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Protestas en Estados Unidos: la caravana por George Floyd y por todos los demás Opinión

Protestas en Estados Unidos: la caravana por George Floyd y por todos los demás

Nadie está aquí por casualidad. Algunos van solos, con sus mascarillas anti-COVID bien puestas y colgando de una ventana entreabierta, un cartel impreso a computador con el nombre de George, pero también de Ahmaud Arbery y Breonna Taylor, otros afroamericanos baleados por policías en los últimos meses, el primero mientras salía a trotar y la segunda durante una marcha. Otros más motivados van en grupos, con pancartas que cubren todo el costado de sus vehículos y sus pasajeros asomados por el sunroof, gritando como a la salida de un partido de fútbol. Cada tanto se ven, parados en las esquinas, dos o tres policías de brazos cruzados, saludando irónicos a la multitud. [ACTUALIZADA]


Oakland, California. 15:20 p.m.

En la calle 14th, pleno centro de la ciudad, retumban los bocinazos contra los edificios cromados de corporaciones como Chase Bank, las cafeterías y barsuchos locales que han tapizado sus entradas con paneles para resguardarse de los saqueos desencadenados por todo el país. Somos miles los que este domingo 31 de mayo hemos respondido al llamado a salir a las calles para adherir a las protestas que comenzaron el martes pasado, luego que el día anterior el afroamericano George Floyd, con su metro ochenta de alto, sus ochenta y cinco kilos, muriera tras ser reducido por tres policías, con su mejilla contra el cemento de las calles de Minneapolis y uno de los oficiales, Derek Chauvin, arrodillado sobre su cuello. En los videos que circulan, a Floyd se le oye gritar entre resoplidos “¡Por favor! No puedo respirar”.

Hace calor, llevamos un buen rato en esta fila que apenas avanza, ocupando dos carriles. La caravana de autos que ha salido hace una hora y media desde las cercanías del terminal marítimo de carga Everport, ya cuenta miles de vehículos, repartidos por toda la ciudad, desplazándose en todas las direcciones. Adonde sea que mires, hay un cartel de “No Justice, No Peace”, “Black Lives Matter” o “White Silence = Consent”.

Nadie está aquí por casualidad. Algunos van solos, con sus mascarillas anti-COVID bien puestas y colgando de una ventana entreabierta, un cartel impreso a computador con el nombre de George, pero también de Ahmaud Arbery y Breonna Taylor, otros afroamericanos baleados por policías en los últimos meses, el primero mientras salía a trotar y la segunda durante una marcha. Otros más motivados van en grupos, con pancartas que cubren todo el costado de sus vehículos y sus pasajeros asomados por el sunroof, gritando como a la salida de un partido de fútbol. Cada tanto se ven, parados en las esquinas, dos o tres policías de brazos cruzados, saludando irónicos a la multitud.

[cita tipo=»destaque»]Sigo por la 14th, el talón de mi mano golpeando frenético la bocina de la camioneta que conduzco, cuando me toca doblar por Lakeside Drive, la calle que bordea el Lago Merrit, una especie de laguna con veredas de pasto bien cuidado que me recuerda al Parque Bicentenario en Santiago. Me detengo en una luz roja y, mientras espero a los peatones, me quedo mirando el cadillac setentero color blanco hueso en el carril contiguo. No lleva pancartas ni listados. A bordo, va una pareja afroamericana de unos cincuenta años, él con una boina ladeada, ella de collar de perlas. Mirando el revuelo alrededor, se sonríen con una mueca de sorpresa. La mujer sostiene entre los dedos asomados por su ventana un turro de sahumerio encendido, con un humo blanco espeso que se desprende y flota hasta desvanecerse. Desde la vereda se les acercan fotógrafos con lentes monstruosos entre las manos y les preguntan si les pueden sacar una foto, porque parecen sacados de una película, como si nunca antes los hubieran visto, aunque lleven una vida completa compartiendo el mismo país.[/cita]

En los muros de la ciudad, voy leyendo los cientos de “ACAB” grafiteados. Por un momento, me teletransporto y es como si estuviera en Santiago siete meses atrás, cuando la chispa estalló. A mi alrededor, se ven puños cerrados alzados hacia el cielo, el símbolo setentero de resistencia reivindicado por el movimiento Black Lives Matter.

De pronto, veo que se acerca por los carriles en dirección contraria una masa andante de ciclistas encapuchados y, a la cabeza, uno de piel morena y rastas gruesas que le caen por la espalda. Nos hace gestos con los brazos, como diciendo “¡Más fuerte! ¡Más fuerte!” y los que conducimos, de repente, despertamos del estupor somnoliento, los bocinazos se reproducen como una ola gigante que se levanta para inundar las calles. Y vemos, detrás de los ciclistas, que se acercan otros autos, también con sus pancartas y listados de nombres. Son la cabeza de la caravana. ¡La columna ha dado la vuelta! Nos hemos tomado la ciudad.

