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Rusia, “país paria”, y el futuro de las regiones polares Opinión

Rusia, “país paria”, y el futuro de las regiones polares

Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
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En un escenario económico de posguerra, Rusia habrá perdido parte importante de su poder, aunque no la lógica geográfica, geopolítica y jurídica de sus pretensiones territoriales y, por extensión, de su política exterior de inspiración “imperial”. Bajo el recurrente argumento de la victimización (Rusia, “imperio mundial” sitiado), su antigua “tesis antártica” puede ganar “momentum”, toda vez que, desde una perspectiva global, esa tesis puede resultar instrumental a su nueva confrontación estratégica con “Occidente”. Es sabido que, mientras Rusia no reconoce como válido ningún “reclamo territorial”, se reserva el derecho de efectuar en la Antártica un reclamo en el momento en que el gobierno de Moscú lo estime oportuno. Ese podría ser el caso en el área de la Antártica Oriental que, solo desde 2002, Rusia denomina el “mar de Somov”. Ese “mar”, con su costa y su proyección hacia el Polo Sur, se sobrepone a los “reclamos antárticos” de Nueva Zelanda y Australia.


Precisamente porque la planificación y ejecución de la “operación militar especial” rusa en Ucrania ha terminado causando miles de muertos civiles, millones de desplazados y la destrucción de numerosas ciudades y pueblos, el gobierno de Vladímir Putin se ha impuesto a sí mismo la condición de Estado paria, esto es, la de un país progresivamente marginado del sistema internacional. Si después de fallar en su intención de ocupar Kiev para reemplazar al “gobierno neonazi” de Volodímir Zelenski, el “plan B” de Putin consiste en “conquistar” regiones del Este de Ucrania para “partir en dos” a ese país, todo indica que la condición de “paria” le acompañará hasta el fin de sus días.

Más allá de las sanciones económicas y políticas que numerosos países le siguen imponiendo a Rusia (que pueden incluir su expulsión del G20), es claro que el desprecio de su actual clase dirigente por los costos humanos y materiales de una guerra de conquista inspirada en un anacrónico concepto imperial, ha terminado de convertir a ese país en lo que etimológicamente significa la citada expresión: un “desclasado” y un marginado.

Así lo revela la abrumadora mayoría de 141 Estados con la que Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una dura resolución condenatoria de las acciones militares de Rusia en Ucrania. Toda vez que esas acciones no parecen estar cerca de terminar y –quizás más importante aún– que hasta hoy la comunidad internacional solo conoce una parte menor de la destrucción causada por las tropas rusas, es posible deducir que la actitud del conjunto de la comunidad internacional será en esta materia cada vez más condenatoria.

Países que, como Chile, mantienen “relaciones normales” con Rusia, se han visto obligados a condenar la invasión de Ucrania, pues no hacerlo importaría validar el uso de la fuerza militar tal como esta fue empleada en los siglos XIX y XX. Como todos sabemos, esa “forma de hacer la guerra” generó genocidios de los cuales el mundo aún no termina de recuperarse.

Putin y sus oligarcas “criminales de guerra”

A pesar de ello, Rusia ex profeso parece haber ignorado que, en el Derecho Internacional del siglo XXI, el bombardeo indiscriminado de ciudades para “minar la moral del adversario”, provocando destrucción y muerte de civiles (incluidos cientos de niños), constituye un crimen de guerra, un crimen en contra de la población civil y una masiva violación de los derechos humanos. Si Putin y sus generales consideraron que, por la condición de «potencia mundial” de Rusia, esta “rama del Derecho Internacional» no les es aplicable, la historia está próxima a demostrarles lo contrario. Por lo pronto, “ya está identificado” el general ruso que ordenó el bombardeo del Teatro de Mariupol.

Hace semanas que el Tribunal Penal Internacional abrió un expediente en contra de Rusia, y está documentando crímenes en contra de la población ucraniana (en definitiva, crímenes en contra de la humanidad), por ejemplo, el bombardeo de hospitales y el bombardeo del mencionado teatro de Mariupol, en el que fueron masacrados decenas de niños.

