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Después del plebiscito, una oportunidad para la gobernabilidad EDITORIAL

Después del plebiscito, una oportunidad para la gobernabilidad

Si se juntan los resultados de las cuatro elecciones significativas que en menos de dos años tuvieron relación –directa o indirecta– con una nueva Constitución, queda clara la voluntad de cambio, además del modo racional y pacífico a que aspira la ciudadanía. Aunque es un hecho que la Convención Constitucional no cumplió las expectativas, es esperable que los aspectos macroconstitucionales positivos esbozados en el fallido texto propuesto puedan ser aprovechados en una nueva Carta Magna, como la paridad de género, descentralización y derechos sociales garantizados, entre otros. La nueva Carta Fundamental ya es parte de un programa país y no de un programa gubernamental, por lo que hoy lo fundamental es que el Gobierno se aplique a gobernar –en el más amplio sentido de esta palabra–, generando, pues, gobernabilidad; lo que, obviamente, incluye la aplicación de la fuerza legítima del Estado, de conformidad con la ley.


Para los historiadores, los procesos corren en períodos largos e intergeneracionales. Para la política, son rápidos, espasmódicos y abruptos. Visto así, es correcto sostener que el plebiscito constitucional, realizado hace justo un mes, es un hito abrupto que abrió un nuevo ciclo político y cultural en el país, marcando el término de otro. La idea matriz es el debate, por los actores políticos, de los principios que deben regir la vida institucional de Chile en las próximas décadas. Este es el escenario del posplebiscito.

El país consolidó un salto adelante, pues los guarismos estadísticos de ese acto electoral no implican un frenazo histórico del cambio, ni solo la derrota de una opción. Por el contrario, son la afirmación de una voluntad de cambio, racional y pacífica, a partir de la imprevista brecha porcentual que se dio entre Rechazo y Apruebo. Ella contiene el mandato a la clase política del país, a sus partidos políticos, principalmente. Desde una democracia limitativa de derechos hacia una democracia plural de mayor igualdad y derechos garantizados. 

Si se juntan los resultados de las cuatro elecciones significativas que en menos de dos años tuvieron relación –directa o indirecta– con una nueva Constitución (dos plebiscitos, uno de entrada y otro de salida, una elección de convencionales y una elección presidencial), queda clara la voluntad de cambio, además del modo racional y pacífico a que aspira la ciudadanía.

El arribo de una generación de jóvenes al poder, en parte impulsores de este proceso, incomoda al sistema político. Esta generación de relevo emergió –y empezó a madurar– hace unos 15 años, no solo con foco en los problemas de la educación, sino también en las deficiencias en previsión y salud, la inequidad territorial, los problemas ambientales y la desigualdad. Esto, frente a la evidente inmovilidad (y corrupción, en ocasiones) de la política, por acción de los poderes corporativos. Que estos jóvenes no se hayan afianzado aún en el ejercicio del gobierno, no le quita valor al impulso social que le han dado al país. 

El breve período que va entre el llamado estallido social de octubre de 2019 y el plebiscito de salida que acaba de realizarse, vio destrabarse barreras políticas que hasta poco parecían imposibles o, incluso, innecesarias. Casi la totalidad de las fuerzas políticas con representación parlamentaria tomaron el acuerdo de elaborar una nueva Constitución, por parte de un órgano elegido expresamente para ello, que fuere plebiscitada con voto obligatorio.

Eso marcó un cambio trascendental y positivo para la salud de la democracia en Chile. Pero ese breve tiempo también dejó al país en modo de campaña y a la espera, por una extrema ideologización y la falta de gobierno.

Es un hecho que la Convención Constitucional no cumplió las expectativas, sobrecargando aspectos singulares de la sociedad chilena de dimensiones reglamentarias. La declaración de Chile como país plurinacional fue acompañada de regulaciones microsociales que dieron un peso colectivo a los pueblos originarios, minoritarios, mucho más allá del indispensable reconocimiento de sus derechos culturales y políticos. Algo similar ocurrió con la fragmentación política territorial, con la multiplicidad de sistemas que se creaban a nivel constitucional, en salud, previsión, aguas, medioambiente, derechos colectivos, etcétera. La mayoría de difícil ejecución, y que sobrecargaban de trabajo legislativo e incertidumbres el desempeño institucional del país. 

Los aspectos macroconstitucionales positivos esbozados en el fallido texto propuesto quedan para ser aprovechados –ojalá– en la nueva Carta Magna que se elabore, como la paridad de género, descentralización, una preocupación de fondo por el medioambiente y la equidad territorial, el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios y la protección de su desarrollo y cultura, además de un elenco de derechos sociales garantizados.

Hoy resulta indispensable que el Gobierno se ordene y se aplique en gobernar. Debiera preocuparse –junto a sus coaliciones de apoyo– de ser un facilitador del proceso constituyente, pero, principalmente, de generar una Agenda Legislativa de Gobierno, basada en realismo y no en maximalismos programáticos (disminuyendo el iluminismo de su programa). La nueva Constitución ya es parte de un programa país y no de un programa gubernamental, de cualquier sector que sea.

Para que ello tenga un curso sustantivo, se requiere gobernabilidad. Esta, por el momento, no parece fácil ni al alcance de la mano. Sobre la crisis económica como amenaza, se cierne la inquietud social alimentada por sectores radicales, tanto estudiantiles como de grupos insurgentes mapuche. Ello obligará a usar la fuerza legítima del Estado, lo que no le resulta cómodo al Gobierno, y que en parte fue determinante en el cambio de gabinete, más incluso que el resultado mismo del plebiscito.

Por su parte, la demanda básica a la oposición es que, atemperando su actual postura ganadora, le dé una oportunidad de vida al Gobierno, para que pueda gobernar. La realidad a veces corrige la idealidad, como ya pensaba en la antigua Grecia Aristóteles, al analizar la República de Platón. Hoy se requiere, aquí, para la gobernabilidad. 

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