Miedo

Esa tarde de finales de marzo, había salido a caminar para airearme un poco, aprovechando que las calles de Santa Cruz, el balneario donde vivo, una hora y media al sur de Oakland, se encontraban vacías producto de la cuarentena. Contra la oreja derecha, llevaba el celular mientras me ponía al día con una amiga. En eso identifiqué, unos metros adelante, la hilera de cinco camionetas policiales estacionadas a la entrada de la playa que en veranos normales se repleta de turistas y hoy está desocupada por completo. Al llegar a la esquina, lo vi. De pie junto a uno de los vehículos, se mantenía inmóvil, los ojos puestos a los lejos. Lleva el torso desnudo, los pies descalzos, unos jeans desarrapados a la mitad de los glúteos. Estaba solo, como si hubiese sido el último afroamericano en el mundo, con las manos esposadas en la espalda y siete u ocho policías a su alrededor conversando distraídos. No sé cuánto medía, pero podría haber sido un metro ochenta, igual que George Floyd.

En lo que duró ese momento, no se movió ni un centímetro. Y no pude evitar preguntarme, “¿por qué un hombre que está más quieto que una estatua, necesita esa cantidad de policías rodeándole, apresándole, como si se tratara de un elefante furioso, un animal de circo?”.

Pensé en quedarme a mirar, pero una oficial, la única mujer del grupo, me hizo un gesto con las cejas, indicándome que siguiera mi camino. Apuré el paso, con el teléfono aún contra la oreja y en el estómago una sensación de incomodidad que tardé varias cuadras en descifrar. Ya lejos, me senté en una banca con la cabeza apoyada en las manos y entonces entendí lo que era ese sentimiento: miedo. No saber qué acababa de ver; o, peor, de no ver. ¿Qué iba a pasar con ese hombre si no había nadie más ahí para mirar que las cosas no se salieran de control, como tantas otras veces en este país?

«No quiero hablar…»

En mi segundo año de magíster en California, me tocó enseñar clases de escritura creativa a alumnos de pregrado. Eran, en general, estudiantes de primer año, con caras de haber salido recién del colegio. En general, no eran especialmente talentosos. La mayoría veía mi clase como una oportunidad para sacarse una buena nota fácil y pensaba que con dar el mínimo bastaba. Una de las pocas que me sorprendió fue una alumna de padre afroamericano y madre latina que escribía, de hecho, sobre esa doble identidad que cargaba y la exotización que vivía en sus círculos sociales. Sus textos eran profundos, complejos. Las escenas parecían palpitar fuera del papel cuando las leía en voz alta frente a la clase.

Durante todo el trimestre, trabajamos juntas en su texto, asegurando la profundidad de los personajes, la claridad de los diálogos. La semana antes que terminara el curso, le ofrecí que, si quería, podía ayudarla a mandar su ensayo a alguna revista para que lo publicaran. Me dijo que lo pensaría. A la semana siguiente le pregunté que había decidido. Me interesaba que experimentara el verse a sí misma publicada, escuchada. Pero me llevó a un rincón de la sala y, con los ojos en el suelo y en un susurro, me dijo que mejor no: “No quiero hablar de quién soy”.

Oakland, California. 16:15 p.m.

A este punto de la jornada, he empezado a advertir que la mayoría de los participantes en la caravana son blancos. Son, además, los que manejan los autos más grandes y nuevos, las camionetas con los carteles mejor escritos, en letra cursiva y a colores. Un par de vehículos más adelante va un jeep plateado, en cuya parte trasera cuelga una pancarta que reza “agua y mascarillas gratis”. De la apertura en el techo se asoma una chica con la piel tan pálida que le brotan rosetones en las mejillas por el calor.

Participan, en menor medidas, latinos y asiáticos que llevan carteles improvisados, pedazos de cartón mal recortados pegados con huincha aisladora a las puertas de sus autos destartalados, con la pintura gastada, el parachoques desmontado casi rozando el suelo.

Me parece que son los menos, pero cada tanto se observan, por aquí y por allá, afroamericanos al volante de camionetas o minivans. En el lugar del copiloto y en los asientos de atrás van silenciosos, con el ceño fruncido y los labios apretados, compañeros de piel oscura, los puños en alto asomados por las ventanas. Al verlos, los manifestantes hacen reventar las bocinas en una ovación ininterrumpida, casi culposa.

Cruza de repente frente a nosotros una camioneta negra y, en el techo, van dos afroamericanos de anteojos oscuros y vestidos con sudaderas que dejan al descubierto sus brazos musculosos. Sonríen a la multitud que enardece, uno de ellos sosteniendo un celular en el aire, con que se graba a sí mismo con las ovaciones a sus espaldas.

En el intertanto, en las esquinas, hay algunos que se han quedado como congelados en el tiempo. Miran la caravana con ojos húmedos. Nunca en sus vidas vieron algo así, ni siquiera aquí en Oakland, que hasta hace solo diez años –previo a que se instalara el boom tech en la zona– era algo así como la prima negra de San Francisco. Hoy día la ciudad está con ellos.

