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¿Qué hacen los intelectuales? Opinión

¿Qué hacen los intelectuales?

Agustín Squella
Por : Agustín Squella Filósofo, abogado y Premio Nacional de Ciencias Sociales. Miembro de la Convención Constituyente.
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Si me permiten una expresión coloquial, los intelectuales avivan la cueca. La cueca de las ideas, se entiende. Elevan, como quien dice, la cambucha y, para ello, no se limitan a dar clases, sino que publican libros y escriben regularmente en la prensa para dar a conocer sus planteamientos y llegar de ese modo a un mayor número de lectores. Como dijo Gabriela Mistral, “nosotros, los llamados intelectuales, debemos acercarnos al pueblo y gastar con él las horas que despilfarramos a veces en un tipo de vida mundana que a nada conduce”. ¿Intelectual también nuestra gran poetisa? Claro que sí: a través de sus formidables “recados a Chile”, por ejemplo, agitó algunos de nuestros problemas nacionales, mostrando más simpatía por el huemul que por el cóndor de nuestro escudo patrio, porque nuestra historia –lamentó ella– se parece más a un cóndor carroñero que a un pacífico y sensible huemul.


Cuentan que un ex Presidente de la República preguntó cierta vez “¿qué es un intelectual?”, pensando quizás que se trata de unos holgazanes que no colaboran en nada al producto interno de los países y van por ahí incomodando a los poderes de turno. Bueno, algo de razón podría dársele a ese ex Mandatario, mas no del todo, puesto que los intelectuales prestan algún tipo de servicio a las sociedades en que viven.

A propósito de la reciente incorporación de Carlos Peña a la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, me correspondió hacer el discurso de bienvenida y, cómo no, me di a la tarea de pensar un poco en la pregunta del ex Presidente, porque no se puede descartar que sean muchos los que se la hagan.

Un intelectual es una persona que lee, escribe, imparte habitualmente clases a nivel superior, interviene en debates públicos más allá del campo de su profesión o especialidad, y ejerce alguna influencia en el medio en que se desenvuelve. Se han dicho y escrito muchas cosas acerca de los intelectuales, buenas y malas –y todas ciertas, por supuesto–, pero lo que mejor los caracteriza es esa disposición a la crítica y al debate público de que hablamos recién, y que es alimentada por un espíritu libre, inquieto, insatisfecho. Disposición permanente a la crítica, facilidad para presentar los problemas, capacidad para hacer distinciones, compromiso con el mundo de las ideas y su constante movimiento, gusto por los matices, desconfianza del sentido común y las primeras impresiones: todo esto caracteriza también a los intelectuales. Aunque puede haberlos  satisfechos, un intelectual es un tipo desasosegado, partiendo por sí mismo, que no elude los problemas ni menos los desconoce, y que, por el contrario, sale al encuentro de ellos, recibiendo el elogio (pocas veces) o la crítica de sus semejantes (las más de las veces). Es difícil que el público no los aplauda o abuchee sino a partir de que coincidan o no con sus opiniones.

El espíritu crítico y autocrítico recibió un gran espaldarazo con el tipo de filosofía callejera que practicó Sócrates en Atenas. El filósofo recorría las calles de la ciudad e interpelaba a los transeúntes con preguntas punzantes, especialmente a quienes paseaban con aires de sabios, para mostrarles que no sabían lo que creían saber, o que sabían menos de lo que decían saber, o que, sabiendo algo, no disponían del lenguaje adecuado para transmitirlo de manera clara y persuasiva. Sócrates no pretendió mostrarse superior a los demás y tampoco molestar a sus contemporáneos, puesto que lo suyo era únicamente un método que parte de la base de que es solo a partir del reconocimiento de nuestra ignorancia que podemos ponernos camino del saber en forma segura. Igual los poderosos de su tiempo se cansaron de él y terminaron condenándolo a muerte, bajo la acusación habitual,  tratándose de los intelectuales: corromper a la juventud y no adorar a los dioses del momento.

Tenía razón nuestro filósofo mayor, Jorge Millas, cuando decía que la filosofía, junto con antagonizar con el sentido común, consiste en pensar hasta el límite de nuestras posibilidades, sin incurrir en la siempre tentadora y tediosa complacencia en lo obvio. Fernando Savater, en la misma línea, complementa diciendo que no hacemos filosofía para salir de dudas, sino para entrar en ellas. Pero Millas fue más lejos: se preguntó cómo la Antigüedad griega, que tanta honra concedió a la inteligencia, veneró a sus filósofos como creaturas semidivinas (Platón, Aristóteles) y no vaciló en condenar al más íntegro de todos (Sócrates). Una actitud que perdura hasta hoy, si se repara en que los filósofos son tanto objeto de rechazo como de celebración.

No todo intelectual es filósofo ni todo filósofo un intelectual. Lo llamativo es que cualquiera puede ser un intelectual, sujeto a las condiciones que se indicaron antes, incursionando en asuntos públicos que están fuera del campo de su especialidad o profesión. Pero para ser filósofo se requiere mucho más que eso. La filosofía es una muy antigua actividad humana –tan antigua como inútil, dirán algunos– y, nos guste o no, es asunto de especialistas, salvo que nos compráramos la idea de Popper en cuanto a que todos seríamos filósofos. ¿Por qué? Porque todos nos hacemos preguntas filosóficas, tales como cuál es el sentido de la vida humana sobre la Tierra o si debemos comportarnos unos y otros como hermanos. Tampoco todo filósofo es un intelectual, puesto que muchos de los que se dedican a esa actividad lo hacen en solitario y sin salir al espacio público, mas no sea dando clases aquí y allá.

Si me permiten una expresión coloquial, los intelectuales avivan la cueca. La cueca de las ideas, se entiende. Elevan, como quien dice, la cambucha y, para ello, no se limitan a dar clases, sino que publican libros y escriben regularmente en la prensa para dar a conocer sus planteamientos y llegar de ese modo a un mayor número de lectores. Como dijo Gabriela Mistral, “nosotros, los llamados intelectuales, debemos acercarnos al pueblo y gastar con él las horas que despilfarramos a veces en un tipo de vida mundana que a nada conduce”. ¿Intelectual también nuestra gran poetisa? Claro que sí: a través de sus formidables “recados a Chile”, por ejemplo, agitó algunos de nuestros problemas nacionales, mostrando más simpatía por el huemul que por el cóndor de nuestro escudo patrio, porque nuestra historia –lamentó ella– se parece más a un cóndor carroñero que a un pacífico y sensible huemul.

Un intelectual, en fin, suele defender los fueros de la razón y, teniendo sentimientos, como todos, hace un esfuerzo por no se dejarse llevar por el sentimentalismo ni las pasiones. Por eso es que, a los sentimentales y a los apasionados, los intelectuales les parecen muchas veces personas frías o distantes, en circunstancias de que lo único que tratan de hacer es pensar y expresarse en forma reflexiva.

Si es mala cosa esa estrechez de corazón que criticaron Los Prisioneros en una de sus canciones más conocidas, peor es la estrechez de la razón y ni qué decir la renuncia a ella.

   

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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