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Nueva Constitución 2023: no partimos desde una hoja en blanco Opinión

Nueva Constitución 2023: no partimos desde una hoja en blanco

José Francisco García García
Por : José Francisco García García Profesor asociado de Derecho Constitucional de la Universidad Católica de Chile.
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Un mes antes del plebiscito de entrada de octubre de 2020 señalé, en una columna en otro medio, que la Convención Constitucional futura –de ganar el Apruebo– partía de una hoja en blanco en sentido formal, “aunque sabemos”, agregué, “escrita con tinta de 200 años”. Hoy, el nuevo proceso constituyente, conducente a la Constitución de 2023, debe también incluir los avances e innovaciones valiosos que en tantas materias introdujo la propuesta de nueva Carta Magna de la Convención Constitucional. Las materias antes rescatadas como valiosas son ahora, también, parte de nuestra tinta de más de 200 años de constitucionalismo republicano.


En el proceso constituyente que acaba de concluir, la “hoja en blanco” elemento central del Acuerdo del 15-N de 2019 fue interpretada en un doble sentido: no se trabajaría o reformaría sobre la base de ningún texto especialmente la Constitución vigente y no existiría regla default, por defecto, esto es, ahí donde no hubiera acuerdo en la Convención por 2/3, no existiría regla constitucional, quedando tal materia entregada a la regulación legal. 

Uno de los aprendizajes que deja este (segundo) proceso constituyente fallido si recordamos el de la Presidenta Bachelet, es que la “hoja en blanco” interpretada en lógica refundacional no solo refleja soberbia y falta de pragmatismo, sino esencialmente uno irreflexivo a una práctica constitucional republicana que se extiende por más de doscientos años. Toda evolución constitucional es necesariamente incremental. Es cierto, algunos han interpretado erróneamente incrementalismo como tradicionalismo (ayer, hoy y mañana); el principio precautorio se traduce en inmovilismo. Ni Burke considerado el padre del conservadurismo político, aunque él fue un whig (pipiolo) en vida se atrevió a tanto. Para él, conservar consistía esencialmente en reformar (incrementalmente) para evitar las revoluciones. Tarde aprendieron los conservadores chilenos esta lección. Así, el desafío consiste en encontrar el punto de equilibrio, sofisticado y frágil, entre incrementalismo e innovación.

El nuevo proceso constituyente debe abandonar el paradigma de “la hoja en blanco” o usarla más bien en un sentido débil. Ello, en dos sentidos específicos.

En primer lugar, porque el nuevo acuerdo político que se discute por estos días (el Acuerdo 15-N 2.0) debe a mi juicio–, junto con acordar las reglas estrictamente procedimentales, y con independencia del mecanismo finalmente elegido en el nuevo itinerario (aunque todo indica que tendría como eje una Convención 2.0), acordar de manera previa un conjunto mínimo y general de cinco o seis pactos políticos fundamentales, pactos imperativos que orienten el trabajo de una potencial futura Convención o similar.

Estos acuerdos sustantivos, como pilares estructurales de la nueva Constitución, fueron importantes y decisivos para llegar a buen puerto, por ejemplo, en los pactos de La Moncloa, conducentes a la Constitución española de 1978; los 34 principios de la Constitución interina de Sudáfrica, que marcaron el camino hacia la Constitución de 1996; o los ocho temas que se fijaron a la Convención de Irlanda en 2012-2014 (y que luego esta extendió a diez).

En términos concretos, un ejemplo de pacto político fundamental sería avanzar simultáneamente en consagrar un Estado social y democrático de derecho, un compromiso fuerte con la protección de la naturaleza y el medioambiente, y una Constitución económica que logre el balance adecuado para generar condiciones para un desarrollo económico robusto y que, a la vez, sea socialmente inclusivo y ambientalmente sustentable.

Un segundo pacto debe vincularse a una Carta de derechos equilibrada que, por un lado, fortalezca los derechos económicos y sociales, con reglas de exigibilidad racionales (el modelo español sigue siendo un paradigma atractivo) y, por el otro, una Carta que fortalezca también los derechos civiles y políticos, también sumando los nuevos derechos digitales (un aporte de la Convención). Además, este segundo pacto apuesta a que la sociedad civil y el sector privado colaboren activamente con el Estado en la provisión de bienes sociales valiosos para la comunidad política.

En fin, otros tres o cuatro pactos estarán relacionados con avanzar con urgencia en un modelo político que garantice gobernabilidad pero también eficacia; un modelo de descentralización intenso, sea bajo un Estado descentralizado, como propuso la Presidenta Bachelet, o una versión moderada del Estado Regional propuesto por la Convención; un nuevo trato con los pueblos originarios; y cómo materializar la democracia paritaria, tanto en principios y derechos como en aspectos orgánicos.

En segundo lugar, una futura Convención 2.0 o similar, debiera trabajar sobre una hoja en blanco “acotada”, en el sentido de que, teniendo margen para innovar, se centre en trabajar sobre las constituciones de 1925 en su última versión, la Constitución vigente, la propuesta de nueva Constitución de la Presidenta Bachelet y la propuesta de la Convención que, aunque rechazada, contiene elementos valiosos que deben ser considerados.

En consecuencia, esta versión acotada de “hoja en blanco” favorecería la certeza sobre los márgenes de la discusión, disminuyendo las tentaciones refundacionales del nuevo proceso, y rescatando, perfeccionando aunque también repudiando, lo mejor y peor, respectivamente, de nuestra práctica constitucional.

Bajo este contexto, también sería soberbio y poco pragmático desconocer los avances y aspectos positivos que dejó la propuesta de la Convención Constitucional, especialmente como criterios orientadores. Se trata del principio de Estado social y democrático de derecho; el fortalecimiento de los derechos económicos, sociales y culturales (aunque un listado menos extenso y más preciso en su formulación técnica como derechos fundamentales que en la propuesta); la igualdad sustantiva, esto es, un concepto más exigente de igualdad ante la ley e igualdad de oportunidades en relación con la Constitución vigente; el reconocimiento de los pueblos originarios, de sus derechos colectivos, la multiculturalidad y la interculturalidad, y ámbitos de autonomía indispensables para su desarrollo; un compromiso fuerte con la protección del medioambiente; grados intensos de descentralización; y la paridad y enfoque de género, tanto en aspectos dogmáticos como orgánicos. A lo anterior es posible sumar los principios de responsabilidad y sostenibilidad fiscal, avances en el capítulo V sobre “Buen Gobierno y función pública”, o estatutos de órganos autónomos fortalecidos, como el de la Contraloría General de la República.

Un mes antes del plebiscito de entrada de octubre de 2020 señalé, en una columna en otro medio, que la Convención Constitucional futura de ganar el Apruebo partía de una hoja en blanco en sentido formal, “aunque sabemos”, agregué, “escrita con tinta de 200 años”. Hoy, el nuevo proceso constituyente, conducente a la Constitución de 2023, debe también incluir los avances e innovaciones valiosos que en tantas materias introdujo la propuesta de nueva Carta Magna de la Convención Constitucional. Las materias antes rescatadas como valiosas son ahora, también, parte de nuestra tinta de más de 200 años de constitucionalismo republicano.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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