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El disfraz verde y la otra ecología Opinión Crédito: Agencia Uno

El disfraz verde y la otra ecología

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Aldo Torres Baeza
Por : Aldo Torres Baeza Politólogo. Director de Contenidos, Fundación NAZCA
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Existe toda una corriente ambientalista disfrazada de verde para la cual es muy provechosa la oportunidad de negocio que se abre con la crisis. Es una especie de ecologismo (se autodefinen como ecologistas) que va a la forma y no al fondo, a la consecuencia y no la causa. Pero ¿es posible desconectar la “variante ecológica” del resto de fenómenos sociales? ¿Podemos hablar del Cambio Climático como una entelequia que sucede en otro contexto social, económico y político? ¿Acaso los “temas ambientales” no son problemas de desigualdad si pensamos que el poder económico permite acceder al agua, el uso de áreas verdes o la energía? ¿Es posible separar causas y consecuencias?


De pronto, en la ONU comprenden que la crisis ambiental ha servido para disfrazar de verde a multinacionales contaminantes. El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, presenta una guía para demostrar que los compromisos de las empresas son ciertos. Más allá del alcance de una medida como esa, la cuestión del disfraz verde ya tiene bastante tiempo.

Hace años que la naturaleza está de moda en el Foro de Davos, como si fuese una maqueta inerte donde estamos parados y nada tuviese que ver con la acumulación desmedida o la concentración del poder. Grandes compañías, como Chevron y Shell, disfrazan de verde al petróleo. China habla de su transición a la energía solar y, cómo no, cuidar la naturaleza. Ni el foro de Davos, ni las petroleras o los potencias mundiales cuestionan la lógica que puso a la Tierra rodando en un abismo. Se concentran en la consecuencia y silencian la causa.

Es la ecología (o medioambientalismo) aceptada que explica la crisis ecosocial aludiendo únicamente al calentamiento global y la concentración de gases de efecto invernadero (GEI) que lo producen. Para ellos, toda la crisis ecosocial se define a través del dióxido de carbono. Las cifras simplifican la complejidad social y calcular es sinónimo de razonar. Contar la acumulación de gases es mucho más sencillo que hablar de una lógica civilizatoria que exprime a los hombres, arrasa los bosques, viola la tierra y envenena los ríos. ¿Para que entrar en complejidades si podemos decir que la crisis es responsabilidad de “los gobiernos”, “la humanidad entera” o “el dióxido de carbono”? Generalizar responsabilidades es otra forma de negar.

Existe toda una corriente ambientalista disfrazada de verde para la cual es muy provechosa la oportunidad de negocio que se abre con la crisis. Es una especie de ecologismo (se autodefinen como ecologistas) que va a la forma y no al fondo, a la consecuencia y no la causa. Pero ¿es posible desconectar la “variante ecológica” del resto de fenómenos sociales? ¿Podemos hablar del cambio climático como una entelequia que sucede en otro contexto social, económico y político? ¿Acaso los “temas ambientales” no son problemas de desigualdad si pensamos que el poder económico permite acceder al agua, el uso de áreas verdes o la energía? ¿Es posible separar causas y consecuencias?… En ecología, al menos, es posible. Posible y muy útil, por cierto.

Ecología es un término acuñado en 1866 por el zoólogo y biólogo E. H. Haeckel (1834-1919), a partir de las palabras griegas oîkos (casa) y lógos (estudio). Ecología, por tanto, hace alusión a comprender y cuidar la Tierra entendiéndola como la casa común de toda la humanidad. La idea de la “casa común” es frecuente en las cumbres ambientales, la utilizan los líderes políticos, ambientalistas, actores e incluso el papa, en su encíclica Laudato si’, habla del mayor “peligro para la humanidad” y el cuidado de la “casa común”.

Es cierto que nuestro planeta es similar a una casa común y no existe, al menos no conocemos aún, otro lugar con las condiciones exactas para generar “la vida”. El problema está en la forma y condiciones en que se habita la casa común: lo que tenemos es un espacio limitado donde una minoría de seres humanos ocupa las mejores habitaciones y el resto de seres vivientes se pelea algún rincón del patio. No solo vivimos por encima de nuestras posibilidades, sino que también por encima de las posibilidades de otros. Cuando digo “otros” me refiero al concepto desarrollado por Jorge Riechmann: otros son los animales, las generaciones humanas futuras, todos los organismos vivientes.

En el patio o durmiendo en las habitaciones, todos aseguran cuidar la casa común y la vida de los “otros”. Sin embargo, existen distintas formas de enfocar y desempeñar aquel supuesto cuidado. Los distintos énfasis han sido foco de discusión desde la conferencia de Estocolmo 72, cuando el tema del ambientalismo y la ecología terminó finalmente por entrar en la agenda internacional y las negociaciones intergubernamentales. En aquella ocasión, el foco estaba puesto en la contaminación provocada por la industrialización acelerada, la explosión demográfica y el crecimiento urbano. Era, como lo decían los representantes de la India o América Latina, un ambientalismo propio del mundo desarrollado. El representante del gobierno indio lo resumió del siguiente modo: “Los ricos se preocupan del humo que sale de sus autos; a nosotros nos preocupa el hambre”.