Sigo por la 14th, el talón de mi mano golpeando frenético la bocina de la camioneta que conduzco, cuando me toca doblar por Lakeside Drive, la calle que bordea el Lago Merrit, una especie de laguna con veredas de pasto bien cuidado que me recuerda al Parque Bicentenario en Santiago. Me detengo en una luz roja y, mientras espero a los peatones, me quedo mirando el cadillac setentero color blanco hueso en el carril contiguo. No lleva pancartas ni listados. A bordo, va una pareja afroamericana de unos cincuenta años, él con una boina ladeada, ella de collar de perlas. Mirando el revuelo alrededor, se sonríen con una mueca de sorpresa. La mujer sostiene entre los dedos asomados por su ventana un turro de sahumerio encendido, con un humo blanco espeso que se desprende y flota hasta desvanecerse. Desde la vereda se les acercan fotógrafos con lentes monstruosos entre las manos y les preguntan si les pueden sacar una foto, porque parecen sacados de una película, como si nunca antes los hubieran visto, aunque lleven una vida completa compartiendo el mismo país.

Rick

En 2016, cuando vivía en el sur de California, mi casa estaba en un barrio de clase media baja, donde la mayoría eran estudiantes, familias latinas o musulmanas con muchos hijos. En el sector abundaban los yonquis pidiendo plata afuera de las botillerías o vendiendo drogas en los estacionamientos. Una mañana, con mis roommates nos despertaron golpes en la puerta. “¿Hola?”, preguntamos, asomándonos por la ventana. Desde el otro lado, nos saludó amistoso un afroamericano, de unos cuarenta y tantos años, vestido con harapos. “¿Me dan algo para comer?”, pidió. Aún medio confundidos, le preparamos un pan y un té, cuyo tazón se llevó sin preguntar. A las pocas semanas, volvió a pedir calcetines. Esta vez se presentó como “Rick” y no tardamos en darnos cuenta que tenía algún tipo de discapacidad intelectual, que a ratos parecía no saber dónde estaba.

Lo veíamos con frecuencia. No causaba problemas, pero a veces me intimidaba. Una mañana, por ejemplo, al salir a la universidad, abrí la puerta de la casa y me encontré con que había cubierto toda la entrada con una alfombra vieja a medio pudrir que había sacado de algún basurero. Otras veces, armaba pequeños altares de comida en nuestro jardín delantero.

Una tarde, a finales de ese año, Rick volvió a tocar la puerta. “¡Vienen por mí! ¡Vienen por mí!”, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja. “¿Quién?”, le pregunté, pero solo respondió “¡Vienen por mí! Y me van a dar una casa en esta misma cuadra. Ya no voy a vivir más en la calle”. Lo felicité y le dije que me tenía que ir porque iba atrasada. Recuerdo que se quedó en el jardín, jugando con unas botellas vacías. Nunca más supe de él. No sé si habrá conseguido o no su casa, pero ninguno de nosotros lo volvió a ver. Tal vez sí vinieron por él.

Oakland, California. 18:30 p.m.

Cuando termina la marcha, unos pocos del grupo nos reunimos a la vuelta de una esquina a fumar un cigarro y compartir impresiones de la jornada. Con las mascarillas medio ladeadas y siempre a dos metros de distancia, damos sorbos a nuestras botellas de agua y nos limpiamos la transpiración. En un país donde la gente sale poco a la calle –sobre todo en comparación con Chile y para qué decir desde octubre–, lo que hemos visto hoy día nos emociona.

Uno de los presentes cuenta que ha visto a una niñita afroamericana, de unos ocho o nueve años, mirando absorta la caravana, afuera de un edificio de viviendas sociales conocido en la ciudad por su mala fama (cuenta que su papá es abogado penalista y que ha representado a algunos de sus inquilinos): “Pensé en cómo va a cambiar la vida de esa niñita en los próximos años… porque ahora es chica y a todos nos encantan los niños, pero ¿qué va a pasar cuando crezca?, ¿con qué mundo se va a topar? Ojalá lo que vio hoy haya sido suficiente para darle fuerzas en ese futuro tan difícil”, dice y apaga la colilla de su cigarro en el piso.

“Esperemos que sea un futuro un poco menos difícil con todo esto que está pasando”, contesto, tratando de levantar un poco los ánimos. Los presentes asienten.

Y mientras la conversación prosigue, pienso en los hijos y las guaguas de mis amigas allá en Chile. En cómo se nos aprieta el corazón esperanzados de que su futuro país, también, sea otro. Y entonces, como un relámpago, se me cruza por la mente la pregunta “¿Y si no?”. ¿Y si esos niños, igual que esta niñita de Oakland, solo heredaran escombros?

Me sacudo la cabeza, porque no puedo soportar la idea. Lo más fácil es asumir que el futuro nos tiene deparado lo peor. Eso también es parte de la lucha. Seguir, a pesar de los pronósticos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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