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La cruzada de los inocentes de Punta Peuco Opinión

La cruzada de los inocentes de Punta Peuco

Mario Sobarzo
Por : Mario Sobarzo Doctor en Filosofía
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Los intelectuales del partido del orden, amplificados por los medios de comunicación del empresariado, lograron reconstituir el sentido común anterior al 18 de octubre de 2019. No poco ayudan a la reconstitución de este sentido común las contradicciones materiales que aún siguen sin resolverse, como: la ausencia de sanciones a las violaciones a los derechos humanos versus el uso de la prisión preventiva contra inocentes; la impunidad para los delitos perpetrados por poderosos y la mano dura contra el resto; el crecimiento de las ganancias de las AFP versus las pérdidas millonarias de los fondos considerados “seguros”; el crecimiento impresionante en épocas de crisis económica, producida por la pandemia, de la fortuna de varios de los superricos chilenos –entre otros, el Presidente–, en contraste con el empobrecimiento de la mayoría.


En las últimas semanas se ha tendido a instalar el temor a que la ultraderecha pase a la segunda vuelta en la elección presidencial y que, eventualmente, pueda llegar a encabezar un gobierno de carácter reaccionario, semejante al de Trump en Estados Unidos o al de Bolsonaro en Brasil. La hipótesis de que el crecimiento de la derecha es un fenómeno internacional y que nuestro país no tiene nada de especial en términos políticos, implicaría que después de los acontecimientos iniciados el 18 de octubre de 2019 y las dos megaderrotas de la derecha (en el referéndum constitucional y la elección de constituyentes), solo queda esperar que el proceso de reflujo les haya pasado la cuenta a quienes buscan transformaciones profundas. En el otro frente, el desarrollo de una suma de opositores, que incluiría a antivacunas, pinochetistas, terraplanistas, negadores del cambio climático, ultranacionalistas y un largo etcétera de posiciones que en circunstancias normales nos parecerían delirantes, se habrían vuelto legión. De este modo, el peligro vendría de una amalgama imposible de delinear en sus contornos y con una profundidad y alcance social invisibilizado por la normalidad elitaria.

Aunque al fascismo u otras manifestaciones de ultraderecha nunca los he considerado temas para tomarse en broma, considero también que la peor táctica para combatirlo es el miedo. El miedo disuelve el juicio, obnubila la razón, hace difícil aquilatar adecuadamente las condiciones materiales, dificulta la capacidad de actuar y, en último término, es la expresión proyectiva de las propias angustias y terrores pánicos. El miedo le da poder a la ultraderecha porque convierte en realidad el horror que habita en el ámbito de la fantasía y la imaginación, pero también porque es el combustible del que se alimenta. En esto coinciden autores tan distintos como Erich Fromm, Hannah Arendt y Theodor Adorno. Pero son Wilhelm Reich y Georges Bataille quienes llamaron la atención sobre el disfrute irracional de la violencia y el miedo, que en el caso del primero lo relaciona con su figura del hombre medio, el pequeño hombrecito, que describirá después en su libro homónimo.

Es esta amalgama de satisfacción ante la violencia irracional, la admiración por el líder temido, la figuración de los seres humanos en términos de fuerza y debilidad, la pérdida de individualidad y la sensación de seguridad asociada a ello, entre algunos de sus rasgos centrales, lo que explica la reacción del resto de la sociedad que siente repugnancia ante esta política del miedo. Pero, como lo sabemos bien quienes hemos vivido la experiencia del asco o repugnancia a nivel alimenticio, la necesidad de alejarnos de lo que nos repugna está en directa relación con el shock o impacto que sentimos y la compulsión a repetir (sin quererlo) el no poder dejar de pensar en eso, repugnante. La cantidad de artículos, columnas, debates en redes sociales y medios de comunicación, entre otros, que se han sucedido en los últimos días a propósito del crecimiento de la ultraderecha, expresan este abanico que, partiendo del temor, se expande y bascula entre la repugnancia y la imposibilidad de alejarnos de ella.