No es descartable entonces que en poco tiempo –y al igual que los líderes serbios Slobodan Milošević, Radovan Karadžić y Ratko Mladić (que, entre otros “crímenes en contra de la humanidad”, fueron sindicados como responsables del bombardeo de Sarajevo y de la masacre de Srebrenica), Putin y sus adláteres terminen con órdenes de captura en Interpol y, finalmente, pasen sus últimos días sentados en el banquillo de los acusados o, simplemente, presos de por vida en La Haya.

La responsabilidad de Rusia en la destrucción y la crisis humanitaria de Ucrania (una agresión no provocada ejecutada por un miembro del Consejo de Seguridad) auguran un escenario en el que la dirigencia rusa tiene altas posibilidades de terminar criminalizada. Ello, por supuesto, tendrá un efecto sobre el conjunto del sistema internacional. Pese a la “comprensión de China” y de otras pocas autocracias y teocracias, lo concreto es que Rusia no solo tiene cada vez más dificultades para ganar la guerra, sino que cada vez menos posibilidades de ganar la posguerra.

Las regiones polares como áreas de retaliación geopolítica: el “mar de Somov”

Cualquiera sea el resultado final de su “operación especial” en Ucrania, una Rusia económicamente debilitada deberá “hacer la contabilidad” de los activos y pasivos que le quedan. Toda vez que entre los “efectos colaterales” de esa invasión se cuenta la decisión europea de modificar aceleradamente su matriz energética para dejar de depender de los hidrocarburos rusos, el Kremlin deberá recurrir a otros recursos naturales de sus enormes territorios euroasiáticos y, también, de aquellos que en el océano Ártico afirma le pertenecen (hasta y más allá del propio Polo Norte: recursos pesqueros y plataforma continental más allá de las 200 millas).

En ese último caso se trata de millones de km2 de territorios que, en parte fundamental, también son reclamados por otros Estados ribereños del Ártico, a saber: Noruega, Dinamarca y Canadá, todos miembros activos de la OTAN.

En un escenario económico de posguerra, Rusia habrá perdido parte importante de su poder, aunque no la lógica geográfica, geopolítica y jurídica de sus pretensiones territoriales y, por extensión, de su política exterior de inspiración “imperial”. Bajo el recurrente argumento de la victimización (Rusia, “imperio mundial” sitiado), su antigua “tesis antártica” puede ganar “momentum”, toda vez que, desde una perspectiva global, esa tesis puede resultar instrumental a su nueva confrontación estratégica con “Occidente”.

Es sabido que, mientras Rusia no reconoce como válido ningún “reclamo territorial”, se reserva el derecho de efectuar en la Antártica un reclamo en el momento en que el gobierno de Moscú lo estime oportuno. Ese podría ser el caso en el área de la Antártica Oriental que, solo desde 2002, Rusia denomina el “mar de Somov”. Ese “mar”, con su costa y su proyección hacia el Polo Sur, se sobrepone a los “reclamos antárticos” de Nueva Zelanda y Australia.

Más allá de los tecnicismos jurídicos y de las “expresiones de deseo” de aquellos que creen que esto es “muy poco probable”, lo concreto es que en términos geopolíticos (ergo, en “el modo ruso”), un reclamo antártico de Rusia es totalmente posible. Full stop.

Si Rusia (y también Ucrania) puede, para los efectos de la cooperación política y científica polar, considerarse heredera de la ex URSS (país fundador del Sistema del Tratado Antártico), también es cierto que, al menos durante la última década, el gobierno de Moscú ha causado la preocupación de sus socios no solo por la opacidad de la información relativa a sus proyectos de ciencias aplicadas (por ejemplo, estimación de las reservas de hidrocarburos en el citado “mar de Somov”), como también por su oposición para evitar que el Océano Austral Circumantártico fuera dotado de nuevas áreas de protección ambiental.

