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Diseñando la nueva Convención II: revivir la (buena) cocina Opinión Crédito: Agencia Uno

Diseñando la nueva Convención II: revivir la (buena) cocina

Cristóbal Caviedes Paul
Por : Cristóbal Caviedes Paul Doctor en Derecho, Universidad de Queen's (Canadá). Profesor Universidad Católica del Norte.
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Uno de los principales problemas de la antigua Convención Constitucional —problema compartido por gran parte de las democracias en el siglo XXI—, fue su cuasi-total transparencia. Si algo contribuyó a erosionar la confianza ciudadana en la antigua Convención, junto con minar los esfuerzos de sus sectores más moderados por alcanzar acuerdos constitucionales viables, ese algo fue que los medios de comunicación y las redes sociales transmitieron casi todo lo que ocurría en esa Convención casi todo el tiempo.


1. Introducción

En mi columna anterior, planteé ciertas propuestas para elegir una nueva Convención Constitucional. Por contraste, en esta columna me enfoco en cómo organizar las discusiones dentro de este órgano. Específicamente, en esta columna argumento que —si bien las sesiones del Pleno de la nueva Convención deben ser plenamente públicas—, las sesiones de las comisiones deben hacerse con publicidad diferida. Esto es, los registros de las sesiones de las comisiones deben quedar a disposición del público sólo después de que estas comisiones tomen sus decisiones. Además, postulo que, durante las sesiones de las comisiones, los convencionales deben dejar sus celulares en silencio y fuera de las salas de sesión.

2. El dilema de la excesiva transparencia

Uno de los principales problemas de la antigua Convención Constitucional —problema compartido por gran parte de las democracias en el siglo XXI—, fue su cuasi-total transparencia. Si algo contribuyó a erosionar la confianza ciudadana en la antigua Convención, junto con minar los esfuerzos de sus sectores más moderados por alcanzar acuerdos constitucionales viables, ese algo fue que los medios de comunicación y las redes sociales transmitieron casi todo lo que ocurría en esa Convención casi todo el tiempo. En otras palabras, el que los convencionales trabajasen constantemente en una “casa de vidrio” minó sustancialmente las posibilidades de éxito de ese órgano constituyente.

Aunque contradiga nuestra sensibilidad moderna, la transparencia no es valiosa en sí misma. Más bien, la transparencia es un medio para lograr ciertos fines. Y en cuanto medio, la transparencia (y su contraparte, el secreto) pueden usarse tanto para bien como para mal. Actualmente, tendemos a asumir que la transparencia siempre beneficia y que el secreto siempre daña; que la transparencia sólo puede ser socialmente constructiva y la opacidad sólo puede ser socialmente destructiva. Pero ese no es el caso.

En política, la transparencia es un medio para controlar el poder estatal. La transparencia sirve para que la ciudadanía sepa qué deciden nuestras autoridades; el cómo y el por qué lo deciden; y si tales decisiones se basan principalmente en el bien común, o si por el contrario se basan en el interés propio de quienes deciden. Así, la transparencia sirve para responsabilizar a las autoridades por su conducta castigándolos en las elecciones o llevándolos a tribunales.

Pero la transparencia tiene costos y su exceso causa más daño que bien. Siendo que en política la transparencia sirve para controlar el poder estatal, el costo de la transparencia es que hace que tal poder sea más ineficaz. Luego, la excesiva transparencia puede terminar volviendo al poder estatal irrelevante. Esto es complicado considerando que vivimos en una época en que se exige al Estado proveer adecuadamente bienes tales como orden público, control de la inflación, pensiones suficientes, administración de prestaciones de salud, etc.

En el caso de las asambleas representativas de las democracias (p.ej., parlamentos, asambleas regionales, concejos municipales, etc.), la excesiva transparencia puede terminar anulando el poder estatal en al menos dos sentidos: primero, la excesiva transparencia dificulta sustancialmente negociar y deliberar; y segundo, la excesiva transparencia hace muy difícil distinguir entre datos relevantes e irrelevantes.

