Estas medias verdades de lado y lado se constituyeron en una porfía que mucho se asemeja a un sesgo cognitivo, que no permitió ver el panorama completo a ninguno de sus portadores, levantando grandes mentiras por vereda. Desde la izquierda se comenzó a percibir al sistema como una injusticia estructural sin virtud alguna, proveniente de la dictadura, una herencia que se debe desmantelar y reformular. Desde la derecha, sus verdades endulzaron tanto el mundo que los convencieron de que los cambios sustantivos no eran necesarios. Como es de esperar, dichas mentiras se traducen en la ya clásica fractura social chilena, la cual se constituye en una sospecha mutua: cada uno ve los actos del otro como un intento de sacar provecho, ya sea del sistema o del descontento social.
Si se pudiera hacer el siempre difícil ejercicio de sintetizar los relatos sociales dominantes según color político, el resultado sería más o menos estos dos por vereda: desde la izquierda se sostiene que se construyó un sistema que posibilita que unos pocos se beneficien a costa de muchos. Fue este el relato dominante durante el estallido social, donde se terminó por identificar dicho sistema hecho carne en la “Constitución de la dictadura”. En cambio, desde la derecha se sostiene que el sistema no es malo, sino que hay un grupo que intenta hacerlo ver de ese modo, con el objeto de imponer sus intereses ideológicos. Pero lo cierto es que detrás de cada uno de estos relatos se encuentran medias verdades y grandes mentiras.
Partamos con las medias verdades del sistema injusto. Chile tiene un índice Gini igual a 0.47, lo que nos corona como uno de los países más desiguales de la OCDE. Así, según la última encuesta suplementaria de ingresos del INE, solo el 25% gana más de $747 mil, el 10% gana más de $1.3 millones y el 5% gana más de 1.9 millones, mientras que el 25% más pobre gana menos del sueldo mínimo. Vale decir, a pesar del crecimiento económico medido en PIB y PIB per cápita, tenemos niveles de desigualdad mayores que otros países de la región, y estamos lejos de los países desarrollados. Estas desigualdades fueron la semilla que germinó en el relato dominante del estallido social, lo que luego impregnó todo el proceso constituyente con una atmósfera que algunos llaman “octubrista”.
Sigamos con las medias verdades del relato de la derecha. Si se hace un análisis de los últimos 30 años –esos nunca bien ponderados 30 años–, nos encontramos con que para 1990 había un 68% (sí, ¡un 68%!) de pobreza, mientras que en la medición hecha el 2017 teníamos solo un 8,6%, y luego del estallido y la pandemia subió a 14,2 en la medición del 2020. Pero lejos que las mediciones hechas el mismo 2020 en otros países de la región (43,9% de México, 37,3% de Argentina, 39,3% de Colombia, 36,6% Bolivia y 25,9% de Perú). Todo esto permitió hablar en su momento del milagro económico chileno y da a entender que de todos modos teníamos una economía –hablo en pasado, porque el FMI proyecta que para el 2023 Chile tenga un crecimiento de 0% y el peor desempeño de la región– pujante, que disminuía la pobreza y permitía la movilidad social.
Estas medias verdades de lado y lado se constituyeron en una porfía que mucho se asemeja a un sesgo cognitivo, que no permitió ver el panorama completo a ninguno de sus portadores, levantando grandes mentiras por vereda. Desde la izquierda se comenzó a percibir al sistema como una injusticia estructural sin virtud alguna, proveniente de la dictadura, una herencia que se debe desmantelar y reformular. Desde la derecha, sus verdades endulzaron tanto el mundo que los convencieron de que los cambios sustantivos no eran necesarios. Como es de esperar, dichas mentiras se traducen en la ya clásica fractura social chilena, la cual se constituye en una sospecha mutua: cada uno ve los actos del otro como un intento de sacar provecho, ya sea del sistema o del descontento social.
La Convención estaba destinada a reparar esta fractura bajo la retórica con que se instaló: construir un nuevo pacto social. No obstante, la última encuesta de la Cadem muestra que la brecha entre el Apruebo y el Rechazo es de 10 puntos, mientras que la de Pulso Ciudadano arroja que es de 14, dando como probable perdedora a la propuesta. ¿A qué se debe esto? Pues, a que en lo que a constituciones se refiere, debe haber un más allá de buenos y malos, cosa que la retórica “octubrista” que tiñó al proceso constituyente no les permitió ver, impidiéndoles obtener la altura de miras que el momento histórico requería.
Ahora son los partidos políticos los convocados a resolver el entuerto y, tal vez, rescatar tanto las medias verdades como eliminar las grandes mentiras. Pero se instalan preguntas difíciles de resolver: desde la izquierda, ¿Apruebo Dignidad (con el siempre rígido PC entremedio) y el Socialismo Democrático, tendrán la flexibilidad necesaria como para formar los acuerdos para mejorar la propuesta y lograr convencer al grueso número de indecisos? Y desde la derecha, ¿tendrá la pericia interpretativa para representar a los descontentos que les faltan y darle un cauce al Rechazo con una propuesta que tenga la legitimidad de origen necesaria? Estas preguntas están al rojo vivo y estamos a menos de cuatro semanas del plebiscito.