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La ciudad pánico o la amplificación del miedo Opinión

La ciudad pánico o la amplificación del miedo

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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La crisis que vive la urbe de latón en nuestro país tiene como componente esencial, además de la injusticia que empuja a las movilizaciones, la incompetencia policial, incapaz de discriminar entre manifestaciones, opiniones, derechos y violencia y que, en consecuencia, la amplifica e incita a esta última. Parte de la política busca –algunos parlamentarios de por medio– escenificar comunicacionalmente la ciudad pánico, editorializar el miedo, con el objetivo de intentar abortar o debilitar el proceso de cambio constitucional, bajo el pretexto de falta de condiciones, proceso que, a nuestro juicio, es lo único que puede imantar el diálogo y la cooperación para la normalidad nacional.


Por estos días predomina en ciertos medios de prensa y en los discursos políticos del país, una tendencia a los enfoques de amplificación del miedo en la sociedad. Miedo a la incertidumbre, a lo que puede ocurrir con la economía, a la violencia que parece estar a flor de piel en el país. Es como si gobernantes, editores y policías se hubieran puesto de acuerdo para escenificar una sociedad del miedo, casi a imagen y semejanza de lo sostenido por el conocido intelectual francés Paul Virilio en su libro La ciudad Pánico. El afuera comienza aquí, escrito después del atentado terrorista a las Torres Gemelas en Estados Unidos, el año 2001. Todo parece estar en peligro, principalmente la normalidad que se requiere para llevar adelante un proceso de cambio constitucional, con libertades cívicas.

En su libro, Virilio enfoca los impactos de la revolución tecnológica a partir de la velocidad, y los cambios que produce en la guerra y el manejo de la seguridad. El Gobierno se convierte en un asunto de orden, en una “metropolítica”, es decir, un puro tema urbano, con el pánico como escenario psicológico. El orden interior de las ciudades se despersonaliza y tensa, de un modo rutinario, de un modo de derechos individuales a uno de “guerra total”, con enemigos indeterminados.

Tal pensamiento requiere de hechos catalizadores y traumáticos para sostenerse como realidad. Cosa que efectivamente fueron los atentados de 2001 en Estados Unidos.

En el caso de nuestro país, las cosas no son tan claras. Los esfuerzos analíticos predominantes están centrados en presentar los hechos de octubre del 2019 y sus réplicas como un estallido de violencia irracional, que seguramente tiene algunas causas evidentes, pero que carece de los fundamentos suficientes para hacerse comprensible al poder. La pulsión, porque no es un análisis sino un acto compulsivo, es considerar que estamos frente a la irracionalidad de lo racional, frente a algo que no debe ser ni existir, pese a tener trazabilidad social.

El discurso, por ahora preferentemente editorial y político, es que en marzo el país puede entrar en fase de destrucción, lo que debe leerse como saqueos, barricadas, incendios, destrucción de bienes públicos, ataques a la propiedad, imposibilidad de transitar de manera libre. Que el clima de antagonismo y violencia se va a exacerbar y la economía decaerá violentamente, aumentará el desempleo, colapsarán las arcas fiscales por el aumento de requerimientos materiales y financieros para hacer funcionar el país. Que la desconfianza internacional y la falta de inversiones se profundizará.

Todo este discurso del miedo está apuntado hacia la violencia y desorden públicos, al miedo a una economía estancada, y al riesgo de buscar una nueva Constitución.

El Mercurio, sede editorial de la política del miedo, la titula con frases como “Riesgos del debate constitucional”, ”Vandalismo, cultura y calidad de vida”, “Violencia y tipo de cambio”. Y editorializa con frases como “… la mayor debilidad que tendrán las cuentas fiscales como consecuencia de los posibles cambios constitucionales” o “La inflación de derechos garantizados y el mayor rol del Estado en la provisión de servicios de salud y pensiones amenazan con impactar fuertemente en los gastos fiscales”.

Es decir, para la política del miedo y la teoría de la ciudad pánico, los chilenos sencillamente nos volvimos locos de la noche a la mañana. Todo es inmaterial y el paso de la normalidad al caos no tiene temporalidad crepuscular, no hubo un momento –por breve que fuera– en que las semillas de la ingobernabilidad germinaran por malas decisiones, por mal manejo de la economía, por desigualdades o por falta de derechos, ceguera e incompetencia gubernamental. Solo tiene problemas de ajustes técnicos, de sintonía.

Esto es no entender que, lejos de hacer crecer a todos los ciudadanos, el crecimiento de nuestra economía fue concentrador y unilineal y “desertificó” el significado de la palabra ciudadanos en una democracia. Y produjo, por los niveles de concentración y abuso de nuestra sociedad, un “derrumbe gravitacional” de todo el sistema político.

En este derrumbe, se luce la incompetencia de la policía y los conceptos de orden y seguridad que maneja el Gobierno. Ello no es un problema técnico sino político, y se muestra en la escasa capacidad de diferenciar hechos para producir prevención, control y represión, no como acciones consecutivas sino como actos simultáneos. Por eso, cinco pelagatos o cuatro encapuchados pueden incendiar la ciudad sin que haya responsables. Hasta el punto de hacernos dudar de la propia honestidad policial.

Una propuesta académica de la Universidad de Long Island de la década pasada planteaba que la seguridad interna se encuentra entre los sectores de mayor crecimiento del país (se refiere a Estados Unidos), esperándose que el empleo en todas las áreas del campo de la seguridad interna siga expandiéndose significativamente a lo largo de la próxima década. Señalaba que se trasladan recursos y personal existente hacia la recopilación y análisis de inteligencia sobre delincuencia y terrorismo, y hacia campos especializados de planificación, preparación y respuesta. Agregaba que las compañías del sector privado, empresas de servicio público y entidades de infraestructuras críticas –especialmente en los campos del transporte, atención médica, educación, tecnología de la información e industria– están, por lo tanto, cada vez más implicadas en la función de la seguridad interna, y existe una gran demanda de personal de seguridad con habilidades para comunicarse eficazmente con las instituciones especializadas, la comunidad de inteligencia, y corporaciones y grupos implicados en la gestión de emergencias y seguridad.

¿De cuánto de esto nos enteramos o hicimos en Chile? Prácticamente poco o nada. Para los expertos analíticos de bancos o medios de comunicación, el concepto de seguridad corporativa y cooperativa es prácticamente inexistente, lo mismo que para las policías la idea de cooperación y fortalecimiento de su formación inicial. Son entes cerrados como claustro.

La crisis que vive la ciudad de latón en nuestro país tiene como componente esencial, además de la injusticia que empuja a las movilizaciones, la incompetencia policial, incapaz de discriminar entre manifestaciones, opiniones, derechos y violencia y que, en consecuencia, la amplifica e incita a esta última.

La política busca –parlamentarios de por medio– escenificar comunicacionalmente la ciudad pánico, editorializar el miedo. Todo con el objetivo de intentar abortar o debilitar el proceso de cambio constitucional, bajo el pretexto de falta de condiciones, proceso que, a nuestro juicio, es lo único que puede imantar el diálogo y la cooperación para la normalidad nacional.

Como las autoridades civiles son responsables políticas del orden, deben garantizar, al menos, que están por fortalecer el curso institucional del país y que su postura de No Apruebo en materia de Nueva Constitución, se despliegue –porque lo están haciendo solapadamente de muchas maneras– con honestidad y no con el uso indebido o tramposo de las instituciones de la República.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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