3. La dificultad de negociar y deliberar bajo excesiva transparencia

Para que un grupo tome buenas decisiones, no basta con contar las opiniones de cada uno de sus miembros. También se requiere que tales miembros negocien —es decir, que traten de alcanzar acuerdos que conjuguen sus intereses privados con el interés grupal— y que deliberen. Es decir, que debatan y reflexionen sobre los méritos de una propuesta basándose sobre todo en razones más que en emociones o intuiciones; y con el ánimo de convencer (y ser convencidos por) sus colegas. De hecho, la necesidad de negociar y deliberar explica parcialmente por qué nuestra democracia es representativa en vez de plebiscitaria. Después de todo, por algo la palabra “parlamento” viene del verbo “parlamentar”. O sea, “conversar”, “debatir”, “discutir”.

La excesiva transparencia dificulta sustancialmente negociar y deliberar. Para que los miembros de un grupo negocien y deliberen, ellos deben confiar mínimamente entre sí. Y es muy arduo generar esta confianza si el grupo está constantemente frente a las cámaras y los micrófonos. Cuando en un grupo la transparencia es excesiva, sus miembros suelen tener dos tipos de reacciones. Por un lado, los miembros del grupo pueden auto-censurarse y no decir lo que realmente piensan. Esto impide generar lazos entre colegas (y por ende, negociar y deliberar), pues hay poca claridad sobre las posiciones de cada uno de ellos. Por supuesto, sobra indicar que esta reacción es especialmente dañina en una sociedad de baja confianza interpersonal como la chilena.

Por otro lado, cuando hay excesiva transparencia, los miembros del grupo pueden concentrarse más en hablar a quienes los ven y los oyen por los medios de comunicación y las redes sociales que en conversar con sus colegas. Así, los debates pueden terminar siendo un circo o un teatro más que una reflexión colectiva. Con transparencia excesiva, más que negociar o deliberar con sus colegas, los miembros del grupo pueden reunirse sólo para desplegar un monólogo y “hacer la parada” ante su público. En suma, cuando hay transparencia excesiva, más que tratarse sobre tomar decisiones que beneficien a la sociedad, la política se transforma principalmente en un eterno reality show de bajo presupuesto y gente más bien fea. Como indica Byung-Chun Hal en sus últimos libros, la transparencia excesiva no es revelación, es pornografía.

Por dar un ejemplo: imagine que, luego de la última ofensiva militar rusa, Putin y Zelensky deciden formalmente entablar conversaciones de paz. ¿Cree usted que las delegaciones rusa y ucraniana podrían generar confianza y llegar a algún acuerdo si sus tratativas se transmiten en vivo y en directo? Probablemente no. Y aunque sea en situaciones menos dramáticas que una guerra, algo similar pasa con las discusiones entre los ministros de un Gobierno, los miembros de un jurado, o los jueces de un tribunal; razón por la cual en varios países (Alemania, Canadá, Chile, Francia, España y Reino Unido, entre otros) estas discusiones son secretas, o su contenido se conoce sólo después de tomada una decisión. Es más, se ha sostenido que una de las principales razones por las cuales la Convención de Filadelfia produjo una constitución tan duradera como la estadounidense fue que —a diferencia de la Asamblea Nacional Constituyente francesa de 1789—, sus debates no estuvieron abiertos al público.

4. La dificultad de distinguir datos bajo excesiva transparencia

Junto con dificultar la negociación y la deliberación, la excesiva transparencia dificulta distinguir entre datos relevantes e irrelevantes. Así, la excesiva transparencia genera un efecto de “los árboles no dejan ver el bosque” que entorpece la reflexión y la toma de decisiones a largo plazo.

Durante la mayoría de nuestra historia, los humanos vivimos en un mundo pobre en datos, pero rico en tiempo. Esto incentivaba a que ocupásemos casi toda nuestra atención en las actividades que realizábamos. Pero desde la llegada de la modernidad —y especialmente desde el desarrollo de internet—, esta situación se dio vuelta. Actualmente, el recurso escaso no son los datos, es el tiempo; tiempo por el cual compiten (muchas veces con éxito) los medios de comunicación y las redes sociales por medio de algoritmos que nos muestran principalmente lo que estamos predispuestos a ver.

Pero no todo lo que llama nuestra atención por aparecer en los medios y las redes sociales importa para planificar nuestra conducta. Para que los datos sean realmente información —es decir, para que los datos realmente sirvan de algo—, se requiere distinguir “el ruido” de “la señal”. Esto es, se requiere distinguir lo relevante de lo irrelevante. No obstante, siendo que la capacidad del cerebro humano es limitada, mientras más transparente sea el ambiente (y por ende, mientras más datos estén a nuestro alcance), más difícil resulta hacer esta distinción. Luego —y siguiendo nuevamente a Byung-Chun Hal—, la excesiva transparencia no produce iluminación, produce encandilamiento.