En su libro El ecologismo de los pobres, Joan Martínez Alier divide el ecologismo en tres corrientes de acuerdo a tres “Lenguajes de valoración”. Las tres corrientes son tres tipos de ecologismo: el culto de la vida silvestre; el evangelio de la ecoeficiencia; y el ecologismo de los pobres.

El primero consiste en la idea de preservar la naturaleza prístina, sin ninguna interferencia humana. La naturaleza existe al otro lado de una vitrina. Los seres humanos están encima y aprecian su belleza como se aprecia la pintura de un museo. El Evangelio de la ecoeficiencia, por su parte, se preocupa por el manejo sustentable de los recursos naturales, cree en el desarrollo sostenible y la modernización ecológica. La tercera corriente es la Justicia Ambiental y el Ecologismo de los pobres. En esta corriente, la Tierra no es algo que está ubicado afuera para conservar o producir de forma sustentable, sino que un lugar que se habita y que, en última instancia, es parte del propio ser humano. La naturaleza es territorio.

A partir de las distintas valoraciones ecológicas se generan múltiples interpretaciones de la misma crisis. En un mundo donde todos se declaran verdes, las alternativas ecológicas varían en función del lugar y las condiciones en las cuales se habita la casa. No van a comprender lo mismo quienes están relegados al sótano y quienes disfrutan de las mejores habitaciones.

El CO2 como medida de toda una crisis

Actualmente, el ideario ambiental está dominado por un tipo de ecologismo que enfrenta la crisis ecosocial aludiendo únicamente al calentamiento global y la concentración de gases de efecto invernadero que lo producen. Las negociaciones internacionales se centra en reducir las partículas de efecto invernadero de la atmósfera. Con ese objetivo se cuantifica la concentración de partículas expresándolas como medida única equivalente de dióxido de carbono (CO2e). Para esa visión, toda la crisis ecosocial se cuantifica, científica y rigurosamente, a través del CO2, sin darle demasiada importancia a un hecho lógico: estos gases son el producto final de una cadena muy amplia de factores que lo producen. Es un ecologismo que va a la forma y no al fondo, a la consecuencia y no la causa.

Este diagnóstico supone una cantidad reducida de soluciones, pues si cambian los diagnósticos cambian también las soluciones. Albert Einstein solía decir a sus alumnos que si él tuviera una hora para resolver el problema del mundo, utilizaría 55 minutos en analizarlo para llegar a un diagnóstico certero, y tardaría 5 minutos en encontrar una solución. Las soluciones más popularizadas de esta forma de interpretar la crisis son la geoingeniería y los mercados de carbono.

La geoingeniería se refiere a la manipulación a gran escala de los sistemas naturales de la Tierra. ¿Qué proponen?: capturar el CO2 y enterrarlo en fondos geológicos; alterar el balance químico en los océanos para incrementar la absorción de CO2; modificar genéticamente las plantas para incrementar su capacidad de capturar CO2; bloquear la luz solar mediante el lanzamiento de sustancias químicas en la atmósfera; crear escudos gigantes en la órbita terrestre y otros artilugios de consecuencias desconocidas. Nos hemos preguntado dónde se almacenarían las miles de millones de toneladas de carbono que se pretende capturar; o qué ecosistemas y pueblos podrían dañarse si ese carbono se escapa de los sitios donde pretenden almacenarlo; o qué podría sucederle a la fauna marina si se modifica la composición química de los mares

Por otro lado, los mercados de carbono pretenden transformar el dióxido de carbono, o simplemente “carbono”, en medida de toda una crisis. Hoy existen discos de música carbono neutrales, así como es posible comprar un boleto de avión y “neutralizar” la “huella de carbono” del viaje.

El nuevo mercado del aire tiene distintas facetas. En Nueva Zelanda, la empresa Pure Kiwi Air saca el aire de las montañas y lo envasa en una frasco que incluye una mascarilla para inhalar el gas. En Canadá es Vitality Air la que recolecta aire del Parque Nacional Banff para venderlo al interior del país y exportarlo a China. En el Reino Unido es Aethaer y, según lo que indica su página web, es “aire filtrado orgánicamente por la naturaleza”. El mercado del aire también incluye la promesa de no contaminarlo. Microsoft afirma que para 2030 tendrá emisiones de carbono negativas y para 2050 habrá removido toda la huella histórica de carbono de la empresa. La promesa se logrará a través de compensaciones de carbono.