La literatura fantástica de nuestra época y la ciencia ficción (Véase La literatura de ciencia ficción: Una mirada al futuro en tiempo presente de Óscar Alvarado) lo han expresado en distintas ocasiones, anticipándonos y relevándonos lo importante que es no olvidar esta relación entre fascismo y miedo. Por ejemplo, cuando Yoda le indica a Anakin Skywalker que el miedo es el camino al lado oscuro o cuando Dumbledore le señala a Harry Potter que a Voldemort hay que nombrarlo sin eufemismos o cuando, en medio de sesiones de tortura, Winston Smith y Julia, los protagonistas de la novela de Orwell, 1984, se terminan traicionando mutuamente, a su amor y a lo que ellos mismos pensaban de sí, solo para dejar de sentir miedo. Los tres ejemplos están inspirados en las viejas figuras del fascismo y la ultraderecha del siglo XX, pero sus alcances siguen estando presentes cuando, por ejemplo, el presidente de la mayor democracia mundial insta a asaltar el Capitolio, evidenciando los miedos más profundos de la sociedad estadounidense respecto de su democracia. También lo está cuando el presidente de la nación más grande de Sudamérica decide sacrificar a la población pobre de su país y se burla de ello. El paso entre el miedo racional y justificado y el terror pánico es difícil de discernir. En este sentido, el temor generalizado resulta razonable, pero quedarnos solo en él es el camino directo a la derrota.

Además, razones para dudar de este ascenso de la ultraderecha en nuestro país existen.

En primer lugar, a pesar de que la explicación esbozada por Marta Lagos (El votante humillado) para interpretar el desplazamiento desde la elección de Sebastián Piñera el año 2018 hasta las dos elecciones vinculadas a la Constitución (donde tanto la derecha como la ex Concertación tuvieron pésimos resultados), resulta plausible. Parece, por lo mismo, razonable esperar que dicha tendencia se mantenga. Pues, si es cierto que en cada elección han votado distintos electores y tipo de electorado (por ejemplo, en las votaciones en pandemia el padrón de la tercera edad se abstuvo en mayor proporción), también resulta razonable que quienes se han sentido victoriosos en dos ocasiones (tres, si le sumamos las primarias, donde Apruebo Dignidad superó en cerca de medio millón de votos a la derecha), vuelvan a participar.

De este modo, si consideramos la tasa neta de votantes en las elecciones con menor participación, la cosa no resulta nada fácil para la ultraderecha. Significa convencer a 3 millones y medio de votantes que medidas como fusionar el Ministerio de la Mujer al de Desarrollo Social y crear un Ministerio de la Familia; traer de vuelta a José Piñera para hacerse cargo del Ministerio de Hacienda; conservar y fortalecer el sistema de AFP; indultar a los violadores de derechos humanos y reivindicar la dictadura de Pinochet; crear una red de seguimiento internacional (que se parece mucho a la operación Cóndor); entregarle poderes suplementarios casi totales al Presidente de la República en estados de excepción; privilegiar a las parejas casadas en las políticas sociales, entre muchas otras, son buenas para ellos/as/es.

Aunque, por supuesto, no descarto que mucha gente esté molesta y pueda dirigirse hacia la ultraderecha por ello, también sé que el comportamiento de nuestra sociedad tiende a ser bastante más racional que lo que los habitantes de las tres comunas se imaginan. Por ejemplo, frente a la imagen de la exministra del trabajo, María José Zaldívar, de que la gente pobre utilizaría su 10% de devolución de las AFP en comprarse plasmas, los estudios de comportamiento económico (incluso Cadem) mostraron que la gente lo usó para vivir, pagar deudas y así mejorar su situación comercial, o resolver necesidades que en condiciones normales les habrían significado altos niveles de endeudamiento (desde enfermedades, tratamientos dentales, hasta la adquisición de viviendas, terrenos, construcción, ampliación, mejoramiento de las condiciones de habitabilidad, etc.), o bien los ahorró para tener recursos frescos ante eventualidades, entre las principales. Un comportamiento bastante racional y moderado.

Lo mismo sucedió en temas políticos, pues como es bastante fácil de corroborar en la prensa previa al referéndum, no fueron pocos los analistas políticos que señalaron que la Constitución era un tema que no le interesaba a la ciudadanía o que no era necesario cambiarla y se evidenciaría en la votación del Rechazo. Sin embargo, esa elección se convirtió en aquella con mayor participación neta de ciudadanos/as/es en el actual ciclo democrático y los resultados fueron sumamente evidentes.