Junto con China, durante las últimas reuniones de los Estados partes de la Convención sobre la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCMLAR por sus siglas en inglés), Rusia se ha opuesto a que las labores de pesca de especies tales como el krill –elemento esencial de la cadena trófica– fueran afectadas por la imposición de nuevas normas de protección ambiental que hicieran disminuir las cuotas de captura (que solo para el sector americano del océano Austral en 2022 superan las 870 mil toneladas).

La Antártica y los efectos de un hipotético reclamo territorial ruso

A menos que se produzca un cambio de gobierno y que una administración post-Putin tenga tendencia pro-europea, una Rusia dañada en su orgullo nacional, y económica, financiera e incluso deportivamente aislada, no solo se verá progresivamente cercada por la OTAN (no solo Finlandia y Suecia sino, incluso, Moldavia están considerando adherir en el corto plazo a esa alianza militar), se volverá cada vez más impredecible y, como lo han calificado líderes y analistas políticos, cada vez más “irracional”.

En un escenario de ese tipo, un Putin progresivamente “separado del resto del mundo” muy probablemente aumentará la conflictividad en el Ártico y, por extensión, sentirá la tentación de convertir al Antártico en otro “espacio de retaliación geopolítica y/o elemento de negociación política” con países que, como los países antárticos de la OTAN, Australia y Nueva Zelanda, han sido incluidos en la “lista negra” del gobierno ruso.

En origen Rusia está ligada a la historia de la Antártica a través de la circunnavegación efectuada entre 1819 y 1820 por el almirante estonio de raíz alemana al servicio de la Corona rusa, Fabian von Bellingshausen. En la extrapolación rusa, de esta exploración geográfica derivan “derechos de descubrimiento” sobre la tierra firme Antártica y el océano Austral que la circunda. Asimismo, ese país cuenta a su haber con las actividades realizadas incluso antes de 1959 en sus numerosas bases antárticas (la base rusa más antigua en la Antártica data de 1956).

Si bien –conforme a lo establecido en el propio Tratado Antártico– para los efectos de un hipotético reclamo antártico ruso esas últimas actividades no deberían tomarse en cuenta para fortalecer ningún derecho anterior o posterior, lo concreto es que, como lo demuestra la “operación especial” en curso en Ucrania, ese tipo de “detalles” no parece obstaculizar decisiones instrumentales al interés geopolítico de Rusia.

El derecho del mar como instrumento de retaliación geopolítica rusa en la Antártica

Para alterar el modus vivendi antártico (y, en definitiva, para terminar con la Pax Antarctica que data de 1959), Rusia solo requiere presentar ante la Comisión de la Plataforma Continental de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar un set de datos geocientíficos y cartografía de un “sector” que, conforme con una doctrina soviético-rusa para las regiones polares (que data de la década de 1920), podría referirse al sector del “mar de Somov” o, incluso, a un área mayor del “mar de Ross”. En ese espacio (al interior del cual se ubica la Base Vostock), como ya lo hizo en diciembre de 2001 respecto del Ártico, Rusia podría demandar que se aplique la normativa de la citada Convención del Mar para confirmar su soberanía sobre esas costas y plataforma continental hasta y más allá de las 200 millas náuticas.

Al hacerlo, en la práctica Rusia exigiría que se le declarara “Estado ribereño” del océano Austral, terminando así de hecho y de derecho con el statu quo establecido en materia territorial por el Tratado Antártico. Acto seguido, y toda vez que en lo principal ese instrumento jurídico habría sido “superado” por la normativa del Derecho Internacional del Mar, otros países –incluidos Chile, Argentina– se verían obligados a renovar sus reclamaciones antárticas. Lejos de ciencia ficción, dadas las actuales circunstancias, este es un escenario posible. Chile no debería subestimar una situación catastrófica como esta.

Como lo señaló recientemente un ex primer ministro finlandés, “las decisiones irracionales” de Vladímir Putin han generado un extendido “miedo racional” en Europa. Eso explica no solo la decisión del gobierno alemán de, literalmente, crear un fondo para solventar un gigantesco gasto en defensa, sino que justifica que la OTAN comenzara a adaptarse para –como lo definió su secretario general, el socialista noruego Jens Stoltenberg– enfrentar una “nueva normalidad” caracterizada por altos niveles de pugnacidad con Rusia.