El sistema funciona así: los países fijan una cantidad de dióxido de carbono que las empresas pueden emitir. Si no alcanzan ese límite queda la opción de vender las porciones que no contaminaron a otras empresas que sí excedan la cantidad permitida. En el documento “Tres pasos para lograr cero emisiones netas”, el Banco Mundial hace coincidir el concepto “emisiones netas cero” con “cero emisiones”. Con esto, las empresas pueden aumentar sus emisiones de gases de efecto invernadero si al mismo tiempo pagan para que lo “secuestren”. El que paga contamina. Y, por supuesto, todo muy verde.

Fue en la década de los 80, en Estados Unidos, cuando surgió la idea de ponerle precio al aire y generar un mercado millonario con algo inmaterial. Años después, Al Gore se encargó de poner la medida como condición para que Estados Unidos fuera parte del Protocolo de Kioto, acuerdo del que luego se retiró. Hoy es un negocio global: los países desarrollados pueden compensar la contaminación que generan comprando aire a países que cuentan con extensas zonas tropicales. Además de la crítica evidente respecto a poner precio a todo, incluso al aire, vale la pena mencionar que no todos los gases son iguales. Es un engaño contaminar con metano y pagar con carbono, por ejemplo. Un dato: el metano es 25 veces más nocivo que el CO2.

Pensemos un segundo: ¿son climáticamente inteligentes los monocultivos, la agricultura industrializada, los Organismos Genéticamente Modificados o la energía nuclear simplemente porque no reducen el carbono de la atmósfera? ¿Será que estamos observando solo la superficie del problema porque el diagnóstico es simplista y reducido?

Otra ecología: la casa común de todos los saberes

El economista chileno Manfred Max-Neef ha dicho que “llegamos a un punto en nuestra evolución como seres humanos donde sabemos mucho, pero entendemos muy poco”; “el conocimiento creció exponencialmente, pero solo ahora podemos empezar a sospechar que esto puede no ser suficiente, no debido a razones cuantitativas sino por motivos cualitativos. El conocimiento es tan solo uno de los caminos, un solo lado de la moneda. El otro camino, el otro lado de la moneda es el entendimiento» (Manfred Max-Neef; 201). Sabemos que hay exceso de GEI en la atmosfera, pero ¿entendemos que la crisis está en todo un patrón civilizatorio obsoleto? Para entender, lo principal sería redefinir la relación entre el ser humano, las demás especies y la Tierra. Volver a preguntarnos cómo habitaremos la casa común. O sea, pensar en otra ecología.

A principios de los setenta, el filósofo noruego Arne Naess habló de una ecología «superficial» y otra «profunda». La ecología superficial es antropocéntrica, es decir, está centrada en el ser humano. Ve a este por encima o aparte de la naturaleza, como fuente de todo valor, y le da a aquella un valor únicamente instrumental, «de uso». La ecología profunda no separa a los humanos –ni a ninguna otra cosa– del entorno natural. Ve el mundo, no como una colección de objetos aislados, sino como una red de fenómenos fundamentalmente interconectados e interdependientes. La ecología profunda reconoce el valor intrínseco de todos los seres vivos y ve a los humanos como una mera hebra de la trama de la vida (Capra; 29).

Necesitamos una ecología profunda que entienda y abarque las redes de la vida, pero también las redes y las conexiones del poder. De lo contrario, es una ecología inocente y funcional a un modelo que continúa echándole fuego a la casa. Necesitamos una ecología que explique el problema desde su complejidad y no a partir de sus consecuencias. Necesitamos sumar todos los esfuerzos en lo que Boaventura de Souza ha llamado “Ecología de Saberes”: el saber indígena, el saber de las mujeres, el saber de las tradiciones antiguas y el saber de la ciencia. Una ecología interdisciplinaria.

En la base de esta ecología debemos ubicar las disciplinas que expliquen el mundo: a través de la física, el relato del tiempo y el espacio, como también sus paradojas relativistas y cuánticas. La química y el relato de la interacción entre los átomos y las molécula. La biología y el relato de la inteligencia con la cual esta dotado todo lo viviente. Debemos abrir el dilema existencial en el cual nos encontramos. Todas las disciplinas deben aportar su evidencia. Si ampliamos el diagnóstico, veremos que existen más soluciones. Ese el desafío de la Otra Ecología: explicar la profundidad de esta crisis, desde lo más profundo de la tierra, el aire, los seres vivientes que la rodean y nos permiten la vida en su interior. Porque, si lo pensamos, entre todos los seres que crean y recrean la vida, a los seres humanos les fue asignada la tarea esencial de organizar el funcionamiento de la casa. Tenemos una vida a cargo. Dependemos de la Tierra para vivir y la Tierra depende de nosotros para sobrevivir. Sin nosotros, la Tierra no podría apreciar su belleza, ni transformarla en, por ejemplo, una obra de arte. Somos el ojo en que la Tierra se mira, y también somos un tipo de inteligencia donde la Tierra se piensa, se organiza y continúa su danza en el universo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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