Los primeros días después del 18 de octubre el mantra de la elite era “no lo vimos venir”, el cual solo fue superado cuando la aristocracia intelectual del partido del orden lo cambió por palabras como anomia, malestar con la modernización capitalista, ausencia de un republicanismo popular de derecha o la Convención vino a ser la materialización del 18 de octubre y el resto solo es lumpen. Después de esta normalización conceptual, el “estallido” pasó a ser obvio y todos ellos ya habían llamado la atención en alguna de sus dimensiones, sin ser oídos.

Los intelectuales del partido del orden, amplificados por los medios de comunicación del empresariado, lograron reconstituir el sentido común anterior al 18 de octubre de 2019, al menos en la zona de confort de la élite. No poco ayudan a la reconstitución de este sentido común las contradicciones materiales que aún siguen sin resolverse, como: la ausencia de sanciones a las violaciones a los derechos humanos versus el uso de la prisión preventiva contra inocentes; la impunidad para los delitos perpetrados por poderosos y la mano dura contra el resto; el crecimiento de las ganancias de las AFP versus las pérdidas millonarias de los fondos considerados “seguros”; el crecimiento impresionante en épocas de crisis económica, producida por la pandemia, de la fortuna de varios de los superricos chilenos (entre otros, el Presidente), en contraste con el empobrecimiento de la mayoría.

Es en ese “país” donde resulta verosímil creer que la ultraderecha puede movilizar a 3 millones y medio de personas (o más) dispuestas a votar contra sus propios intereses materiales y de clase.

Si lo que señalo resulta correcto, es posible que a medida que se acerquen las elecciones, el temor a la ultraderecha más que exacerbar una tendencia a su crecimiento, genere lo contrario: fortalezca las posiciones que se presenten como más representativas del centro.

Por supuesto, en un escenario con voto voluntario es casi imposible anticipar los niveles de participación, por lo que cada campaña se define en los últimos momentos, así que esta proyección que expongo puede equivocarse.

Sin embargo, existe otro factor que debe ser considerado: el aporte que generan a la elección presidencial las otras tres elecciones que ocurren en paralelo (diputados, senadores, Cores), donde la fortaleza partidaria es central, pues moviliza una larga cadena clientelista. No hay que olvidar que el éxito de los(as) independientes en la elección de convencionales se debió a las diferencias legales respecto de las que rigen a las actuales y también a las de alcaldes, concejales y gobernadores.

En todas ellas la hegemonía de los partidos políticos fue indudable. En este sentido, parece cierto que esta elección se asemeja, más que cualquiera de las últimas, a las elecciones previas a 2019. Eso genera expectativas en las posiciones reaccionarias y conservadoras, quienes esperan poder volver a movilizar a un votante que ha estado ausente en las últimas elecciones. Si a eso le sumamos todos los opositores (desde los contra la democracia hasta los contra la circularidad de la tierra) que se han ido levantando a propósito de la incertidumbre global (y que en el caso nuestro tiene como gran hito el 18 de octubre de 2019), tienen buenas razones para construir expectativas respecto de un triunfo en torno al candidato de la ultraderecha. Es esta, por supuesto, una eventualidad posible, pues estamos hablando de política, un lugar por excelencia de incertidumbre. La unidad de los antiguos votantes de derecha y conservadores más el “cuanto hay” de opositores como potencia electoral es indeterminable hasta el 21.

Por otra parte, no hay que olvidar que, si bien las otras elecciones del 21 de noviembre pueden aportarle votos cruzados al candidato de la ultraderecha, también puede implicar que la división en 2 de las listas electorales de dicho sector termine redundando en contra de ambas listas. De esta forma, se crearía el evento de que lo que beneficia al candidato, es negativo para el sector. Y, en un escenario así, es posible esperar que la más perjudicada sea la UDI, pagando cara su propia indefinición.

Pero, de lo que no cabe duda es de que, si usted tiene miedo a la ultraderecha, su mejor opción es ir a votar por cualquiera que no sea dicho candidato, pues si aumenta la tasa de votación de todo el resto de los candidatos y la candidata, disminuye el porcentaje de ese candidato que le causa temor.

El año 2020, antes de la elección de constituyentes, señalé que la estrategia desarrollada por la derecha tenía elementos semejantes a una cruzada. Creo que lo que estamos viendo hoy es justamente el fin de esa estrategia en una nueva cruzada de los inocentes, pero que ahora, en vez de niños, usa de estandartes a criminales de lesa humanidad con los que espera abrir el Mar Muerto y triunfar frente a los infieles, como Moisés en la Antigüedad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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