Naturalmente, esta mayor dificultad para distinguir entre datos relevantes e irrelevantes no sólo afecta a la ciudadanía, también afecta a las autoridades, incluidos los convencionales constituyentes. Todo ello con el agravante de que las decisiones de estas personas no afectan sólo a ellas sino también al resto de la sociedad.

5. Medidas

Considerando los efectos dañinos de la excesiva transparencia, conviene morigerar este aspecto en la nueva Convención Constitucional. Se requiere suficiente transparencia para que la ciudadanía y los demás órganos estatales monitoreen la labor de la nueva Convención. Pero esta transparencia no debe terminar impidiendo la negociación y la deliberación, ni tampoco debe llenar la Convención de datos irrelevantes. Para lograr un grado de transparencia suficiente, pero no excesivo, propongo al menos dos medidas.

Por una parte, la transmisión de las sesiones de las comisiones de la nueva Convención Constitucional debe ser diferida, no realizarse en vivo y en directo. Si bien las sesiones de las comisiones deben ser grabadas para asegurar que haya control del poder (sea en audio, video, o en ambos medios), tales grabaciones sólo deben quedar a disposición del público después de que la comisión tome una decisión; no durante el desarrollo mismo de las sesiones.

Tal como ocurrió en la antigua Convención —y al igual que en otras asambleas representativas—, la discusión en detalle de las normas constitucionales se produce principalmente en las comisiones. Por contraste, el Pleno funciona más bien como un espacio para que los convencionales emitan y expliquen sus votos frente a sus colegas y la ciudadanía. Por tanto, es probable que, en la nueva Convención, las principales negociaciones y deliberaciones entre los convencionales se produzcan en las comisiones, mientras que la rendición de cuentas ante el público ocurra sobre todo en el Pleno.

Luego, la publicidad diferida de las sesiones de las comisiones busca asegurar que, durante tales sesiones, los convencionales estén mayormente enfocados en sus colegas y en los datos relativos a las normas en discusión. Por el contrario, las sesiones del Pleno deben volver a transmitirse en vivo y en directo pues, en esta instancia, los convencionales sobre todo justifican su conducta ante terceros.

Por otra parte, tal como se hacía en los consejos de gabinete del expresidente Obama en EE.UU. —y en forma similar a lo que ocurre en las escuelas chinas, francesas y de algunos estados australianos—, conviene que, antes de las sesiones de las comisiones, los convencionales dejen sus celulares en silencio y los depositen en canastos fuera de las salas respectivas. Si bien esta medida no asegura concentración total (después de todo, un convencional puede seguir viendo Twitter o Instagram por computador en vez de prestar atención a la discusión constitucional), considerando los actuales niveles de adicción a las redes sociales, cualquier pequeña modificación de conducta que contribuya a aumentar la atención en lo importante sirve. Por supuesto, puede que algunos convencionales protesten por tener que dejar sus celulares y al principio se comporten casi como gente con síndrome de abstinencia. Pero ese es un bajo precio a pagar si se trata de hacer más probable que la nueva Convención sea exitosa.

6. Conclusión

Seguramente, alguien considerará que mis argumentos contra la excesiva transparencia son un intento de revivir la tan denostada “cocina” política. Y sí, efectivamente trato de hacer eso. Nos guste o no, para funcionar bien, el poder político requiere ciertos grados de secreto. Quien no entiende (o peor aun, quien no quiere entender) esto probablemente es ingenuo, ignorante, inmaduro, o hipócrita. El problema no es la cocina en sí; el problema es que la comida sólo se la coman quienes participaron en ella. El problema no son los acuerdos secretos entre élites políticas; el problema es que tales acuerdos sólo beneficien a quienes los tomaron y no al resto de la sociedad.

Si hay un beneficio para la ciudadanía, la cocina se justifica. Y siendo que necesitamos que la nueva Convención Constitucional funcione —pues sólo así podremos asegurar gobernabilidad para Chile a largo plazo—, no debemos tener complejos en intentar hacer una buena cocina constitucional. Ahora bien, nada asegura que la nueva Convención Constitucional termine siendo una buena cocina. Pero las medidas propuestas al menos contribuyen a ello sin descuidar la transparencia mínima necesaria para fiscalizar a este órgano. Por tanto, aquí las dejo sobre la mesa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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