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El nudo gordiano de la inseguridad y la violencia EDITORIAL

El nudo gordiano de la inseguridad y la violencia

La política de bienestar de la sociedad democrática tiene en la seguridad uno de los bienes públicos perfectos esenciales, y es base estructural de su estabilidad, no para detener sino para consolidar los cambios necesarios en un ambiente de paz social. Pero no depende solo de policías, tribunales, mayores penas o más dinero. En gran medida es producto de un ejercicio coherente de autoridad y de una mirada eficiente y sistémica de los recursos que se tiene y de cómo usarlos con prioridades claras, como mecanismos y acciones de Gobierno.


Desde hace más de veinte años, todos los gobiernos han llegado a La Moneda prometiendo un Ministerio de la Seguridad. Pero el tema del orden público va de mal en peor, y la inseguridad y la violencia que lo acompañan son ya el nudo gordiano de nuestra democracia. Mientras tanto, se suceden ensayos de planes y programas que nunca se aplican completamente.

“La inefectividad de las políticas de seguridad ha transformado a muchos territorios en zonas de sacrificio de la inseguridad. Hay barrios y comunas que han sufrido de forma desproporcionada el aumento de homicidios, armas y violencia”.  Estas son las dos primeras frases del programa de Seguridad del Gobierno del Presidente Gabriel Boric, y todo indica que el tema está en senda de continuidad.

A este diagnóstico habría que agregar que en La Araucanía se advierten formas expresas de lucha armada sin reacción efectiva del poder legítimo del Estado; y la violencia de parte de estudiantes, grupos anarquistas, ocupantes ilegales de calles y plazas (o de cualquier grupo social que tenga algo que pedir), parece ser la única manera de relacionarse con la autoridad. Todo, sin que se perciban cambios de actitud gubernamental.

El denominado “estilo Boric”, cercano, cariñoso, empático y muy de piel, puede ser más un obstáculo en política de seguridad interior, a la hora de aplicar la ley. Sobre todo si su equipo ministerial no actúa con firmeza y eficiencia, y los grupos convocados a dialogar no pueden concurrir o simplemente no quieren hacerlo.

Concebir la administración del orden público solo bajo la óptica de la persuasión, la participación y el diálogo, termina, inevitablemente, siendo interpretado como una muestra de incompetencia y debilidad gubernamental, por unos y por otros. Ello, disminuye la postura institucional y la autoridad del Estado para construir y ejecutar soluciones viables frente a los problemas.

Los hechos violentos hace algunos días en las cercanías de Curanilahue, quema de camiones incluida, motivaron una enérgica respuesta del subsecretario del Interior, pero institucionalmente vacía de contenido de Gobierno. De sus palabras, quedó en claro que se aplicará “todo el rigor de la ley”, incluso de Seguridad Interior, a quienes resulten responsables, pero que “la responsabilidad de investigar es del Ministerio Público”, es decir, un clivaje a la inacción. Porque a estas alturas, en el clima de violencia que prima en la zona, todos sabemos que si la ministra del Interior no pudo visitar a la familia Catrillanca en Temucuicui, lo de la investigación del Ministerio Público son palabras vacías.

La carga gubernamental de seguridad no es hoy solo en La Araucanía sino en todo el país, y es más pesada que hace una década. La violencia en el sur, el arraigamiento del crimen organizado en diferentes puntos del país, la violencia delictual y la violencia callejera espontánea, además de los problemas migratorios en las fronteras, exceden con creces –todo indica, por lo menos hasta ahora– las aptitudes políticas del Gobierno, y las competencias administrativas, profesionales y técnicas de las principales instituciones sectoriales: de las policías en materia de seguridad y orden (y, especialmente, en inteligencia), y del Ministerio Público, encargado de dirigir las investigaciones y acusar judicialmente a delincuentes e infractores.

La propuesta gubernamental de poner en ejecución la creación de un “Ministerio de Seguridad, Protección Civil y Convivencia Ciudadana”, que concentre “la organización y gestión del sistema de seguridad”, y descentralice “funciones y misiones que apoyen a gobiernos regionales y municipales para que tengan roles más sustantivos”, además de una reforma integral de las policías, es demasiado abstracta frente a la situación actual. No solo por su dimensión estructural sino también por la cantidad de recursos financieros y organizativos que se necesitarían. Seguramente sería un buen diseño para un escenario de plena normalidad, con una década por delante y crecimiento económico suficiente, pero hoy carece de viabilidad.

Hoy, lo lógico sería enfocarse con racionalidad en solucionar problemas inmediatos: a) la violencia armada organizada en La Araucanía; b) el arraigamiento del crimen organizado en determinadas actividades y lugares; y c) la explosión de violencia en las ciudades, en sus dos variantes principales, delincuencia armada en los barrios y violencia contestataria de grupos estudiantiles y organizaciones sociales antisistema.

Para ello se requiere apretar y optimizar los recursos existentes, actualmente desmotivados y con perforaciones significativas de corrupción. Apretar administrativamente en materia de probidad, transparencia, recursos humanos e inteligencia a las policías, y crear un mecanismo de coordinación especial de seguridad de nivel ministerial con el Ministerio Público y el Poder Judicial. Adicionalmente, el Ejecutivo debiera funcionar en materia de probidad pública usando la Auditoría Interna General de Gobierno, a fin de precaver corrupción y casos como las armas de IDIC, el uso de las licitaciones para desfalcar al Estado, y para ayudar en la “veeduría” de los temas complejos de infracciones al mercado de la Fiscalía Nacional Económica.

La política de bienestar de la sociedad democrática tiene en la seguridad uno de los bienes públicos perfectos esenciales, y es base estructural de su estabilidad, no para detener sino para consolidar los cambios necesarios en un ambiente de paz social. Pero no depende solo de policías, tribunales, mayores penas o más dinero. En gran medida es producto de un ejercicio coherente de autoridad y de una mirada eficiente y sistémica de los recursos que se tiene y de cómo usarlos con prioridades claras, como mecanismos y acciones de Gobierno.

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