Bolivia acabará en desastre. El día de su muerte yo estaba en Bolivia como periodista del diario El Siglo, aunque viajaba con una credencial de favor de la revista Ercilla. En mi reportaje de 1967 di el nombre que nadie conocía del sargento Mario Terán, el que ultimó al Che herido y prisionero en la escuela de La Higuera, y mientras se afirmaba que habían incinerado su cadáver, aseguré que el guerrillero argentino estaba enterrado en Vallegrande, cerca de la lavandería del hospital donde se exhibió su cuerpo. Treinta años más tarde se comprobó que así era, y los restos de Ernesto Guevara fueron exhumados y llevados a Cuba, a un mausoleo en Santa Clara. Mi crónica sobre su muerte terminaba así: “Cuando el cadáver soberbio del Che voló de La Higuera a Vallegrande amarrado al esquí derecho del helicóptero que piloteaba el mayor Niño de Guzmán, la sangre del guerrillero iba goteando sobre la selva.”

Esa lluvia que humedeció la copa de los árboles fue la semilla del Che universal, el Che Guevara que sigue vagando con su boina y la estrella en la frente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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