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Las reformas de los Consejos de la Judicatura Opinión

Las reformas de los Consejos de la Judicatura

Cristián Riego
Por : Cristián Riego Profesor de derecho procesal penal, Derecho Universidad Diego Portales
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Las reformas de los Consejos de la Judicatura, u otros órganos semejantes, han consistido en transferir esas facultades discrecionales, o a lo menos parte de ellas, a un órgano con una composición predominante o muy principal de jueces, representativa no solo de las cúpulas sino también del conjunto de los funcionarios. Como resulta bastante obvio, el traspaso de facultades, en la medida que se mantienen amplios márgenes de discrecionalidad en la toma de decisiones, no resuelve el problema sino que solo lo cambia de sede e involucra a grupos más amplios en los debates y disputas acerca de las designaciones, las sanciones disciplinarias y las medidas administrativas.


Ha trascendido que la Convención Constitucional habría generado algunos consensos en torno a la estructura del sistema judicial, entre los cuales se encontraría el de entregar las funciones de gobierno judicial y designación de magistrados a un Consejo compuesto mayoritariamente por jueces de diversos niveles.

La propuesta sigue la corriente mayoritaria de reformas ocurridas en un número importante de países, entre los que se encuentran la mayor parte de los de América Latina.

En mi opinión, esta reforma no está bien orientada y pierde de vista el objetivo de solucionar los graves problemas que presenta el sistema vigente, reemplazándolo por un interés corporativo, de acuerdo con el cual los jueces deben controlar democráticamente la institución a la que pertenecen.

El principal problema del sistema chileno es la vulnerabilidad que representa para la independencia de los jueces que las designaciones, su control disciplinario y la gestión administrativa estén entregados a potestades muy discrecionales de los tribunales superiores y de órganos políticos. Esta situación genera que la independencia de cada juez pueda comprometerse, al estar sometida a presiones reales o potenciales que intereses políticos, personales o profesionales puedan hacer recaer sobre el juez, condicionando sus eventuales ascensos, sanciones o incluso decisiones administrativas menores que puedan afectar, como traslados, permisos y otras semejantes. 

Las reformas de los Consejos de la Judicatura, u otros órganos semejantes, han consistido en transferir esas facultades discrecionales, o a lo menos parte de ellas, a un órgano con una composición predominante o muy principal de jueces, representativa no solo de las cúpulas sino también del conjunto de los funcionarios.

Como resulta bastante obvio, el traspaso de facultades, en la medida que se mantienen amplios márgenes de discrecionalidad en la toma de decisiones, no resuelve el problema sino que solo lo cambia de sede e involucra a grupos más amplios en los debates y disputas acerca de las designaciones, las sanciones disciplinarias y las medidas administrativas.

Pero, además, es una mala idea involucrar a los jueces en tareas de gobierno, aunque sea aparentemente solo judicial. En primer lugar, porque no tienen ventajas profesionales ni legitimidad política para ello, pero sobre todo porque inevitablemente conducirá a que, a lo menos algunos de ellos, se comporten de acuerdo con las lógicas de la política: se agrupen en facciones, busquen alianzas para aumentar su poder, aprendan a intercambiar favores o a establecer confianzas permanentes, todas cosas muy necesarias en tareas gobierno pero contradictorias con la función judicial.      

Si se observan experiencias cercanas como la española o la argentina, es bastante evidente que la influencia política y el tráfico de influencias se practican abiertamente en los respectivos Consejos. En el primer caso, la situación es tan grave que el Consejo General del Poder Judicial se encuentra paralizado desde 2018 porque un partido político se niega a renovarlo y perder la influencia que ejerce en la designación de jueces, a través de jueces miembros que se identifican con ese partido.

Garantizar la independencia de los jueces requiere que todas las decisiones que los afectan, como nombrarlos, promoverlos, sancionarlos y gestionar su labor, se tomen de acuerdo con criterios estrictamente profesionales, regulados, transparentes, a prueba de toda sospecha, de modo que en ellos se exprese con toda claridad solo el interés público en contar con jueces independientes, de alto nivel profesional y que presten un servicio oportuno y eficiente.

El propósito planteado no es nada sencillo de lograr y los Consejos no han contribuido a él sino que han transferido los vicios desde la cúpula al conjunto de los jueces. 

Parece mucho más interesante trabajar en el sentido de concebir y regular prácticas de designación y gestión impersonales, técnicamente validadas, gestionadas por órganos altamente profesionales que, sobre todo, estén protegidos del tráfico de influencias de quienes quieren presionar a los jueces, pero también de los propios jueces que naturalmente tienen intereses en juego.

Los países que mejor resuelven estas cuestiones son los que cuentan con este tipo de burocracia profesional y con prácticas institucionales muy depuradas y reconocidas socialmente. Estas burocracias, en algunos casos, dependen del sistema judicial o funcionan como agencias independientes. La dependencia formal no parece ser el problema principal sino su capacidad para sujetarse solo al interés público, sustrayéndose a todo interés grupal, político o profesional y, sobre todo proteger, a los jueces, excluyéndolos de toda tarea de gobierno, política por definición.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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