Sobre esto mismo, Chile y las demás potencias antárticas deberían considerar que –a diferencia de la URSS– en la Rusia de hoy las élites científicas no son partes del gobierno y, por lo mismo, no tienen ningún rol en el ámbito de las decisiones geoestratégicas.

En la antigua URSS las élites de la conocida “Academia de Ciencias” eran componentes de “la nomenclatura” del Partido Comunista y, desde este, aportaban a diversificar la política exterior soviética, enriqueciéndola con un capítulo político-científico que, junto con la “cooperación cultural”, agregaba matices que, más de una vez, resultaron importantes para el diálogo con Occidente. Uno de esos casos lo constituyó la contribución científica soviética al Año Geofísico Internacional 1958, del cual enseguida derivó el Tratado Antártico y su sistema de cooperación política para la ciencia. Hoy ese componente parece no estar presente en la política rusa y, si existe, no tiene ninguna importancia entre los círculos de poder que rodean a Putin.

Los riesgos estructurales del neoterritorialismo antártico

Como queda dicho, para alterar la cooperación política y científica antártica, y catalizar un escenario de incertidumbre que afectaría tanto al Cono Sur como al resto del hemisferio sur, basta que Rusia invoque la normativa sobre plataforma continental de la Convención de Naciones Unidas.

Si bien hasta ahora diversos países (Chile entre ellos) han incluido en sus presentaciones ante la Comisión de Límites de la Plataforma Continental territorios situados dentro del área de aplicación del Tratado Antártico, lo consensuado es que esos mismos países han de solicitar a dicho organismo científico-técnico “no revisar, por el momento” el componente antártico de sus respectivas presentaciones. Una hipotética solicitud rusa que omitiera esta fórmula (parte de un “gentlemen agreement” de 2005) resultaría suficiente para provocar una crisis política en la que, como queda dicho, otros países se verían obligados a dejar sin efecto la fórmula de “no revisar”. Ese es, como queda anunciado, el caso de Chile y de Argentina.

Si hasta hoy el Reino Unido no ha formalizado ningún reclamo de plataforma continental en el sector que ahora ese país denomina “Tierra de la Reina Isabel” (que en lo principal se sobrepone al Territorio Antártico Chileno y a la llamada “Antártida Argentina”), no puede descartarse que –en vistas de la lógica del reclamo argentino que vincula su tesis antártica con el reclamo sobre las islas Falkland/Malvinas– el gobierno de Londres decida finalmente ingresar a la disputa que –en el contexto de la aplicación de normas de Derecho del Mar– tendría lugar por la soberanía del sector americano de la Región Polar Austral. Por una serie de razones estructurales (incluida la “herencia” del conflicto anglo-argentino de 1982), el escenario legal y geopolítico resultante sería incluso más conflictivo que aquel que imperó antes de 1959.

Si sobre la cooperación antártica ya se cierne la amenaza de incertidumbre ligada a la proximidad del año 2048 (fecha a partir de la cual cualquier país antártico podrá requerir una revisión del Tratado Antártico), la posibilidad –por lejana que parezca– de un nuevo acto de “irracionalidad” del gobierno de Vladímir Putin debe preocuparnos. Chile debe estar convenientemente preparado para un escenario polar conflictivo. No en vano no solo somos el país más cercano a la Antártica, sino que, en el derecho y en la geografía, el más íntimamente vinculado a ella.

El caos es esencialmente caro. No prepararse para un escenario potencialmente catastrófico, cualquiera que este pueda ser, puede tener consecuencias graves y permanentes. Si ese escenario finalmente no ocurre, de todas formas el esfuerzo invertido será mucho menos costoso que una amenaza estructural a la Pax Antarctica, con sus efectos estructurales sobre el interés nacional chileno.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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